jueves, 28 de febrero de 2008

Cómo ser española en Barcelona sin morir en el intento. Por Ana Nuño.

UNA HISTORIA VERDADERA

Hacía catorce años que vivía en París cuando decidí que no me vendría mal un cambio de aires. Así que un día hice las maletas y vine a instalarme a Barcelona, convencida de que me mudaba a España. Menudo despiste. ¿En qué estaría yo pensando?

No tardé en descubrir que no era del todo cierto que vivir en Barcelona fuera lo mismo que vivir en España. Me bastó con ver un telediario de TV3, la emisora televisiva local. En todo caso, me bastó con fijarme en su epílogo, los avances meteorológicos, para comprender que había decidido vivir en un singular país, digno al menos de los más descabellados sarcasmos del pastor Jonathan Swift.

La primera vez que me tocó asistir en Barcelona al instructivo espectáculo de la predicción del tiempo à la façon de TV3 fue poco antes de mi traslado a esta ciudad. Sucedió a finales de 1989. Pasaba las fiestas de fin de año en casa de unos amigos de mi amiga de entonces. Sentados a la mesa, concluía el telediario y nos disponíamos a cenar cuando sucedió la cosa. Así fue, lo juro, o al menos así recuerdo que lo viví, en plan película de John Carpenter o capítulo de Expediente X: un científico loco, obviamente abducido por el pensamiento mágico de que hay vida ahí afuera, de que esa vida es alienígena y de que tenemos, los de la tribu humana, que defendernos de su epidémica propagación, manoteaba ante el mapa de un país desconocido al que se refería pronunciando a cada rato un nombre dotado de vagas resonancias medievales.

Lo fascinante de esta gimnasia de ciencia ficción, empero, no era que el enfático loquito televisual se empeñara en alertarnos del inminente acontecimiento meteorológico que estaba a punto de abatirse sobre el mapa de plastilina incrustado en la pantalla, sino que este personaje de manicomio de vez en cuando se proyectara fuera del encuadre y mencionara el más allá. La tierra de los muertos, que habría dicho Ulises, el descenso al Hades por la puerta infausta, cavada en la colina innominable. Tan horrenda, tan espantosa, que sólo podía ser designada mediante deleznable eufemismo burocrático: "el Estado español". En el Estado español llueve o ha llovido, el anticiclón de las Azores se ha instalado o instalará mañana en el Estado español: algo por el estilo sentenciaba el loquito.

¿Cómo puede ser? ¿A qué prodigio estoy asistiendo?, pensé. ¿Un fenómeno meteorológico que acontece no en un territorio, sino en una entidad abstracta, literalmente metafísica, fabricada por el ingenio político de los humanos? Llueve o hace sol en un Estado. Sorprendente. Como si dijéramos que florecen los rosales en la física cuántica. ¡Olé la imagen! ¡Éste sí es un país de poetas!

Por fortuna, la realidad, o sea el díscolo geniecillo de la lucidez, vino a recordarme que mi traslado a la ciudad de los prodigios alienígenas no significaba forzosamente que tuviera que renunciar a vincularme racionalmente con el país al que había decidido mudarme, y que ese país era todo salvo un delirio paranoico-crítico, más o menos ampurdanés: dos años después de mi llegada obtuve la nacionalidad española, precisamente por acreditar trabajos y días barceloneses. Plasmada, esa nacionalidad, en un pasaporte y un DNI, rubricados ambos por el Reino de España, que sólo un puñado de cantautores, alelados a la par que millonarios y canónicos (voz de origen griega, al igual que canon), considera mero trámite formal o un pedazo de papel menos recio que una guitarra.

Poco a poco pude constatar que Barcelona era tan española como Madrid o Sevilla o San Sebastián. En lo oficial, desde luego, lo eran y son. Y para que se vea que no soy todo lo memorialista y acolchada que el estilo con el que hoy escribo parece delatar, me atrevo a decir que seguirán siéndolo. Con o sin el tira y afloja de los independentistas vascos y catalanes, mimado y alentado desde los 80, todo hay que decirlo, por los dos grandes partidos políticos españoles. Aunque hay otras razones, digamos, más sustanciales o de fondo que permiten comprender el porqué de la españolidad de las mentadas ciudades. Como de tantas otras cosas que son españolas, con independencia de que su condición lo acredite, declarada o embozadamente.

De paso, conviene aclarar un poco desde dónde hablo. Sí, ya sé que es infausta expresión, propia de los polvos totalitarios de los que nos vienen estos lodos progres (a quien a estas alturas ignore el locus en cuestión, le bastará con leer El conocimiento inútil de Revel). No sólo sigue vigente la proscripción progre y el mandato de la superioridad moral de la izquierda en la Barcelona siempre distraída y frívola y a la que le encanta distraerse jugando a no ser española, sino que también hace estragos en ese "resto de España" que piensa que es fashion aparentar no ser carca o facha montándose botellones de fin de semana o, más glamourosamente, identificándose con el éxito de los privilegiados, con el que el socialista José Luis Rodríguez Zapatero rubricó su primer debate electoral en directo.

Y quien aún albergue alguna duda respecto del significado, aquí y ahora, de la expresión "las dos Españas", que vaya y le pida su opinión sobre los usos y costumbres de la buena conciencia moral de la irredenta izquierda española a María San Gil, a Dolors Nadal o a Rosa Díez; y por qué no, también, de paso, a los Savater o Espada o Gotzone Mora o Francisco Caja. O, mejor, a los millares de españoles que no merecen, por la condición valientemente ciudadana y anónima que acreditan cada día al enfrentarse a la turbia turba de lo políticamente correcto, el más mínimo temblor de las cejas que hoy gobiernan España, tan sensibles al aleteo de las alas de mariposa de la nómina elitístico-artística que apoya su candidatura a repetir como presidente del Gobierno de España.

"¿Desde dónde habla éste (o ésta o esto)?", le lanzaban a la cara bramando, en la época dorada del Komintern y el dogma eficiente de la Pravda y los Izvestia, los terratenientes de la superioridad moral de izquierdas al que se atreviera a argumentar, datos y hechos y geniecillo mediante, que la izquierda al poder es, como poco y para empezar, sinónimo de homicida desigualdad ciudadana. Resulta que me ha tocado, más veces de lo que fuera razonable, responder a la preguntita de marras. Hablo con propiedad, pues, y no sólo privada: a diferencia de los de esa secta ideológica, no tengo que hacer esfuerzos, más o menos ingeniosos o meritorios, por ocultar mis orígenes o disfrazar a mis abuelos o a mis padres de la lagarterana que no fueron. Desde ahí hablo, pues. O, para decirlo en castellano cabal, no tengo por qué contarle nada a mi abuela.

Así las cosas, el cambio de aires que me trajo a orillas españolas del Mediterráneo no era el primero que emprendía, aunque entonces no pudiera saber que llegaría a ser el definitivo, o algo que se le parece bastante. Nacida en Venezuela, hasta los 18 años viví, además de en mi país natal, en otros parajes. En Ginebra, en Cambridge, en Londres. Aun en el Madrid de los estertores del franquismo. Y, claro, en París. No hay alarde alguno en este recuento: para los venezolanos (o argentinos o mexicanos o colombianos), mudar de ciudad y país y cultura y lengua generalmente no supone ningún trauma, si acaso las inevitables molestias burocráticas de poner en regla los papeles de residencia. Y, a fin de sobrevivir en terreno virgen, aprender a aguzar la inteligencia y extremar unas habilidades que suelen desconocer los nativos que nunca se atreven a desplegar las alas para alejarse del nido natal, o no se les presenta la oportunidad de hacerlo.

¿Por qué, entonces, España? Ahora sé que la respuesta a esta pregunta incluye un par de verdades que ni siquiera vislumbraba entonces. Pensaba que este país me atraía porque, hasta donde alcanzaba la memoria familiar, en él habían nacido todos mis ancestros. Porque de él habían tenido que marcharse mis padres y abuelos, movidos por esa desigual mezcla de razones económicas y acechanzas políticas que condujo a millones de españoles a abandonar su país. Porque en casa, se hablara o no de ello (y por regla general no se hablaba), España, como dice Borges en un verso, estaba, "silenciosa, en nosotros". Y porque, dada a fabular como se suele en la juventud, me dije que si ellos no pudieron vivir en su país, yo sí podía, y que, de algún modo, mi vuelta equilibraría la balanza de su exilio. Absurda idea, por no decir algo peor: quimera nacida, como casi todas, de una metáfora, esa partera avezada en traer al mundo falsos problemas. Si a ver vamos, lo que hice fue repetir la historia de mis padres y abuelos: renunciar a vivir en mi país natal para hacerlo en otro de adopción, pero en mi caso sin contar siquiera con la patética sanción de la Historia.

Ahora sé que España me atraía por lo que de este país creía conocer, sin duda, pero también y sobre todo porque era el único lugar del planeta en el que se me antojaba que podría llegar a sentirme a la vez como en casa y extranjera. Y lo pensaba, lógicamente, porque la España a la que volvía, según mi mendaz metáfora, entretanto había cambiado tanto que no hubiera podido reconocerla "ni la madre que la parió", como se le ocurrió un día decir a Alfonso Guerra, que así demostraba, y no sólo en esa oportunidad, su innegable capacidad para opinar a destiempo.

Barcelona. Plaza de España.El tiempo, justamente, es la clave de esta historia. No sólo del porqué de una España a la que sólo a mí podía interesar el que pudiera volver a ella, sino de muchas otras cosas, y por descontado más importantes, que atañen, hoy, a los españoles nacidos en este país. Unas cosas que, viviendo en la Barcelona de España (lo digo para quien ignore que hay una Barcelona en Venezuela, y ahora mismo no recuerdo si hay alguna otra en esas pequeñas Españas que son las naciones españolas del otro lado del Charco), unas cosas, repito, que de entrada parecen paradójicas o ilógicas, pero que en clave de nuestro geniecillo de la realidad se explican fácilmente, a poco que las despleguemos no sobre un atlas geográfico, sino en un gráfico temporal diacrónico.

Porque resulta que la España de la que huyeron mis padres y abuelos ha desaparecido del gráfico del tiempo. Nos deslumbra la idea de que pueda haber continuidad o ruptura entre "la España de Séneca" y "la España de Zapatero" (o "de los visigodos" o "de las tres culturas", da igual: media docena de tramos menos en la escaleta del vehículo temporal). Nada más placentero para los infantes y los adolescentes que el moldeado de las plastilinas o la acuñación de metáforas. Pero el hecho es que cuando mis padres y abuelos decían, por ejemplo, "cuando Franco muera", o "cuando acabe el régimen", lo que estaban haciendo, sin saberlo, era rezar o, lo que es lo mismo, aliviar su congoja, la pena infinita de haber perdido su nido y su hogar. Y no me cabe duda de que interpelaban, como en toda plegaria, a un ente intemporal y, por tanto, irreal; inverificable y, por descontado, inhóspito.

Cuando Franco murió al fin y el régimen que instauró se acabó, el tiempo, que no sólo es la materia de la que están hechos los sueños sino lo que determina la siempre mudable realidad, había transcurrido y su pupila se había convertido en otra cosa. El tiempo y la realidad de la España de mis padres y abuelos nada tenía que ver con el tiempo y la realidad en los que vine a vivir, un día del mes de enero de 1991, en Barcelona.

Einstein tenía razón, ya lo creo: el espacio es una dimensión hipotética, cuya solución de continuidad está dictada "en todo momento" por el tiempo. Pero para bien, para mal, buena parte de la España a la que vine a vivir y en la que hoy vivo sigue dándole la espalda a esta realidad. No estoy diciendo que España no exista porque el tiempo haya borrado la España de mis padres o la que imaginaba al venir a vivir aquí, o una chorrada como que "la idea de España" sea relativa (o un "concepto discutido y discutible"), sino que esta España de hoy es la España de nuestro tiempo. No la de mis padres, no la España que me figuré hace más o menos quince años. Sino otra, realmente, literalmente, temporalmente otra: la de hoy, cuyo rostro casi todos ignoramos o no queremos o no nos atrevemos a ver.

La de mañana, es una suerte que vivamos en democracia, que cada cuatro años podamos recordar que deberíamos pensar un poco en ella. Por mi parte, decidí hace tiempo no sólo figurármela, sino desear cada día su llegada. Mi España es un conjunto de ciudadanos inmunes a los trampantojos de la España actual y, por descontado, a las muchas mazmorras de su pasado: izquierda contra derecha, nacionalismo contra constitucionalismo, progres de postín contra currantes mileuristas, relativistas morales contra conservadores de las buenas costumbres, integristas laicos contra feligreses ingenuos. Y, sobre todo, decididos a luchar por clausurar de una vez esta otra trampa, la más honda y sanguinaria y longeva de nuestra común historia, aquí y allende el océano: verdugos contra víctimas.

Ésta es la España en la que, española de nueva y vieja planta, aspiro a vivir. Desde Barcelona.

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