jueves, 10 de julio de 2008

La lengua, cuestión constitucional

LA defensa del castellano como lengua de todos los españoles y oficial de España trasciende los debates meramente jurídicos, educativos, históricos y territoriales que se están produciendo en torno al Manifiesto por la Lengua Común. Como han hecho ver la Mesa del Turismo -compuesta por las principales empresas del sector-, y ayer mismo también la CEOE, constituye asimismo una aportación a la economía española porque la progresiva supresión del castellano en las líneas aéreas, los carteles de las carreteras y las indicaciones en los aeropuertos, por ejemplo, perjudica la imagen de España ante el extranjero. Nuestro país pertenece a una comunidad de naciones, las europeas, perfectamente definidas por factores culturales e históricos, y entre ellos, con carácter principal, se halla el de la lengua común. Allí donde hay un multilingüismo agresivo y excluyente surgen la división y la pérdida de identidad nacional.

La denuncia de las empresas turísticas es un nuevo síntoma de la grave dinámica que está adquiriendo la postergación del castellano como consecuencia del desarrollo de políticas impositivas de la lengua cooficial, que vienen de la mano no sólo de grupos nacionalistas, sino también del socialismo allí donde gobierna en coalición con grupos separatistas, políticas de segregación que no están tan interesadas en la expansión de la lengua cooficial -cuya promoción y uso social enriquecen culturalmente al conjunto de España- como en extinguir progresivamente los elementos que integran la identidad española de sus habitantes. Para un ciudadano británico, alemán o francés, lo lógico es moverse por España, de norte a sur y de este a oeste, con el castellano como referencia para sus conversaciones y desplazamientos. La alternativa que proponen determinados gobiernos autonómicos con la imposición de la lengua cooficial es puro aldeanismo que no sólo choca con la naturaleza propia de las relaciones humanas -que tienden a simplificar sus instrumentos de comunicación-, sino también con la realidad lingüística de las sociedades que gobiernan. Quienes quieren imponer el vascuence, el gallego o el catalán no tienen un problema con las líneas aéreas, o con el Gobierno central, o con la Real Academia de la Lengua, sino con los ciudadanos vascos, gallegos o catalanes que usan libremente el castellano para hablar entre ellos, ver televisión o cine, oír la radio y leer periódicos.
Peor aún que la segregación lingüística que pretenden diversos gobiernos autonómicos es la inacción de las instituciones del Estado que deberían velar por los fundamentos del orden constitucional. Uno de éstos es la oficialidad del castellano como lengua de todos los españoles. Resulta preocupante que incluso el ministro del Interior, Alfredo Pérez-Rubalcaba, no tuviera una respuesta clara en el Consejo europeo a la pregunta de qué idioma habrán de estudiar los inmigrantes que lleguen a España. Si la solución es, como dijo, «hablar con las comunidades autónomas», difícilmente habrá solución, entre otras razones porque significa que el Gobierno español no tiene claro que a una política nacional, como la migratoria, le corresponde una respuesta nacional, en la que sólo cabe la lengua oficial del Estado.
Las dimensiones de la hostilidad hacia el castellano como lengua común tienen ya carácter constitucional. Son inadmisibles, desde el punto de vista de la Constitución, el sabotaje a la enseñanza del castellano en Cataluña, las amenazas a los comerciantes en el País Vasco o la inmersión lingüística que promueve el Gobierno gallego. Se trata de iniciativas inconstitucionales, más allá del significado jurídico de esta calificación, porque socavan uno de los pilares del principio nacional en el que se asienta el pacto constitucional de 1978, como es la oficialidad del castellano. No entenderlo así es rebajar la gravedad real del problema y reducirlo a los términos competenciales y victimistas en los que quieren mantenerse los nacionalismos y el socialismo filonacionalista que promueven este retorno al localismo medieval.

ABC - Opinión

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