domingo, 29 de noviembre de 2009

La «cuestión catalana». Por Ignacio Camacho

QUIZÁ sea ya demasiado tarde, después de tantos errores, de tantos delirios, de tanto exaltado antagonismo, soñar con una reconducción adecuada del desencuentro social y político que ha vuelto a abrirse en torno a la «cuestión catalana». El debate se ha vuelto desabrido y hostil, amargo y visceral, de una enconada visceralidad de ida y vuelta, tan mutua y bilateral como esa relación de estado a estado que pretende consolidar el discutido Estatuto en solfa. Ha llegado un momento en que nadie comprende a nadie ni se acepta otro resultado que el triunfo de unas razones sobre otras; se ha acumulado un exceso de malentendidos, una demasía de egoísmos, un superávit de incompetencias y un abuso de hechos consumados, y el resultado ya no admite componendas ni empates. Se trata de un pulso que todos quieren ganar «como sea», sin reglamento ni arbitraje; una batalla sin prisioneros que deje el campo de la convivencia calcinado y sembrado de víctimas directas y colaterales.

Pero hay en esta desgraciada disputa un malentendido primordial que sí cabe localizar unívocamente en el anhelo soberanista catalán, en la arrebatada atmósfera identitaria que ha caldeado en los últimos años una clase dirigente enrocada hasta convertirse en una suerte de oligarquía política. Consiste este equívoco en una crucial confusión sobre el concepto de soberanía nacional: los catalanes pueden sentirse a sí mismos como integrantes de una nación, pero el Estado de Derecho no se fundamenta sobre los sentimientos sino sobre leyes ordenadas por una jerarquía de rango, siendo la Constitución la que da naturaleza y sentido a todas ellas. Pues bien, la Constitución vigente, ampliamente refrendada en su momento también en Cataluña, no reconoce más que una nación, la española, cuya soberanía reside en el conjunto de los ciudadanos de España sin bilateralidades ni excepciones ni pactos; de un modo taxativo, preciso y terminante. Y en nombre de esa soberanía establece en el Tribunal Constitucional la facultad irrevocable y última de interpretar lo que encaja o no en la legalidad suprema.

De la obstinada negación de esta arquitectura jurídica parte una polémica desenfocada por las pasiones. Los complejos episodios de este turbio debate, propiciado por la frívola irresponsabilidad del presidente Zapatero y agravado por el egoísmo de la dirigencia catalana y la incuria culpable del Tribunal Constitucional, son sólo consecuencia de la torticera intención de obviar mediante trucos políticos ese precepto de partida. No existe un conflicto de legitimidades ni un enfrentamiento real de identidades; el origen de la actual desavenencia arranca de una concepción fullera de la política que trata de sustraerse a la supremacía de la ley. El típico vicio de poder que prima lo contingente sobre lo esencial para degradar la democracia a un tramposo conflicto de intereses.


ABC - Opinión

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