miércoles, 9 de diciembre de 2009

Haidar se muere. Por Gabriel Albiac

LARGA pereza de la ciudad, bajo su cielo lácteo de hielo indiferente y platino: así es cada año este paréntesis de inicio de diciembre, que anticipa, como en un laboratorio, el plácido abandono de los días navideños: nada existe, nada nos concierne en nada. Aminatu Haidar se está muriendo. Dejándose morir, es más exacto. Hay momentos extremos, en los cuales sólo puede llamarse vida al lúcido empecinarse en no vivir de cualquier manera, en negarse a vivir como arbitrariamente quieren imponérnoslo. Quebrar el alma y saber que nos la quiebran es más horrible que morir; aunque todos hayamos aceptado tantas veces ser rotos como parte del salario humillado de nuestro miedo. Nadie sabría, ante el primordial envite moral que lleva a alguien a juzgar mejor que esa humillación la muerte, nadie sabría, nadie debería -si un hilo de sensatez le queda en el cerebro- decir nada; valorar, aún menos. Sólo una compasión inviolable hacia aquel que sufre nos está permitida, en ese punto en el cual un humano toca la decisión más alta, la única verdaderamente sagrada, de su vida. El Albert Camus que, en 1942, formula que el suicidio es el único acto sobriamente serio y la sola cuestión filosófica que de verdad nos concierne a todos, da en el corazón de lo más hondo, de lo más grave en la ruda tarea de ser hombre.

Pero no es eso, no nos engañemos; no busquemos fingir consuelo metafísico a nuestras mezquindades. Lo que está sucediendo en el aeropuerto de Lanzarote no es un suicidio, es un asesinato. Retransmitido en directo a un público al que por igual marcan el morbo y la indiferencia. Si Haidar muere, habrá un autor. Aquel que hizo la continuidad digna de su vida imposible. A Haidar la está matando un implacable despotismo: el que rige el sultanato de Marruecos. Con un cómplice inocultablemente obsceno: el Gobierno de España. La frontera entre el suicidio y el asesinato es tenue. Los estoicos griegos sabían eso cuando veían en la muerte dada por mano propia, la última puerta por la cual salir cuando la vida se hizo insoportable. O, más brutal, el maestro Spinoza, que, en el siglo XVII, diseccionará el suicidio como el acta final de una derrota: al fin, todo suicidio es asesinato.

Deliberada maldad de quienes gobiernan Marruecos. Lógica también, no nos engañemos: Haidar sobra. Hasán II entendió muy bien, hace ahora treinta y cuatro años, la función identificadora entre el pueblo y su déspota que podía jugar la mitología nacional de un Sáhara marroquí. Jugó su baza en 1975, cuando todo en España transcurría por el filo del abismo. El dictador se moría aquí; nadie tenía claro nuestro inmediato futuro; lo que pasara al borde de un hosco desierto nos era infinitamente ajeno. Jugó el Sultán. Ganó. A expensas de la ONU. A expensas de la administración descolonizadora española, que incumplió el mandato de la ONU recibido. Y en esa emergente mitología nacional, el odio a los resistentes saharauis enmascaró miserias, hizo olvidar humillaciones, crueldad, corrupción sin límites: y el pueblo, el pobre pueblo, como siempre, como todos los pueblos en todas partes, amó al líder que le prometía un horizonte grande y odió a los pobres diablos que, en medio del desierto, osaban contraponer su deseo propio al de la majestuosa común grandeza. Y a lo largo de ya más de treinta años, la potencia descolonizadora no ha hecho nada. Que no sea halagar a aquel al que no supo oponer la fuerza material que le fuera formalmente encomendada. Así fue, así seguirá siendo.

Aminatu Haidar se muere. En este perezoso puente de frío cielo lácteo, ya casi navideño. Se muere. Nos da lo mismo. La matamos.


ABC - Opinión

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