domingo, 21 de enero de 2007

La lección de Sarkozy

Si ha habido un momento en mis ya casi 27 años como director de periódico en el que parecía imposible que nada relacionado con la actualidad rompiera la magia de un breve paréntesis de intimidad, vedado a la tensión informativa, fue durante el atardecer del 26 de diciembre de 2003, cuando desde la terraza de la suite Agatha Christie del Hotel Old Cataract de Asuán me disponía a asistir al fastuoso espectáculo del encierro del carro de Ra -así le llamaban los faraones del Viejo Reino a la puesta de sol- en su cochera de detrás de la Isla Elefantina, dentro de la más seductora ensenada del Alto Nilo.

Sin embargo, mientras el disco de fuego declinaba contra las dunas en un festín de tonalidades rojas, extendiendo una cortina de polvo irisado sobre el mausoleo del tercer Aga Khan y la mítica Begum Salima, justo cuando el baile de ruidos y sombras de una civilización milenaria emergía entre las moles de granito negro, cuyas formas de proboscídeos dan nombre al islote ocupado por ruinas de viejos templos, unos pasos nerviosos primero, una conversación inquisitiva después, unas referencias muy concretas a los recientes «événements de Madrid», no pudieron por menos que captar mi atención.

No tuve que esforzarme ni en aguzar demasiado el oído ni en ajustar en exceso la vista, escudriñando a través de una rendija, para darme cuenta de que al otro lado de la mampara de la terraza, desde una suite gemela de la nuestra, bautizada como Winston Churchill en memoria del otro gran personaje británico que pasó en su día por el hotel, el ya notorio e inconfundible ministro del Interior de Francia, Nicolas Sarkozy, estaba recabando información telefónica de algún miembro de su gabinete sobre la detención de los etarras que habían colocado las bombas destinadas a estallar en la estación de Chamartín.

Ni siquiera todo el magnetismo de aquella fantasmagórica puesta de sol sobre el más grandioso de los ríos pudo sustraerme a la atracción de ese inesperado foco informativo, y cuando al poco rato bajé con mi familia al restaurante de techos altos y columnas de madera verde en el que la reina de la novela de misterio situó algunas de las escenas clave de Muerte en el Nilo, ya lo hice con la intención deliberada de buscar el encuentro con aquella estrella emergente de la política europea.

Pronto conseguí mi propósito. «He estado permanentemente informado y lo de Madrid en Nochebuena pudo haber sido muy grave», me dijo aquel hombre compacto de rostro rectangular, grandes orejas, pelo ensortijado y una especial determinación en los gestos. «Seguiré ayudando a España todo lo que pueda», añadió mientras en un ademán de complicidad me presentaba a Cécilia, la atractiva nieta de Isaac Albéniz con la que lleva diez años casado. La inquietante combinación entre una sonrisa dulce y una mirada de hielo, enmarcada por su media melena y una nariz larga y perfecta, se quedó grabada en mi retina.

El pasado domingo volví a ver a Sarkozy en el Parque de Exposiciones de la Puerta de Versalles de París durante el mitin en que fue entronizado como candidato del centro-derecha a la Presidencia de la República francesa. Gracias al brazalete rojo de invitado que me permitió brujulear entre las filas delanteras de un recinto que acogía a casi 80.000 personas pude darme cuenta de que, a medida que el orador atacaba los primeros compases de su discurso de aceptación, el centro de todas las miradas no era ni Alain Juppé, ni Jean Pierre Raffarin, ni Michèlle Alliot-Marie, ni Édouard Balladur -grandes figuras de las galaxias gaullista y liberal, fusionadas en la UMP, a las que Sarkozy acababa de hacer referencia- ni la viuda del legendario Chaban Delmas, ni siquiera el primer ministro Villepin, semiescondido tras su patente falta de entusiasmo. No, el centro de todas las miradas era una vez más Cécilia.

Y no ya porque, entre Asuán y la Puerta de Versalles, sus idas y venidas con un conocido ejecutivo publicitario pusieran en crisis su matrimonio y dejaran en una situación incómoda -que a veces bordeó el ridículo- a su atribulado marido, sino porque, por inaudito que pareciera, en esta Francia falsamente pudibunda en la que las biografías son públicas pero las vidas reales, privadas hasta el hermetismo, Sarkozy casi comenzó su intervención aludiendo con muy pocos ambages a lo ocurrido. Todos dimos un respingo cuando, tras una declaración ya de por sí impactante y rotunda -«Yo he cambiado»-, el pequeño gran hombre añadió: «Yo he cambiado porque las pruebas de la vida me han cambiado. Quiero decirlo con pudor, pero quiero decirlo porque es la verdad y porque no se puede comprender el dolor del otro cuando no lo ha experimentado uno mismo...».

Todos nos dimos cuenta en ese momento de que aquel no iba a ser un discurso al uso. Las gargantas que segundos antes gritaban «¡Sarko! ¡Sarko!» enmudecieron y hasta las adolescentes embutidas en las camisetas que fundían la S de Supermán con el nombre de su líder adquirieron la súbita madurez de quien se da cuenta de que le ha tocado tener que escuchar algo especial. En medio de ese imponente silencio de 80.000 almas en vilo el candidato vocalizó despacio cada palabra: «No se puede compartir el sufrimiento del que vive un fracaso o un desgarramiento personal si no lo ha sufrido uno mismo. Yo he conocido el fracaso y he debido sobreponerme a él como millones de franceses... Hasta ahora yo había escondido esta dimensión humana porque pensaba que para ser fuerte era preciso no mostrar las debilidades. Hoy he comprendido que son las debilidades, las penas, los fracasos los que te vuelven más fuerte. Que son los compañeros del que quiere llegar lejos».

Con una audiencia hipnotizada por este lenguaje insólito en un mitin político, Sarkozy repitió hasta siete veces más el estribillo «yo he cambiado» para tirar por elevación y referirse al impacto que le han ido produciendo sus experiencias como ministro, desde el contacto con los descendientes de las víctimas del Holocausto hasta la comprobación de «la angustia del obrero que teme que cierre su fábrica».

Nunca había visto a alguien reinventarse a sí mismo de forma tan eficaz en menos tiempo. Al día siguiente lo reconocerían diarios tan poco adictos a su causa como Le Monde y Libération. Quien había entrado al recinto era un tipo duro y autoritario, irritantemente inteligente y dispuesto a pasar por encima de cualquiera para satisfacer su ambición. Quien había concluido el acto, cantando La Marsellesa en medio de un coro escolar, era un hombre abierto a los demás, curtido por la vida y dispuesto a actuar a la vez con sentido común y sentido del Estado al servicio de un proyecto ilusionante. Sólo el camaleónico dios Proteo fue capaz de tal metamorfosis.

Sarkozy se había apropiado entre tanto de todos los perfiles atractivos, de todos los momentos de gloria y coraje de la Historia de Francia, materializándola en figuras de muy diversa significación ideológica, pero hablando de la Nación como de una única persona que va cambiando de edad: «Ella tiene 14 años y su padre acaba de ser asesinado (la hija del ministro Georges Mandel, contrario al armisticio con los alemanes)... Ella tiene 19 años y el rostro luminoso de una hija de Lorena (Juana de Arco)... Ella tiene 44 años y la cara ensangrentada cuando muere bajo la tortura (Jean Moulin)... Ella tiene 50 años y la voz del general De Gaulle el 18 de junio de 1940... Ella tiene 58 años y el rostro de Zola cuando firma Yo acuso... Ella tiene 60 años y el rostro de un proscrito que se llama Victor Hugo... Ella tiene 77 años y la fuerza del Tigre (Clemenceau)...».

Y por esos variopintos caminos había llegado a un atractivo recinto en el que caben todos los ciudadanos: «Mi Francia es el país que ha hecho la síntesis entre el Antiguo Régimen y la Revolución, que ha inventado el laicismo para que vivan juntos quienes creen en el Cielo y quienes no creen... Es la de las catedrales y la de la Enciclopedia... Es la de los derechos del hombre y la de la libertad de conciencia... Mi Francia es la de los franceses que votan por los extremos no porque crean en sus ideas, sino porque han perdido la esperanza de hacerse escuchar. Yo quiero tenderles la mano. Mi Francia es la de los trabajadores que han creído en la izquierda de Jaurès y de Blum y que no se reconocen en la izquierda inmóvil que ha dejado de respetar el valor del trabajo. Yo quiero tenderles la mano».

No es de extrañar que en cuestión de horas este discurso lograra sembrar la confusión en el campo de Ségolène Royal. Los clichés se derrumbaron como cuando el mejor Aznar reivindicaba la figura de Azaña o recitaba de carrerilla las primeras canciones de Serrat en catalán. «¿Puede un hombre que cita a Jaurès, Hugo, Mandel y Zola ser absolutamente malvado?», se preguntaba en voz alta el nuevo director de Libé, Laurent Joffrin.

El problema para la izquierda es que este vampirismo de las referencias históricas abría paso además a un planteamiento ecléctico, destinado a reivindicar y ocupar el decisivo espacio de centro. «Yo no soy un conservador», advirtió Sarkozy replicando fielmente los argumentos liberales de mi capítulo favorito en el más famoso libro de Hayek: «Yo quiero la innovación, la creación, la lucha contra las injusticias». Pero, precisamente por eso, proclamó que los ejes de su programa serían la revalorización del trabajo, la protección de la propiedad con un «escudo fiscal» que impida que nadie pague impuestos que supongan más del 50% de sus ingresos y el principio -largamente aplaudido- de que «nadie reciba un salario mínimo social sin que preste la contrapartida de una actividad de interés general».

En política internacional, la misma reinvención no exenta de autocrítica. En su único elogio al padre-padrastro al que lleva camino de retirar forzosamente, el más pronorteamericano de los políticos franceses afirmó: «Quiero rendir un homenaje a Jacques Chirac, que defendió el honor de Francia al oponerse al error de la Guerra de Irak». Y a continuación desgranó los compromisos de defender a las enfermeras búlgaras condenadas a muerte en Libia, a las mujeres que corren el riesgo de ser lapidadas por adúlteras en Nigeria o a las obligadas a llevar el burka. Pero también repudió la opresión rusa sobre Chechenia o la pasividad ante lo que ocurre en Darfur: «Yo no creo en la realpolitik... Yo no quiero ser cómplice de ninguna dictadura en ningún lugar del mundo».

Al cabo de casi hora y media durante la que mantuvo a su multitudinaria audiencia en una especie de ininterrumpido éxtasis, Sarkozy concluyó con dos estocadas magistrales. La primera le sirvió para enlazar con las alusiones personales del comienzo, dando la sensación de que implicaba a todos los franceses en su propia intimidad: «Le pido a mi familia -es decir a Cécilia- que me ayude. Yo sé lo que ella ha tenido que sufrir. Yo quiero que ella comprenda que ahora no se trata de mí, sino que se trata de Francia».

Y cuando ya les tenía a todos con un nudo en la garganta fue cuando lanzó un órdago a los fundamentalistas de su propio partido que algunos deberían escuchar todas las mañanas en España: «Les pido a mis amigos que me han acompañado hasta aquí que me dejen libre, libre para ir hacia los otros, hacia quien no ha sido nunca mi amigo, hacia quien no ha pertenecido jamás a nuestro bando, ni a nuestra familia política, incluso hacia quien nos ha combatido. Porque cuando se trata de Francia ya no existe ningún bando».

En un jardín retórico tan fértil como el de este gran discurso que sin duda quedará para las antologías de la oratoria política -sobre todo si Sarkozy llega en mayo al Elíseo- cada asistente pudo elegir sus flores favoritas. Nuestro corresponsal Rubén Amón escogió con buen criterio para abrir su crónica la referencia a lo que debe ser la escuela francesa, dentro de una serie de antinomias entre lo que el candidato llamaba «República virtual» y la anhelada «República real». Todos los franceses -y españoles- pueden entender perfectamente cuanto hay detrás de estas dos estampas: «La República virtual es aquella que hace del alumno un igual del profesor. La República real en la que yo creo es aquella que quiere que haya una escuela con autoridad y respeto en la que el alumno se ponga de pie cuando el profesor entre en la clase».

A juzgar por el inmovilismo conceptual del uno -incapaz de rectificar su política antiterrorista ni siquiera tras el atentado de Barajas- y por la aspereza formal del otro -empeñado en asfixiar sus certeros argumentos bajo un alud de frases estrepitosas-, es obvio que ni Zapatero ni Rajoy recibieron el pasado lunes un buen informe de urgencia sobre lo que había ocurrido la víspera en la Puerta de Versalles. Aún están a tiempo de pedir a la embajada de España el uno y a su representante en el acto, Jorge Moragas, el otro, el dossier completo sobre la ocasión y su significado. Tendrán, eso sí, la obligación de leerlo de pie pues cuando se le puede hablar a una Nación, que también tiene sus vascos, sus corsos y sus bretones, en los términos en los que lo hizo Sarkozy, a este lado de los Pirineos no nos queda sino tratar de aprender la lección y preguntarnos ipso facto cómo, a base de transferir poder y más poder a las minorías nacionalistas que no tienen otro empeño sino la destrucción del proyecto constitucional común, hemos podido llegar a convertirnos en la democracia más estúpida de Europa.

Pedro J. Ramírez, Carta del Director
El Mundo, 21-01-2007

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