lunes, 12 de septiembre de 2011

Cuando las certezas no existen. Por Charo Zarzalejos

Hoy hace diez años, el país más poderoso del mundo descubrió, de manera trágica, que era vulnerable. Bastaba con que unos cuantos estuvieran dispuestos a morir para matar para que el caos, el dolor, la perplejidad se apoderada de Nueva York. Si esto ocurría en Estados Unidos ¿qué nos podría pasar a los demás?. Tembló EE.UU y con los estadounidenses temblamos todos los demás. Nuestra piel se quedó fría y nuestros ojos quietos, al visualizar nuestra extraordinaria vulnerabilidad ante la maldad ajena.

Esa maldad, ejercida en nombre de Alá, posteriormente, hizo estallar a doscientos compatriotas españoles. Nosotros, antes y después, tenemos esas otras víctimas que lo han sido en nombre de la patria vasca . Londres y otras grandes capitales tampoco han escapado n del humo y las bombas.

Han pasado diez años, hay guerras que aún continúan, las medidas de seguridad, impensables hace una década, forman parte de lo cotidiano , sabemos que el riesgo cero no existe pero no tenemos la certeza de que lo ocurrido a lo largo de estos años no vuelva a ocurrir. Después de una década, rememorar la matanza de las Torres Gemelas no es un ejercicio inútil. Las víctimas y sus familias se lo merecen y todos los demás necesitamos recordar que aún cuando nos resulte imposible de comprender, hay gentes por el mundo dispuestas a morir para seguir matando.


La certeza de que existen es nuestra gran incertidumbre. Si no recuerdo mal, hace diez años no se hablaba de las hipotecas-basura. No había crisis. Ahora sí. Una crisis económica y financiera que nos tiene como dice Rubinni "sentados en el abismo con los pies colgando". Tenemos la certeza de la crisis, la padecemos en carne propia pero esta certeza sólo propicia incertidumbre. En cuatro días hemos pasado de un punto de optimismo a oler el desastre absoluto. El Tribunal Constitucional alemán dio el visto bueno a la participación de Alemania en el rescate griego y fue un alivio.

Este se incrementó con el famoso discurso de Angela Merkel solidario y comprometido con Europa y todo ello con la expectativa del discurso de Obama que concretará en los próximos. Por unas horas, sólo unas horas, tuvimos la sensación de sentir un poco de aire fresco, pero fue pura ensoñación, "ilusionismo" que diría Rubalcaba porque en esta el segundo de a bordo del BCE decide que se va porque no está de acuerdo con la compra de deuda a España y a Italia que es lo que ha impedido que se comenzara a hablar abiertamente de rescate.

La dimisión de Junger Stark, que así se llama el economista jefe del BCE se ha convertido en un terremoto, los mercados_siempre los mercados_se sacuden casi a modo de epilepsia, las bolsas se hunden por enésima vez y la prima de riesgo vuelve a subir. Y vuelta a empezar con esta crisis que se ha convertido en una hidra de mil cabezas. Hoy hace diez años estallaron las Torres Gemelas.

Ha pasado una década , sólo una década y ya nada es como era. A juicio del lector dejo el juicio del presente.


Periodista Digital – Opinión

Patrimonio. Una de las peores medidas posibles. Por Jaime de Piniés

Si queremos salir del disparadero de los mercados financieros, lo que tenemos que hacer es crecer y mejorar nuestra competitividad.

Vemos que el candidato Rubalcaba quiere restituir el Impuesto sobre el Patrimonio. Acierta en pensar que algo se tendrá que hacer para calmar a los mercados financieros y frenar una nueva escalada en el diferencial de tipos de interés del bono español a 10 años (hoy en 340 pbs) antes de las elecciones generales del próximo 20 de noviembre. Como ya anticipamos, la reforma del artículo 135 de la CE no da para mucho.

Sin embargo, la medida preferida por Rubalcaba es casi la peor imaginable para la economía española por muchas razones. Primero, es un impuesto injusto que grava dos veces el mismo ahorro. Segundo, en un país con un déficit crónico de ahorro, lo peor que se puede hacer es crear impuestos sobre el escaso ahorro. Tercero, mucho antes que empezar por el lado de los ingresos, España tiene que imponer un mayor recorte del gasto público y una vez realizada esa tarea ineludible, enfrentarse a la evasión fiscal.


En un reciente estudio de UPyD, queda claro que el ahorro posible de evitar duplicidades y gasto público superfluo en las CCAA y en las principales ciudades españolas, además del ahorro potencial de agrupar la estructura atomizada municipal (8.112 municipios son demasiados para los pocos que somos), podría alcanzar unos 40.000 millones de euros anuales; es decir más del 4% del PIB. Por otro lado, la dimensión de la economía sumergida, alienta a pensar que la lucha contra el fraude fiscal podría doblar esa cifra de ahorro de hacerse de forma seria.

Luego, ¿por qué centrar la atención en el Impuesto sobre el Patrimonio que en modo alguno podría alcanzar cifras comparables? Es comprensible que en un ejercicio de solidaridad por parte de las "grandes fortunas" del país, teniendo en cuenta la magnitud de la crisis, y con la anuencia implícita de las mismas, se podría entender alguna medida de estas características. Pero la insistencia en este impuesto como la medida "estrella" para resolver el déficit público es simple y llanamente un error. Y como las autonomías son quienes lo aplican, tampoco lograría sus escasos y erróneos objetivos.

Si queremos salir del disparadero de los mercados financieros, lo que tenemos que hacer es crecer y mejorar nuestra competitividad, y eso, sobre todo, supone una reforma de calado del mercado de trabajo, tal como viene reclamando el BCE. Ojalá se la haga caso pues el país no está para tanta demagogia inútil.


Libertad Digital – Opinión

Bono no ve futuro. Por Victoria Lafora

El presidente del Congreso José Bono, no debe ver muy claro el futuro electoral de su partido y del candidato Rubalcaba, por lo que pone tierra por medio y ha comunicado que no quiere participar en las elecciones de noviembre. El riesgo es doble; de perder el PSOE, los cuatro años en la oposición se antojan demasiado arduos y, de ganar, no le compensa volver a ser ministro. Así que a casa, que se puede vivir fuera de la política como el mismo ha recordado a Fraga, otro que se va, pero por razones de edad.

José Bono, que se ha despedido de Fraga con una sentida carta de agradecimiento por sus servicios a España, en la que recuerda su lucha contra los extremismos, comparte con el presidente honorario del PP no solo su fe católica sino un cierto sentido patrimonial de la política.

En el caso de Manuel Fraga, hombre al que hay que reconocer su esfuerzo por aglutinar dentro de las siglas de Alianza Popular a toda la derecha española, incluyendo a la más irredenta, todavía muchos ciudadanos recordarán su famosa frase de "la calle es mía" como argumento para reprimir a palo limpio las manifestaciones siendo ministro de la Gobernación en aquel gabinete tras la muerte de Franco.


No tiene paragón, pero Bono ha pretendido estos día ponerse la medalla por la declaración de bienes de diputados y senadores que tiene colapsada la página web del Congreso. En tiempos de crisis hay una curiosidad morbosa por saber cuánto dinero e inmuebles han acumulado sus señorías a los que la imaginación popular atribuye riquezas sin cuento. Con respecto a las filas socialistas puede haber una cierta decepción; no hay mucho dinero. Hay más en las bancadas populares ya que muchos de ellos son de familias pudientes.

En cualquier caso sería injusto comparar el patrimonio de un hombre como Manuel Fraga, de casi noventa años y que lleva toda su vida trabajando, con, por poner un ejemplo, el de Carlos Aragonés, diputado por Madrid y casado con la Consejera de Educación, Lucia Figar.

Hay, sin embargo, un dato curioso; la enorme deuda que, en su conjunto, acumulan los diputados del Congreso en préstamos que no se reflejan en viviendas a su nombre. O sea, deben dinero pero no tienen nada. ¿Cómo se explica?

En cualquier caso Bono no da un buen ejemplo a la militancia socialista, necesitada en este momento de todos los hombres y mujeres que han mandado en cargos públicos. En tiempos de dificultades, cuando a alguien la he ido tan bien en un partido político, no es el momento de abandonar el barco aunque las travesías del desierto sean muy duras.


Periodista Digital – Opinión

¿Los ricos? Por Iñaki Ezkerra

Rubalcaba dice tener cientos de ideas nuevas y maravillosas para salir de la crisis, pero no sólo es extraño que no se le hayan ocurrido antes sino que se materialicen en la misma, machacona y demagógica idea de siempre de que «paguen los ricos».

Y es que los ricos –los verdaderos ricos– no van a pagar nunca la crisis, ni con gobiernos populares ni con gobiernos socialistas, pues para eso sirve la riqueza, para tener al alcance todas las posibilidades de irse con el dinero a otra parte en caso de que Rubalcaba, o cualquier otro, quiera meter mano a las sicavs, esas famosas cajas fuertes que, además, son «portátiles» y aptas para el rápido cambio de patria.

Lo que Rubalcaba va a hacer recuperando el Impuesto sobre el Patrimonio, derogado por el propio Zapatero en 2008, es penalizar el ahorro de las clases medias y castigar a quien compró una propiedad con el trabajo de toda su vida. Porque quien posee esa propiedad ya pagó impuestos cuando trabajaba y sólo por trabajar; ya pagó cuando ganaba su sueldo y sólo por ganarlo; ya pagó cuando compró ese patrimonio y sólo por comprarlo.

Hay otros caminos de recaudación aparte de la demagogia. Uno de ellos sería el reciclaje de funcionarios para perseguir el fraude fiscal en un país en el que la economía sumergida viene a ser el 25 por ciento del Producto Interior Bruto.

Los contribuyentes del Impuesto sobre el Patrimonio que había en España en 2007 rondaban la cifra del millón. En España no hay un millón de ricos. A no ser que se llame de ese modo al propio Rubalcaba, cuyo patrimonio declarado llega al millón de euros. A no ser que, cuando Rubalcaba arremete contra los ricos, esté rogando a los electores que no le voten a él.


La Razón – Opinión

Patrimonio. ¿Y qué más da un 1%? Por Juan Ramón Rallo 1

El impuesto sobre el patrimonio erosiona el capital productivo de una economía. No consiste en redistribuir los peces, sino en trocear esa caña de pescar con la vana esperanza de enriquecernos.

Menudo revuelo están armando los neoliberales a cuenta de un exiguo impuesto del 1% sobre el patrimonio de los más ricos. Que paguen, que paguen, que hay que arrimar el hombro para no se sabe muy bien qué. Además, total, ¿qué es un 1%? ¿Acaso nos hemos vuelto locos? ¿Tanto revuelo por un mero 1% que ni siquiera recaudará 1.000 millones de euros, menos del 1,5% de todo nuestro déficit anual?

Pues sí, tanto revuelo por eso. Pagar un 1% sobre el valor de una propiedad no es lo mismo que pagar un 1% de la renta que genera esa propiedad. Es muy sencillo: como media, los activos de una economía tienden a ofrecer una rentabilidad del 5%. Si un activo tiene un valor de mercado de 1.000 euros y obtiene un 5% de rendimiento anual, generará 50 euros. Si pagara un impuesto del 1% sobre la renta de 50 euros, debería abonar 0,5 euros, pero si paga uno del 1% sobre el patrimonio de 1.000 euros deberá desembolsar 10 euros, lo que equivale al 20% de la renta que ha obtenido ese año.

Pero los efectos son todavía peores en el largo plazo. Dado que el impuesto sobre el patrimonio se cobra todos los años, el expolio se acumula a un ritmo vertiginoso. Para que nos hagamos una idea: un ahorrador con 1.000 euros que obtenga una rentabilidad del 5% anual y que se limite a reinvertir ese dinero al 5% durante 50 años, tendrá un patrimonio final de 11.500 euros (habrá multiplicado sus ahorros iniciales por 11,5); si, en cambio, ha tenido que pagar un impuesto sobre su patrimonio del 1% anual, sus ahorros serán tan sólo de 7.100 euros. Es decir, al cabo de cinco décadas, un impuesto del patrimonio del 1% anual expropia el 40% de nuestro capital.


O, por si lo queremos expresar en términos de renta, en caso de que Hacienda nos eximiera de pagar durante 50 años el impuesto de patrimonio a cambio de que al final de ese período le desembolsáramos todo el dinero que deberíamos haber abonado año tras año, tendríamos que pagar en ese momento un impuesto equivalente al 800% de la renta que generáramos ese año. ¿Que 50 años son muchos? ¿Que no me vaya tan lejos? No se preocupe: a cinco años, equivaldría al 100% de la renta, a 10 a casi el 200% y a 25 al 450%.

¿Le parecen tipos razonables? A mí no. Más que nada porque el impuesto sobre el patrimonio erosiona el capital productivo de una economía. No consiste en redistribuir los peces que hemos logrado atrapar con una caña de pescar, sino en trocear esa caña de pescar con la vana esperanza de enriquecernos comiéndonos la gallina de los huevos de oro. Como si en este país, ahíto de ahorro para recapitalizar a nuestras empresas (incluida la banca) y para reconvertir nuestro aparato productivo, el capital no estuviera ya suficientemente castigado como para penalizarlo todavía más.

Por ejemplo, imaginemos una empresa con valor de mercado de 100 millones de euros, que sea propiedad de un individuo y que obtenga unos beneficios de 5 millones de euros. Sobre esos beneficios abonará 1,5 millones en concepto de impuesto de sociedades (30%) y, posteriormente, al repartir los 3,5 millones restantes en dividendos, su accionista único pagará un 21%, de modo que recibirá unos 2,75 millones. Pero, para más inri, ese accionista tendrá que abonar un 1% sobre los 100 millones que vale la empresa en concepto de impuesto sobre el patrimonio; es decir, al final, de los 5 millones que ha ganado su empresa, él sólo recibirá 1,75: un gravamen del 65%.

¿Es ésta la mejor manera de favorecer la recuperación, de potenciar la acumulación de capital nacional y extranjero, el crecimiento, la creación de empleo y el incremento de los salarios? No creo. Y todo este disparate por apenas 1.000 millones de euros: la mitad de lo que en 2011 les dimos a los dictadores del Tercer Mundo o justo lo que nos gastamos en promover la rehabilitación de viviendas. Políticas que, como es universalmente sabido, contribuyen enormemente a salir de la crisis.

El pauperizador tributo sólo tiene un aspecto positivo: si la primera medida que toma el PP no es su inmediata derogación, podremos estar seguros de que tampoco los populares sabrán o querrán sacarnos de la crisis. Resignados, no será necesario que esperemos varios meses para enteramos de que la famosa "agenda oculta" está, en realidad, completamente en blanco.


Libertad Digital – Opinión

Siete días trepidantes. Otro 11-S para echarse a temblar. Por Fernando Jáuregui

He escuchado hablar estos días a muchos profetas de la catástrofe. Desde la directora gerente del FMI, señora Lagarde, que nos advirtió, a mi juicio imprudentemente, de una posible recesión mundial, hasta al propio Barack Obama aventando, en mi opinión precipitadamente, la hipótesis de un nuevo ataque del islamismo terrorista para conmemorar el triste aniversario de aquel 11 de septiembre en el que cayeron las torres gemelas de Nueva York. La peor catástrofe es el catastrofismo, pero casi nadie se ha librado, nuevos nostradamus, de vaticinar el fin. El fin de un modo de vivir y de estar, naturalmente. La caída del nuevo Imperio romano.

Lo cierto es que esta semana que concluye no han faltado nuevos motivos para la alarma. Que la dimisión de un "halcón" de la economía, el economista jefe del Banco Central Europeo, Jürgen Stark, haya provocado un viernes muy, muy negro en las bolsas europeas, basta para comprobar la fragilidad de un sistema que se tambalea con cada nueva declaración pública de Trichet, de Durao Barroso o de la mentada Christine Lagarde, por poner algunos ejemplos. O con cada nuevo error de cálculo del FMI o del BCE, que también de esto ha habido.


Que una llamada de atención sobre un hipotético nuevo crimen masivo a cargo de Al Qaeda haya provocado una conmoción mundial demuestra que seguimos sumidos en la misma inseguridad que hace una década. Y la combinación de ambos factores, la crisis económica que rasca los bolsillos del ciudadano, y la sensación de estar bajo la espada de Damocles del terror, provoca una suerte de angustia mundial que poco conviene, entre otras cosas, a la estabilidad de los mercados.

Y lo peor es que hay muchas voces dispuestas al diagnóstico, pero ninguna alumbrando soluciones. Ni a escala planetaria, ni europea ni, desde luego, nacional. Mal podemos pedir a nuestra clase política que se ponga de acuerdo en las recetas que es necesario aplicar a la sangría económica española cuando el G-7, reunido en Marsella, fue incapaz de encontrar una respuesta común a la crisis, y la señora Lagarde intenta desesperadamente una solución consensuada -de nuevo, reuniones en la semana que comienza_para tapar el boquete del barco griego, por donde entra agua a toda Europa. Y, si ni siquiera ese boquete pueden tapar, ¿qué será de los otros agujeros más grandes?

Vistas así, a escala global, las cosas, qué quiere usted que le diga: hay una incapacidad política y técnica general para resolver una situación cuyos orígenes y desarrollo ni siquiera están bien, inequívocamente, explicados. Los ciudadanos del mundo, los europeos, los españoles, no podemos sentirnos bien representados en nuestros intereses por estos gestores, cuya única llamada es al miedo, a la austeridad -eso, en el caso europeo; lo contrario, en el norteamericano--, a la resignación. Ya no hay recetas de derechas o de izquierdas para sortear algo que, más que una amenaza, empieza a ser una realidad; simplemente, parece que no hay recetas. Nunca he sido partidario de pregonar ni pesimismo ni catastrofismo alguno, pero ¿cómo, dígame usted, no estar aterrorizados, como meros hombres y mujeres de la calle, en este nuevo 11-s, en el que, aunque no pase nada, ya ha pasado, está pasando, casi de todo?


Periodista Digital – Opinión

Entre el dolor y el cine. Por José Luis Alvite

Diez años después de la destrucción de las Torres Gemelas, la ciudad de Nueva York ha recuperado su pulso y en la Zona Cero progresa el complejo inmobiliario y botánico que borrará para siempre el amargo erial que dejó en aquel lugar el brutal atentado. A que el tiempo lo cure todo ayuda mucho que el urbanismo sea capaz de convertir el más terrible dolor en un recordatorio cada vez más lejano que sin remedio será pronto simples efemérides. Se equivocan quienes entonces intuyeron en el desplome del World Trade Center la metáfora del inexorable declive de la ciudad neoyorquina. Si los hombres somos capaces de sobreponernos tras la pérdida de un ser querido procurándose sensaciones nuevas, las ciudades lo hacen con el recurso de poner a la venta postales distintas. A diferencia de lo que ocurre con las sociedades vencidas, los pueblos entusiastas saben que a pesar de lo dolorosas que puedan resultar, la destrucción y la muerte tienen un lugar asignado en las emociones colectivas pero no es inevitable que detengan a los hombres. A Nueva York los terroristas quisieron apagarle sus luces, pero no lo consiguieron porque en el espíritu de aquel pueblo resistió incólume la idea de los tenaces empresarios de Broadway, que saben que por muy mal que haya ido la función, no habrá un solo teatro que cierre sus puertas mientras alguien sea capaz de reponer las lámparas de su marquesina. Al final, y sin que pasen demasiados años, los americanos le habrán demostrado una vez más al mundo que el dolor no excluye la eficacia, que incluso la muerte está de paso y que no hay en la Historia un solo momento de trágico dolor que con el transcurso del tiempo ellos no sean capaces de convertir en cine. Y no sería justo recriminarles esa actitud frente al caos, ni considerar que su comportamiento se trata sólo de negocio, de indiferencia o de cinismo. Son un pueblo demasiado joven como para aceptar que hayan de vivir de la vistosidad de sus ruinas. No se les puede culpar por su facilidad para sobreponerse al dolor, ni decir alegremente que son insensibles a él. Se puede estar triste sin necesidad de perder eficacia. Hace diez años muchos neoyorquinos se preguntaron qué sería de su ciudad a partir de entonces, al mismo tiempo que confiaban en su espíritu de lucha. De lo que se trataba era de no ser tan lentos como por lo general lo es la Historia, así que les habrá angustiado la idea de que si no evitaron la catástrofe fue por la imposibilidad material de haber sacado ayer a la calle el periódico de mañana.

La Razón – Opinión

Cataluña. De la Diada y la depresión del ciudadano. Por Agapito Maestre

Mal la política, sí, pero el mundo del arte y la cultura, de la literatura y el cine, por mucho que hagamos de la necesidad, virtud, no da tampoco para mucho.

El bochornoso espectáculo de la actual ministra de Defensa, una pobre señora sin ningún bagaje intelectual y político, haciendo un canto a quienes desobedecen una sentencia judicial firme del TSJC, es decir, protegiendo la conducta secesionista del mesogobierno regional de Cataluña, es cifra suficiente para levantare deprimido el día que se celebra la fiesta regional de Cataluña. Pero si además se observan todas las mamarrachadas en torno a esa mascarada de "fiesta nacional", entonces habrá que decir que esto no tiene salvación. Nadie aplicará el artículo 155 de la Constitución para suspender la Autonomía de Cataluña por alta traición de su mesogobierno.

Y, como este asunto, este cronista podría citar otro centenar para mostrar que vivimos un país en fase terminal. Ni dentro ni fuera España dice nada a nadie. ¿Cómo no va tener repercusión esa situación, aunque a uno le marche bien la vida privada, en la conducta de cualquier ciudadano de España? La depresión empieza a ser el estado normal de los mejores españoles. Gravísima es la situación actual. Trágica. "Tira", sí, como en nuestras peores épocas: ahí va "la España que se desgarra a lo largo de la historia". Que ningún imbécil me tache de llorón o del 98, porque me acordaré de todos sus antepasados. Aún me quedan fuerzas para cagarme en la puta madre de la entera casta política y sus "arrastraos" mediáticos. Estoy hablando, amigos, de depresión; sí, escribo sobre un mal-estado, un malestar, a veces casi una enfermedad, del alma provocada por las peores élites políticas e intelectuales de esta época.


Y lo más grave es que no resulta fácil hallar consuelo en la cultura de estos últimos treinta años. Nada, nada, nada hay, aquí y ahora, para salir de la depresión política. Será menester recurrir al pasado. A Goya y Jovellanos, a Menéndez Pelayo y Galdós, a Picasso y Dalí, a Buero Vallejo y Gala, y yo que sé a cuantos otros, pero, no lo duden, todos pertenecen al pasado, incluso algunos que están vivos son ya del pasado; por ejemplo, Antonio López, y su exposición en el Thyseen, pueda servirnos para salír de la depre. Quizá, es un buen remedio, pero, naturalmente, reconociendo que este pintor es un hombre del pasado; más aún, desde que Víctor Erice dirigió y estrenó la gran película El Sol del membrillo, hace "mil" años, ya quedó como un hombre grande, grandioso, pero de otra época que no corresponde con la actual, con el aquí y ahora, que tanta desazón provoca en los españoles decentes.

Mal la política, sí, pero el mundo del arte y la cultura, de la literatura y el cine, por mucho que hagamos de la necesidad, virtud, no da tampoco para mucho. En el franquismo, por lo menos, creíamos que todo iba a mejor. Quienes no soportábamos la dictadura, que por cierto no eran muchos y apenas tienen algo que ver con los socialistas de hoy y los demócratas del PP, nos levantábamos cada día con ánimo renovado. Creíamos que "todo iría a mejor". Teníamos espejos donde mirarnos. Había gente vivita y coleando que nos renovaban los ánimos políticos y culturales. Teníamos teatro y cine, novelas y poetas, curas inteligentes y sindicalistas honrados, incluso el Atleti era más Atleti... Había, sí, un mundo cultural vivo para salir de la depre de un día cualquiera de domingo. Teníamos la esperanza de que vendría algo mejor. Hoy nada de eso existe.

Me voy a ver una película de Garci para soportar la próxima semana. Y las que vienen.


Libertad Digital – Opinión

Salarios con tendencia a bajar. Por José Luis Gómez

Los grandes partidos están ya en precampaña y lanzan cada día infinidad de mensajes pero, sin embargo, son poco claros sobre lo que realmente se proponen hacer en materias delicadas como, por ejemplo, los salarios y el gasto público en los dos pilares del Estado de bienestar: la sanidad y la educación. Es lógico que la atención esté cada día más centrada en el PP, ya que se presume que va a gobernar España entre 2012 y 2016, años en los que este país deberá intentar crecer lo máximo posible para diluir el tremendo desempleo que tiene hoy. Rellenar el espacio vacío de la construcción se convierte así en prioritario, pero tampoco en este frente hay demasiadas ideas a la vista. A lo sumo, se habla de reorientar la financiación, como hace Rodrigo Rato, para que el crédito que antes iba al ladrillo vaya en el futuro -cuando haya dinero, que ésa es otra- a la industria y los servicios. En ese sentido, se trata de priorizar los sectores innovadores capaces de crear empleo, pero ¿cuáles?

Tenemos, por tanto, pocas esperanzas para los cinco millones de parados, ya que ni hay crédito para los inversores ni nadie sabe muy bien qué sectores hay que incentivar para reducir el paro, y también tenemos a la vista problemas para quienes siguen trabajando. Al menos para aquellos que estén en sectores de baja productividad, que por desgracia son muchos. Los salarios tienden ahora a vincularse cada vez más a la productividad, desligándose de la inflación, lo cual supone una transformación laboral de gran alcance para millones de españoles.

Como propuso hace meses el economista Guillermo de la Dehesa, lo más probable es que, al hilo de la reforma de la negociación colectiva, se reduzca la indexación con el IPC y aumente el peso de la productividad en la determinación de los salarios, pero en el Partido Popular ya hay quien pretende llegar más lejos en materia de ajuste salarial. De hecho, más allá de los disparates de González Pons, el PP debate propuestas más duras de las que llevará en su programa electoral y no hay que descartar revisiones de salarios, como propone Rodrigo Rato, ni una reforma laboral que en el fondo sirva para devaluar lo que ahora no se puede devaluar con la moneda europea. Claro que si gobernase el PSOE tampoco habría que descartar la creciente vinculación entre salarios y productividad, con lo cual parece tratarse más bien de cómo repartir la miseria, a falta de una riqueza que solo será posible cuando Europa -léase Alemania- se decida a fomentar el crecimiento en la UE.


Periodista Digital – Opinión

La extrema derecha española. Por José María Marco

En los años 80, François Mitterrand, que presumía de príncipe maquiavélico y no debió de ir mas allá de los escritos del cardenal Mazarino, encontró un expediente para mantenerse en el poder. El expediente consistió en alentar el surgimiento de una extrema derecha francesa, que Mitterrand conocía bien por haber simpatizado con el régimen de Vichy. La corrupción y la dimensión absolutista propias de la Quinta República hicieron el resto. Así fue como se enquistó en la vida política francesa una tercera fuerza, el Frente Nacional. Aquello perpetuó a Mitterrand en el Elíseo, que era de lo que se trataba.

En España hemos asistido a una maniobra parecida, realizada por un personaje –José Luis Rodríguez Zapatero– que presume de maquiavélico aunque no parece tan fino, por así decirlo, como el francés. En el socialismo español prevaleció desde su fundación una línea sindicalista, de clase, desconfiada ante el liberalismo (explotador), la democracia (formal, no representativa) y la nación (pura ideología). El triunfo de esta línea hizo de nuestro socialismo algo muy distinto del resto de los partidos socialistas europeos, partidos socialdemócratas en el auténtico sentido de la palabra: nacionales, demócratas y más cerca del liberalismo que del socialismo real. Con Felipe González se llegó a un equilibrio entre las tendencias radicales y la línea socialdemócrata, reciente y representada por él mismo.


Rodríguez Zapatero destrozó este equilibrio tenso y frágil. Con él volvió, en versión postmoderna, la antigua querencia radical. Resultado: el legado principal de Rodríguez Zapatero consiste en la aparición de la extrema izquierda española. Es todo un «tour de force», porque esta extrema izquierda no existía hasta ahora. Además, no se trata de un elemento relativamente periférico, como el FN francés. Se trata de una corriente enquistada en el núcleo mismo de la vida política, de las instituciones, del Estado. Los indignados y los okupas del 15-M son los niños mimados de los ministerios del Interior, de Educación y de Cultura, están relacionados con los ministros insumisos y los sindicatos subvencionados y participan, y encabezan, las movilizaciones sociales. Son la hijuela del PSOE, su creación íntima, soñada, ideal.

Mitterrand creó una extrema derecha francesa para evitar que gobernara la derecha. Rodríguez Zapatero ha creado la extrema izquierda española… ¿para qué? Por ahora, para ponerle las cosas difíciles a su sucesor, que no por casualidad pertenece a una generación anterior a él y –lógicamente– debería intentar reconducir esta deriva. Es complicado, porque la extrema izquierda representa ahora la seña de identidad del socialismo español, y porque él mismo depende electoralmente de esa franja lunática que se identifica con el nacionalismo radical, agrede a los jóvenes de la JMJ o saca a relucir banderas republicanas en las manifestaciones sindicales. Así se explica el cariz marginal de la campaña de Rubalcaba, sus eslóganes contra «los ricos», su perpetuo balbuceo entre la demagogia infantilista y la invocación del deber. Todo indica que Rodríguez Zapatero ha hecho imposible que el PSOE vuelva al poder durante mucho tiempo. Aun así, los socialistas siempre tienen reservada alguna sorpresa.


La Razón – Opinión

Rubalcaba. Freddy pinchaglobos. Por Emilio Campmany

Rubalcaba debiera saber que en boca cerrada no entran moscas y que cuánto más hable, más patentes serán sus carencias.

Conforme El País va desgranando publirreportajes de su candidato, se va haciendo más evidente la ineptitud del aspirante para el cargo al que se postula. Debiera saber que en boca cerrada no entran moscas y que cuánto más hable, más patentes serán sus carencias. La entrevista sábana de seis páginas es un repertorio de buenas razones para no votar a éste que un día nos hizo creer que tenía un coco medianamente armado.

Es verdad que esta vez, que el encargado del incensario ha sido el director del periódico, al menos no se les ha escapado que el exministro viola les leyes sanitarias fumando puros en su despacho. Pero el producto finalmente alumbrado es todavía suficientemente sabroso. Para empezar, el químico se nos presenta como un chamán de la economía que se propone sacar miles de millones de euros de aquí y de allá. Los suma tocándose los dedos de una y otra mano con los pulgares haciendo la cuenta de la vieja, todo en un tono muy a la pata la llana. Que digo yo que hubiera bastado con que hubiera impedido que su presidente y sus compañeros ministros los tiraran por la ventana a manos llenas.


Luego, se pone a hablar de los del 15-M y, como si acabara de llegar de Marte, dice que está de acuerdo con ellos en la demanda de cambios. Lo dice él, que tiene el culo pelado de calentar sillones oficiales y aspira a seguir haciéndolo hasta que el cuerpo aguante. Es como si Botín dijera que está de acuerdo con la demanda de cambios en el mundo financiero.

Más adelante se hace un lío con las eléctricas y el déficit tarifario y exige que "las cuentas estén claras, que no lo están", como si el PSOE no tuviera responsabilidad en eso. Y pospone a un futuro acuerdo el saber cuánto cuesta de verdad la energía como si hubiera que ponerse de acuerdo para saber una cosa cuando lo que hay que hacer es estudiarla y aprenderla.

Ahora, lo mejor es lo de la burbuja inmobiliaria y lo mucho que se arrepiente de no haberla pinchado. Esta matraca es común a otros socialistas, empezando por Zapatero. Debieran, afirman, haber pinchado la burbuja inmobiliaria (que creó Aznar) para evitar que luego la crisis fuera tan grave como finalmente ha sido (por culpa obviamente de Aznar). Ahora le ha tocado el turno a Freddy, que se debe sentir como aquel corneta con tanta pupila, el más granuja del batallón, que le pinchó el globo a la Cirila, que se recordará que era una hembra que estaba cañón. Para poder hacerlo se ha puesto, como decía el cuplé, el traje de su teniente y, a la vista está, que le queda grande. Tan grande que se concluye que el muerto era mayor. Considerando que el muerto era alguien de tan poco fuste como Zapatero, la apreciación es peor que una injuria, es una risión.


Libertad Digital – Opinión

Listas electorales. Por Magdalena del Amo

Dentro de unos días empezará la carrera de las listas electorales, esa especie de lotería perversa, que al que juega y le toca le resuelve la vida; y no por los sueldos o las dietas que no son excesivos, sino por la casta de la que se empieza a formar parte, con un despliegue de ventajas aparejadas que se sustancian en complementos, jubilaciones y otras prebendas, algunas de naturaleza menos tangible, pero muy gratificante para espíritus poco evolucionados con necesidad de satisfacer sus egos arrugados. Hoy, entrar en política es casi comparable a tener un marquesado. Que se lo pregunten, si no, a algunos, con una simple y raspada licenciatura en Derecho, o ni eso, que salen de su pueblo directamente a la curul de San Jerónimo o de cualquiera de los 17 parlamentos españoles, además del Senado. No es de extrañar que, dada la naturaleza del psiquismo humano, enseguida se consideren por encima del común de los mortales. He conocido a unos cuantos a lo largo de mi trayectoria periodística y me divierte observar cómo se convierten en otra persona. Se hacen arrogantes y, en general, se sumergen en un universo paralelo adoptando la pose de vedette. Viendo este cambio, y en confianza a modo jocoso, a más de uno le he remarcado la célebre advertencia: memento mori!, o según Tertuliano, ésta más precisa aún: respice post te; hominem te esse memento!, que un siervo les iba recitando a los generales romanos cuando desfilaban victoriosos, recordándoles que eran mortales y no dioses.

Las semanas previas a la formación de las candidaturas, los aspirantes intensifican sus coqueteos y exhiben sus vistosos plumeros alrededor de los mandamases de los partidos, con vistas a ser elegidos. Vaya, como un concurso de mises pero sin desfile en bañador. ¿Y qué cualidades son necesarias para ser tocado por la mano de Dios? En la práctica, desgraciadamente por lo que ello implica, el nivel de exigencia no es muy elevado. En política, la excelencia no es un valor en alza. Cotizan más otras aptitudes más relacionadas con el cabildeo entre pasillos.

Todos coincidimos en que en política deben estar los mejores y los más capaces. Pero también estamos de acuerdo en que la clase política actual es la más mediocre y la peor preparada de nuestra historia democrática, consecuencia del deterioro social y moral que padecemos. Nada tienen en común los que hoy se sientan en los escaños del Parlamento con aquellos políticos de la transición, todos ellos de sólida formación, patrimonio heredado o ganado fuera de la política, con muchos oportunistas que la utilizan para medrar en el peor de los sentidos.

La publicación del patrimonio de los políticos –no entiendo que se haga ahora—seguro que animará a que afloren nuevas vocaciones, porque no están nada mal los patrimonios de algunos de los líderes de la Patria.


Periodista Digital – Opinión

Réquiem por la clase media. Por Carlos Sánchez

A Jean-Baptiste Colbert, que era un tipo singular, se le atribuye una frase ingeniosa que merece la pena rescatar. El ministro de Luis XIV sostenía que el arte de recaudar impuestos consiste en desplumar al ganso, pero de tal forma que se consiga la mayor cantidad de plumas con el menor ruido posible. Y es cierto que el gran Colbert, padre de la administración moderna y modelo del fomento de la actividad a través de la intervención pública, ha creado escuela. Como decía Benjamín Franklin, sólo hay dos cosas ciertas en la vida: la muerte y los impuestos.

Colbert, sin embargo, se equivocó sobre lo taciturnos que son los gobiernos a la hora de desplumar al ganso; y si el francés pudiera regresar al mundo de los vivos, vería con horror el espectáculo grotesco al que asiste este país sobre la subida de la presión fiscal a los ricos. Suficientemente alargado en el tiempo por el Gobierno -se trata de llevar el asunto hasta el minuto antes de las elecciones- para que una parte de su electorado potencial entienda que APR es inmisericorde con los ricos y un benefactor de la clase obrera.


El debate es grotesco no porque no haya que elevar los impuestos a las rentas más altas, al fin y al cabo la Constitución sentencia que todos los españoles contribuirán al sostenimiento del gasto público ‘de acuerdo con su capacidad económica’, lo que no deja lugar a dudas sobre la progresividad que debe inspirar el sistema impositivo, sino por la estulticia que supone considerar que los problemas del sistema fiscal español (el tercer país que menos recauda de la Unión Europea) tienen que ver únicamente con que Botín o Amancio Ortega paguen más impuestos. Con la que está cayendo en los mercados.
«Ni confiscando todos los bienes a los principales accionistas del Ibex, este país recuperaría capacidad recaudatoria. Los datos oficiales muestran la existencia de 11.807 contribuyentes con una base imponible en el IRPF superior a los 480.000 euros, mientras que otros 47.614 contribuyentes reconocieron en su día un patrimonio neto superior a los 1,5 millones.»
Si eso fuera así, sólo habría que poner un recargo a partir de un determinado nivel de renta o patrimonio para salir del pozo. Pero, desgraciadamente, ocurre que los problemas son de mucha mayor enjundia. Ni confiscando todos los bienes a los principales accionistas del Ibex, este país recuperaría capacidad recaudatoria.

Sólo hay que tener en cuenta que los datos oficiales muestran la existencia de 11.807 contribuyentes -han leído bien- con una base imponible en el IRPF superior a los 480.000 euros, mientras que otros 47.614 contribuyentes reconocieron en su día un patrimonio neto (sin deudas) superior a los 1,5 millones de euros. No parecen muchos ricos para cerrar un ‘agujero’ presupuestario que este año superará (pese a los ajustes) los 65.600 millones de euros.

Un sistema fiscal injusto

El problema de fondo no es más que un sistema fiscal radicalmente injusto que hace descansar los ingresos públicos en 15,3 millones de asalariados; y, en particular, en las rentas medias. Hay que recordar que, a la luz del IRPF, el 14,9% de los contribuyentes declara bases imponibles -lo que realmente grava Hacienda- situadas entre 30.000 y 60.000 euros, como se ve nada del otro mundo. Sin embargo, estos mismos contribuyentes aportan nada menos que el 27,7% de la recaudación, lo que da idea de la alta progresividad del impuesto. Pero es que el 4% que declara unas rentas superiores a los 60.000 euros (tampoco para tirar cohetes) aporta el 21,6% de los ingresos.

¿Qué quiere decir esto? Pues que apenas el 19% de los contribuyentes paga la mitad del impuesto, lo que refleja su elevada progresividad. Algo sin duda coherente con el hecho de que el 78,8% de la base imponible del IRPF proceda de las rentas del trabajo, mientras que tan sólo el 6,9% venga de las actividades económicas o el 6,3% del capital mobiliario. En propiedad habría que hablar de Impuesto sobre la Renta de las Personas Asalariadas (IRPA).

La causa no es otra que un impuesto mal diseñado que obvia una realidad incuestionable. Mientras que el trabajo representa al menos el 80% de los ingresos para rentas inferiores a 54.000 euros, para las rentas más elevadas este porcentaje baja hasta el 28%. Por el contrario, nada menos que el 40% de los ingresos de las rentas más altas tiene que ver con ganancias patrimoniales, las célebres plusvalías, que como se sabe tributan a la mitad que el tipo marginal máximo del IRPF, y que es el que pagan muchos contribuyentes con rentas medias. Sin duda un ejercicio de equidad fiscal sobre el que el candidato Rubalcaba no dice ni mu.
«La proletarización de las clases medias se viene produciendo en los países desarrollados a medida que se han ido ensanchado los estratos de población con bajos salarios. Y hoy en España nada menos que las dos terceras partes de los contribuyentes en el IRPF declara unos ingresos inferiores a 21.000 euros brutos.»
No quiere decir esto, ni mucho menos, que haya que atenuar la progresividad del impuesto de forma general. Al fin y al cabo, uno de los timbres de gloria de los países más avanzados del mundo tiene que ver con la capacidad del sector público para promover la cohesión social con tributos que graven las rentas en función de la capacidad económica de cada individuo. Pero dicho esto, parece excesivo hacer caer en un número cada vez más reducido de contribuyentes la presión fiscal directa. Precisamente, los incluidos en esos tramos que bien podrían agrupar a la llamada clase media, esa amalgama que distingue a los países prósperos de los que no lo son.

No es, desde luego un juicio de valor. La última Memoria Tributaria refleja que el 65,5% de los declarantes con menores ingresos (inferiores a 21.000 euros al año) contribuye únicamente con el 10,4% de la carga fiscal, lo que lisa y llanamente significa que un número creciente de ciudadanos es ajeno al Impuesto sobre la Renta, cuya función no es sólo recaudatoria.

Pagar impuestos directos convierte a los individuos en ciudadanos comprometidos con la cosa pública, toda vez que tendrán algún incentivo (su propio interés) a la hora de fiscalizar y censurar a los poderes públicos. De ahí que sea de mucha utilidad el debate que se ha abierto en EEUU sobre la necesidad de que todos los ciudadanos paguen impuestos, aunque sea sólo un dólar. Sobre todo con un objetivo. Más allá de la demagogia que suele acompañar a este tipo de debates, lo realmente importante es cómo se reparte la carga fiscal, pero con datos objetivos y no con medias verdades que sólo confunden a la opinión pública.

Tipos efectivos y reales

Conviene no olvidar la incoherencia que supone que quienes tienen unos ingresos superiores a los 600.000 euros anuales (los ‘ricos’) tienen un tipo efectivo (el que realmente se paga y no el nominal) equivalente al 27,2%, que es incluso inferior al tipo al que tributan quienes ingresan 90.000 euros. O apenas dos puntos más de quienes ingresan 66.000 euros. En una palabra, el sistema libera a los ‘pobres’ de pagar impuestos y mima a los ‘ricos’ mediante el sistema de deducciones (principalmente fondos de pensiones), lo que provoca un castigo a las clases medias. A lo que hay que sumar el mayor peso del IVA, que al no ser progresivo no distingue entre distintos niveles de renta.

El sistema podría ser aceptable, incluso, si desde la vertiente del gasto público -como le gusta decir a la vicepresidenta Salgado- se pudiera compensar la inequidad fiscal de la tributación directa. Al fin y al cabo, los impuestos son un medio para hacer política económica, no un fin en sí mismo. La mejor carga fiscal es la que crea riqueza, no la que es superior o inferior. Sin embargo, vuelve a suceder lo mismo. Como es lógico, la política social de los gobiernos tiende a dirigirse a favorecer los niveles de menor renta. Y la consecuencia no puede ser otra que una nueva discriminación de quienes se sitúan en niveles medios, lo cual genera frustración social y es claramente injusto.

No se trata, desde luego, de un fenómeno nuevo. La proletarización de las clases medias se viene produciendo en los países desarrollados a medida que se han ido ensanchado los estratos de población con bajos salarios. Y hoy en España nada menos que las dos terceras partes de los contribuyentes en el IRPF declara unos ingresos inferiores a 21.000 euros brutos. Este modelo conduce sin duda a la ruina del país, y de ahí que más vale que alguno de los candidatos en liza aporte alguna idea sobre cómo resolver este entuerto repartiendo la carga fiscal, no haciendo demagogia barata en tiempos de tribulaciones electorales.


El Confidencial – Opinión

Aquel 11 de septiembre. Por César Vidal

Recuerdo a la perfección, como si hubiera sido ayer mismo, dónde me encontraba aquel 11 de septiembre. Me hallaba remontando el río Nilo en dirección al Sudán. A la sazón, nuestro barco había atracado en Edfú y yo había aprovechado para echarme una siesta reparadora en medio de un calor que no parecía dar señales de reducirse. Tras levantarme, subí a cubierta y me encontré con unos pasajeros que hablaban acaloradamente sobre un ataque que acababan de sufrir los Estados Unidos. Lo habían contemplado en televisión y por las explicaciones que daban, llegué a la errónea conclusión de que lo más seguro era que, sin saber árabe, hubieran confundido una película con la realidad. «¿No habrán visto ustedes Independence Day?», me atreví a preguntar. «Era como Independence Day», dijo animado uno de ellos. Un tanto desconcertado, desanduve el camino hacia mi camarote y puse el televisor. Lo que contemplé me pareció sobrecogedor. Un avión de pasajeros se estrellaba contra una de las Torres gemelas provocando un infierno de fuego. Las imágenes procedían de una cadena norteamericana, pero habían suprimido el sonido original y superpuesto la voz de un locutor que hablaba con pesado acento egipcio. Decidí desembarcar –no íbamos a abandonar Edfú hasta la noche– con la intención de pulsar las opiniones de la gente de la calle. Hablé con no pocas personas aquel día. Desde empleados de banco a conductores de coches de caballos, pasando por universitarios y tenderos, todos me dieron su opinión con una convicción absoluta. Aquel atentado había sido un castigo de Alá contra los Estados Unidos, entre otras razones, por su victoria en la Guerra del Golfo en el curso de la cual habían realizado bombardeos. Por supuesto, estaban seguros de que culparían a los musulmanes por aquella acción, pero era más que obvio que los árabes no podían haber perpetrado aquel crimen. Semejante brutalidad –por razones técnicas y morales– sólo podía haber sido llevada a cabo por Israel con la intención de uncir a Estados Unidos a su política exterior. Sé que a muchos les parecerá delirante ese cúmulo de explicaciones y no cabe la menor duda de que, racionalmente hablando, lo son. Sin embargo, así veían los atentados las gentes más variadas de una nación islámica que no puede ser clasificada entre las más atrasadas. Durante esta década, Occidente se ha empeñado en convencerles de que el terrorismo islámico es atroz, de que sólo desea su bien y de que ese bien se traduce en términos de prosperidad material, progreso técnico y libertades democráticas. No estoy seguro de que hayamos avanzado mucho a pesar de nuestras mejores intenciones. En Afganistán, todo parece indicar que los talibán volverán a regir el país tras la retirada de las fuerzas de la coalición internacional en la que se encuentra España. En el norte de África es más que posible que el integrismo islámico avance hasta el punto de casi, casi hacernos añorar a Gadafi y a Mubarak. En cuanto a Irak, debo reconocer que no soy mucho más optimista. A diez años del 11-S me pregunto si quizá en lugar de intentar convertirlos a la democracia, no hubiera sido mejor alzar un contemporáneo Muro de Adriano que impidiera su entrada y que, como antaño, salvara a Occidente, siquiera por unos siglos, de la irrupción terrible y destructora de los bárbaros.

La Razón – Opinión

Patrimonio. La tasa Rubalcaba. Por José García Domínguez

Ha de ser el Tercer Estado, también conocido por clase media, quien cargue sobre sus espaldas con el peso todo del erario.

Desnudo de la charlatanería solidaria tan marca de la casa, el Impuesto del Patrimonio, ese muerto viviente llamado a perseguir a "los poderosos" al modo de los zombis de las películas de George A. Romero, quedará en mero gesto hacia la galería –del 15-M y aledaños–, apenas un simulacro escénico perfectamente inane a efectos recaudatorios. Algo en verdad muy coherente con la más genuina doctrina impositiva zapateril. ¿Qué decir, por lo demás, de un tributo que deja exenta una participación accionarial de miles de millones de euros en cualquier empresa del Ibex 35 y que, al tiempo, grava la tenencia de un par de pisitos en la milla de oro de Tomelloso, pongamos por caso?

Una dualidad moral, ésa que rige en la tasa Rubalcaba, que, por cierto, se ajusta a la esquizoide asimetría redistributiva del actual IRPF. De ahí que la izquierda con mando en plaza diese en castigar el trabajo, esa maldición bíblica, con una escala susceptible de reptar hasta el cuarenta y tres por ciento de los ingresos. Frente a ello, las plusvalías del capital resultarían premiadas con un tipo máximo del veintiuno. Aunque, en puridad, los ricos-ricos, a imagen y semejanza de la nobleza de sangre cuando el Antiguo Régimen, restan exentos de contribuir merced a la graciosa bula de las Sicav, las deliciosas casitas de muñecas fiscales que en su día les regalara el PSOE de la vieja guardia, esto es, el del airado prescriptor Rubalcaba.

Desde aquel lejano entonces, cumplen de sobras con soltarle una propina –del uno por ciento, por más señas– a la Hacienda Pública. Por su parte, las manos muertas, rentistas y asimilados, tributan al mentado veintiuno. Así las cosas, ha de ser el Tercer Estado, también conocido por clase media, quien cargue sobre sus espaldas con el peso todo del erario. Truculento brindis al sol, poco más que nada va a reportar el difunto redivivo. No se olvide al respecto que se trata de un impuesto cedido a las comunidades autónomas, o sea, al Partido Popular y a CiU. Ergo, bastaría una sola palabra de Génova, solo una, para reconducirlo de facto a la tumba, vía modificaciones en cuotas, tipos y reglamento. ¿Caerá el viernes esa breva o acaso sería demasiado pedir?


Libertad Digital – Opinión

Impuestos y demagogia.

El cabeza de lista electoral del PSOE ha anunciado que pedirá al Gobierno la recuperación del Impuesto del Patrimonio, petición que según todos los indicios será urgentemente atentida en el Consejo de Ministros de esta misma semana. Como candidato, Rubalcaba es muy dueño de proponer y de prometer a los electores cuantas medidas le parezcan convenientes, por más que muchas de ellas entren en contradicción con su gestión como ministro; allá él con su mermada credibilidad y fiabilidad. Pero el que no puede prestarse a tales juegos demagógicos es el Gobierno de la nación, cuyo deber primordial es velar por el interés general, no por el particular del PSOE. Si, como parece, este viernes da marcha atrás y restablece un impuesto que suprimió con buena lógica en 2008, cometerá varios errores e incumplirá una promesa electoral. En efecto, el PSOE ganó las elecciones de 2008 con un programa en el que figuraba la supresión del Impuesto del Patrimonio. La argumentación era impecable: «Es un impuesto absurdo que castiga a las clases medias, penaliza al ahorro y casi no existe en la UE». En palabras de Zapatero, su supresión garantizaba «la igualdad de los españoles». Nada más cierto, pues el citado impuesto grava por segunda vez la misma renta que ya tributó en el IRPF. ¿Qué poderosas razones existen para que ahora un Gobierno en su agonía final incumpla su promesa electoral y se desdiga de arriba a abajo? Sólo una: ponerse a disposición de la campaña electoral de Rubalcaba, que necesita hacer guiños a la izquierda y a los «indignados» con medidas populistas y demagógicas como subir los impuestos «a los ricos» y a los bancos, cambiar la ley hipotecaria en línea con las demandas del 15-M, perseguir a los empresarios, etc. Sin embargo, no le será fácil al Gobierno ni al candidato socialista seducir tan fácilmente a un electorado de izquierdas escarmentado y frustrado tras siete años largos de gestión socialista. Entre otras cosas porque la recuperación real y efectiva del Impuesto del Patrimonio no es tan sencilla por mucho empeño que ponga el Consejo de Ministros. De entrada, su recaudación no se hará hasta el ejercicio 2013, lo que desmonta la falacia de Rubalcaba de que empleará ese dinero para combatir urgentemente el paro juvenil. Pero es que además el Impuesto del Patrimonio está transferido a las comunidades autónomas y son éstas las que deciden si lo bonifican al 100%, como es en el caso de Madrid. Es verdad que el Gobierno central puede exigir que se cobre un mínimo, pero eso obligaría a cambiar la ley de financiación, lo que es inviable en este epílogo de legislatura. Por tanto, la maniobra electoral puesta en marcha al alimón por Rubalcaba y el Gobierno es una falta de respeto a los ciudadanos por varios motivos: porque se hace ahora todo lo contrario a lo que se les prometió en 2008; porque ese impuestro obsoleto perjudica a la mayoría de los contribuyentes y ahorradores; y porque se trata de un burdo ardid electoral, pues en realidad depende de la voluntad de los gobiernos autonómicos. El Gobierno de la nación no debería rebajarse en sus últimos días a cometer una equivocación tan palmaria.

La Razón – Editorial

Impuestos de campaña.

El PP cree que bajarlos crea empleo y el PSOE lleva meses amagando con una reforma.

Lo peor del patinazo del portavoz del PP, Esteban González Pons, anunciando que Rajoy aspira a crear 3,5 millones de empleos, es la argumentación que lo sostiene. Rajoy ya prometió en 2008 crear 2,2 millones de puestos de trabajo. En 2008, es decir, cuando los síntomas de la crisis que no supo reconocer Zapatero tampoco fueron bien valorados, a juzgar por ese compromiso, por el candidato popular.

La única explicación es que pensara que si él ganaba, la crisis que agobia a la economía mundial no afectaría a la española. Su propuesta contra ella fue muy pronto la convocatoria de elecciones anticipadas, que le permitieran reeditar las recetas de 1996: bajar impuestos para estimular el crecimiento. La realidad fue distinta: el crecimiento, que se había iniciado antes de la victoria de Aznar, aumentó los ingresos y ello permitió bajar los impuestos. Pese a lo cual, el mito ha seguido formando parte del discurso del PP: reducir la carga fiscal es la condición para estimular la iniciativa empresarial, y además contribuye a reducir el déficit.


Pero es un argumento más ideológico que técnico. En crisis como la actual, en que lo urgente, reducir el déficit, compite con lo necesario, estimular la recuperación, hay que encontrar un equilibrio entre ambos objetivos. Centrar todo el esfuerzo contra el déficit en el recorte del gasto puede resultar inviable socialmente, como ahora están comprobando las Administraciones autonómicas. Una alternativa sería aumentar los ingresos subiendo los impuestos, para lo que España, con menor carga impositiva que sus vecinos, tiene margen. Además, la subida de impuestos puede aventajar a la reducción del gasto en que los ingresos adicionales aumentarán la demanda pública en medida mayor a lo que disminuirá el consumo privado, pues una parte de la reducción de dinero en manos de las familias se traducirá en menos ahorro.

El Gobierno lleva meses amagando con una reforma de la fiscalidad, pero estaba dividido sobre el momento de hacerlo y sobre qué tributos modificar. Zapatero, Salgado, Blanco, y también Rubalcaba, han exhibido matices distintos sobre el rescate del impuesto del patrimonio: cuándo, desde qué nivel de riqueza. Blanco avanzó que se aprobaría en el Consejo de esta semana, en lo que estaría de acuerdo Rubalcaba. Ya está en la agenda.

A falta de conocer el mínimo exento, la recuperación del impuesto de patrimonio para los patrimonios más altos deja pendiente la reforma que nadie aborda por temor a deslocalizar empresas y capitales: reducir la excesiva diferencia entre los tipos del impuesto de la renta (IRPF) y sociedades sin más precisión, lo que permite a contribuyentes de mayor renta utilizar sociedades patrimoniales para tributar menos que trabajadores por cuenta ajena con ingresos muy inferiores. Seguramente habrá que subir los impuestos, pero mejor dentro de una reforma de conjunto que aumente la eficiencia y equidad de todo el sistema.


El País – Opinión

El selectivo respeto a la Ley de los nacionalistas

El Gobierno central, sea del PSOE o del PP, no debería dejarse amilanar por los sollozos de una casta que no tiene ningún interés en cumplir y hacer cumplir la ley salvo cuando resulta compatible con su proyecto de construcción nacional.

En un Estado de Derecho son los políticos quienes deben someterse a la ley y no los ciudadanos quienes son aplastados por la discrecionalidad de los políticos. Algo falla, por consiguiente, cuando las normas son respetadas según le convenga al gobernante de turno.

En este sentido, el caso de los nacionalistas catalanes es paradigmático. Después de pasarse semanas poniendo el grito en el cielo porque PP y PSOE, que representan al 90% de los españoles, los dejaban fuera de la reforma constitucional, pasaron a incumplir por enésima vez una sentencia del Tribunal Supremo –que a su vez emanaba de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut– que les inquiría a convertir el español en lengua vehicular dentro del sistema educativo catalán.

Tras el pertinente llamamiento a la desobediencia civil –que incluso se produjo desde los nacionalistas del PSC presentes en el Gobierno de España– volvieron a rasgarse las vestiduras por que el alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, se negó a celebrar la Diada tras el boicot de las formaciones nacionalistas a la bandera española (boicot asimismo ilegal). Y, finalmente, al terminar una Diada plagada des hipócritas quejas y abiertos insultos hacia los no nacionalistas, unos jóvenes independentistas han seguido instalados en la ilegalidad quemando banderas de España y fotos del Rey.

Por desgracia, cada vez está más claro que la cesión permanente ante el nacionalismo no ha servido ni para apaciguar su radicalismo ni para integrarlos en España. El Gobierno central, sea del PSOE o del PP, no debería dejarse amilanar por los sollozos de una casta que no tiene ningún interés en cumplir y hacer cumplir la ley salvo cuando resulta compatible con su proyecto de construcción nacional y de enfrentamiento con el resto de España. Cada año nos lo recuerdan con una Diada celebrada de manera sectaria.


Libertad Digital – Editorial