jueves, 27 de enero de 2011

Reformas. Los mercados no se dejan tomar el pelo. Por Emilio J. González

Varios bancos internacionales ya dijeron que sus cálculos arrojan un número de millones considerablemente superior, hasta 180.000 millones de euros.

¿A quién trata de engañar Zapatero? A estas alturas de la crisis, y con un largo historial tras de sí de intentos de maquillar una y otra vez la realidad, el presidente del Gobierno debería saber que con los mercados no se juega, y mucho menos cuando ya ha tratado de engañarlos en otras muchas ocasiones y siempre han acabado por cogerle en renuncio. A ZP ya le tienen más que calado y no es que no le concedan el menor margen de confianza: es que ya empiezan a escrutar sistemáticamente cualquier anuncio, cifra o declaración que tenga que ver con la crisis para saber si, de una vez por todas, se está diciendo la verdad en cuanto a la situación y en cuanto a las medida para enderezarla o si, por el contrario, continúa con su estrategia de, por un lado, maquillar la realidad y, por otro, decir que va a hacer y que todo quede ahí.

Después de que el pasado lunes la vicepresidenta económica, Elena Salgado, convocara una rueda de prensa de urgencia a media tarde para presentar el plan del Gobierno para sanear el sector financiero, lo lógico hubiera sido que, al día siguiente, la bolsa española subiera como un cohete y la prima de riesgo recibiera un buen impulso a la baja. Lo que ocurrió, sin embargo, fue todo lo contrario: el mercado de valores cayó, arrastrado por los bancos, y la prima de riesgo, que llevaba varias semanas reduciéndose, empezó nuevamente a subir. El dictamen de los mercados fue claro: dudan nuevamente de Zapatero. ¿Por qué? Por dos razones fundamentales que tienen que ver con los acontecimientos de política económica que se están desplegando esta semana. Comencemos por las finanzas.


La ministra Salgado dijo que las cajas de ahorros españolas no iban a necesitar más de 20.000 millones de euros para completar su saneamiento. Esa cifra, sin embargo, no es casual; es la misma a partir de la cual la agencia de calificación Fitch estima que el saneamiento de aquellas entidades crediticias tiene repercusiones presupuestarias negativas. Así es que Salgado trató de convencer a unos y a otros de que, en el peor de los casos, la operación de salvamento de las cajas no iba a implicar un deterioro sensible de las finanzas públicas españolas. Lo malo para el Gobierno es que, a estas alturas, todo el mundo hace sus propias cuentas acerca del coste real de dicha operación y a nadie le sale una cifra tan baja como la ofrecida por Salgado. Varios bancos internacionales ya dijeron que sus cálculos arrojan un número de millones considerablemente superior y ya hay quien en el computo ha empezado a incluir no sólo los activos inmobiliarios tóxicos, sino también la deuda pública asumida por las cajas, tanto la estatal como, sobre todo, la autonómica, y habla de hasta 180.000 millones de euros. Hasta el comisario europeo, Joaquín Almunia, ha manifestado que las necesidades de capital de las cajas españolas son, en realidad, muy superiores a lo que dice el Gabinete. Y, claro está, los mercados han vuelto a coger el palo al observar que el Gobierno vuelve a las andadas. Este miércoles, para tratar de arreglar las cosas, Salgado ha dicho que el ratio de capital que exigirá a las cajas será del 9% y hasta del 10%, cuando el lunes habló del 8%, con lo que los mercados han encontrado una nueva prueba de que el Ejecutivo pretende volver a tomarles el pelo.

Con el otro gran acontecimiento económico de la semana ocurre tres cuartos de lo mismo. Zapatero se comprometió con los mercados a reformar el sistema de pensiones, recalcando aquello de "me cueste lo que me cueste", y, además, puso como fecha límite este viernes para aprobar dicha reforma. La propuesta del presidente del Gobierno fue, ni más ni menos, ampliar a 67 años la edad de jubilación. La medida fue presentada como parte del programa de ajuste presupuestario, si bien, aunque la reforma de las pensiones es necesaria para el futuro de nuestra economía, no tiene nada que ver con el verdadero problema actual de nuestras cuentas públicas, que es un gasto considerablemente superior a lo que este país se puede permitir. Aun así, los mercados, que siguen preocupados por la solvencia de España, se tomaron el anuncio como un termómetro de la voluntad del Gobierno de acometer los duros ajustes que necesita nuestra economía para salir de la crisis. A fin de cuentas, lo de las pensiones era algo que iba contra la ideología de ZP y que le enfrentaría, sin lugar a dudas, tanto con los sindicatos como con buena parte de la población y, por tanto, servía para medir la temperatura reformista del Ejecutivo. Esa temperatura, sin embargo, cada vez es más baja. La ampliación de la edad de jubilación no será inmediata, sino que su entrada en vigor se pospone bastantes años. Ahora, también esa edad será ‘flexible’ porque hay que contentar a los sindicatos, con lo cual la medida queda completamente descafeinada. Es lo mismo que ha sucedido con la reforma laboral. Después de aprobar que las empresas podían despedir con una indemnización de 20 días por año trabajado si estaban en pérdidas, ahora el Ejecutivo quiere matizar, al dictado de los sindicatos, que las empresas sólo se podrán acoger a esa modalidad si las pérdidas son permanentes. Vamos, que el reformismo de Zapatero se caracteriza porque donde dijo digo ahora dice Diego. Y los mercados ya están alerta.

Para salir de la crisis, lo primero que tiene que hacer el Gobierno es restaurar la confianza de los inversores en la economía española. Sólo así las cajas podrán encontrar en los mercados recursos con que capitalizarse, tal y como desea Salgado; las empresas españolas podrán financiarse al mismo coste que sus rivales y el Ejecutivo no tendrá problemas para colocar la deuda pública a tipos de interés razonables hasta que se cierre el déficit presupuestario. Lo que está haciendo Zapatero invita, más bien, a la desconfianza plena. Luego se quejará cuando vuelvan a pintar bastos.


Libertad Digital - Opinión

El reconocimiento de un fracaso. Por Fernando Fernández

Sin aval europeo, el proceso de recapitalización no será posible. Y evitar el coste político, tampoco.

HAY que reconocer que el Gobierno ha cambiado de actitud. Ha cumplido en el déficit público, aunque a costa de secar la Administración central para acomodar los excesos de algunas Comunidades en plena campaña electoral. Tampoco esconde ya la necesidad de cambios radicales en la estructura económica española, como la privatización de las Cajas de Ahorros. No está mal para una crisis que se veía distinta y distante y para un sistema financiero que era el más sólido del mundo. Su conversión responde a la necesidad de aplacar a los dioses de la deuda. Duro para un Zapatero que inició su mandato amonestando al vicepresidente económico porque «no puede ser que no haya dinero; no hemos ganado para esto» (sic). El problema es que ese debate interno, esa desazón mental, provoca que el Gobierno siempre llegue tarde y mal. Le pasó con la reforma laboral y ahora tiene que cambiarla para hacer caso a lo que ya entonces le decían sus propios técnicos. Le está pasando con la reforma de pensiones. Y le ha vuelto a pasar con la recapitalización de las Cajas, que la tendrá que reformar pronto a mayor coste.

El Plan Urgente de Reforzamiento del Sistema Financiero supone el reconocimiento de un fracaso, pero no es suficiente y tendrá que ser rectificado. Porque una vez más han primado los criterios políticos —aplacar al statu quoy minimizar el daño ante las autonómicas— sobre los técnicos. Ha ganado Rubalcaba y ha perdido Fernández Ordóñez. Lo que estaría bien si los inversores tuvieran carné del PSOE y estuvieran dispuestos a financiarle su campaña electoral, pero no parece el caso. El plan supone el fracaso de toda la estrategia anticrisis financiera anterior, centrada en el FROB, Fondo de Restructuración Ordenada Bancaria, en al menos tres aspectos básicos. Uno, dejar la transformación de las Cajas en manos de sus usufructuarios actuales —perdón por el palabro, pero no son dueños, solo ocupan el poder por dejación del Estado—, que obviamente no tienen especial interés en perder su posición. Dos, renunciar a utilizar las competencias de inspección e intervención del Banco de España porque no se quería reconocer que el problema era de solvencia en algunas instituciones concretas y se pretendió reducirlo a una cuestión de liquidez, solucionable con un crédito puente del contribuyente. Y tres, el crédito puente era muy caro y no se podría pagar salvo que se hiciesen previsiones antropológicamente optimistas sobre el crecimiento y la evolución de los beneficios bancarios. Cierto que había un plazo de cinco años al que los créditos se convertían en capital y el Estado tomaba el control del proceso, pero, como era perfectamente previsible, los mercados no han esperado tanto tiempo.

No traigo a colación esos errores por prurito intelectual, sino porque algunos siguen presentes en el plan actual. Se minimiza el problema y se dice que la recapitalización costará solo veinte mil millones adicionales, cuando nuestros acreedores piensan que estará por encima de cincuenta mil. Y recuerden, ya les hemos contado demasiadas milongas para que nos crean por la cara. Se les pide que aguanten hasta septiembre, que sean comprensivos, que tenemos elecciones, pero no les veo por la labor. Y se confía en que haya cola para entrar en España, incluso hay quien habla de menuda ganga van a hacer los especuladores, cuando la verdad es que sin aval europeo el proceso de recapitalización no será posible. Y evitar el coste político tampoco. Que el Gobierno mire a Irlanda y nos ahorre el sufrimiento de quince meses de agonía.


ABC - Opinión

Merkel. Vete a Alemania, Sonia. Por Cristina Losada

Si destacan por su cualificación es que tienen un mérito añadido: lograron superar la ausencia de incentivos a la excelencia, barrera que corta el paso a cuantos no se resignan a ser iguales en la mediocridad.

Alemania padece escasez de profesionales y ha decidido, ya puesta, capturar a los mejores. En los próximos días se ha de concretar, en ese sentido, una oferta específica para ciudadanos españoles. La posibilidad ha desenterrado el "vente a Alemania, Pepe" de otrora, aunque no como hacha de guerra contra la Merkel. Sí, en cambio, contra el Gobierno, al que se culpa de obligar a los jóvenes a ganarse las lentejas allende nuestras fronteras. Una, conste, siempre ha sido partidaria de cruzarlas. Esto es, de emigrar del campo a la ciudad, de la provincia a la capital y de España al extranjero, y también de hacer, si es posible, el camino de vuelta. De hecho, salimos de la España de Pepe gracias a que muchos se lanzaron a recorrer esas rutas con poco más equipaje que el afán de prosperar.

Aquel Pepe que se iba a Alemania en los sesenta era un trabajador esforzado, honrado y ahorrador, pero no era por lo común un profesional altamente cualificado. Es ahora cuando llega ese tipo de emigrante, es decir, se va. Y así resulta que el destino de la "generación mejor preparada de nuestra historia" será, pongamos, Frankfurt o no será. Nuestro nuevo emigrante ya no se llamará Pepe, sino Adrián o Sonia, pero conservará las cualidades que antaño dieron prestigio a los españoles allí donde fueron a trabajar. Pues si destacan por su cualificación es que tienen un mérito añadido: lograron superar la ausencia de incentivos a la excelencia, barrera que corta el paso a cuantos no se resignan a ser iguales en la mediocridad.

En un foro que abrió el diario El Mundo a propósito de la oferta germana, se apreciaba la amargura. Titulados recientes, especialistas, profesionales con edades que aquí condenan a la eutanasia laboral, se quejaban menos de la carencia de trabajo que de la falta de valoración. Se sienten rechazados. Perciben que la preparación no es un plus, sino un minus. Y no se trata de un juicio distorsionado por efecto del drama personal. Hay datos y estudios que lo avalan, por no mentar las cualidades de los "triunfadores" del momento, véanse las elites gobernantes, que refuerzan la impresión. En la España actual apenas queda hueco para el desarrollo del talento y el aprovechamiento de la experiencia. Se han generado, con el concurso de la política, actitudes contrarias al conocimiento, la responsabilidad, el dinamismo y la innovación. De modo que los mejores se irán, si pueden, a lugares donde los respeten. Será una pérdida, pero ellos harán bien.


Libertad Digital - Opinión

Una cuestión de decoro. Por Ignacio Camacho

El debate sobre los privilegios parlamentarios responde a una elemental cuestión de sensibilidad ética.

AUNQUE el actual clima antipolítico ayuda poco a establecer matices y favorece actitudes simplistas y/o demagógicas, el debate sobre los privilegios jubilares de los diputados y senadores responde a una elemental cuestión de sensibilidad ética. La clase política es un colectivo de servicio público, no un bien de Estado, y sus miembros han de adaptarse a los sacrificios que la crisis exige a los ciudadanos a quienes representan. El más reciente no es precisamente trivial: se va a rebajar en términos absolutos y relativos la cuantía de las pensiones y se va a retrasar la edad de jubilación. Si no mediase un requerimiento moral de igualdad, el simple decoro estético exigiría la adaptación de los legisladores al marco que ellos crean para los demás. Se trata de una cuestión que sólo puede discutirse desde el ensimismamiento, causa esencial del efecto de desapego y desprestigio que aflige a nuestros mecanismos de representación pública.

Existe además un problema de calidad de la clase dirigente que anula cualquier posible excepción basada en el mérito o la excelencia. Oyendo las airadas quejas de algunas señorías podría pensarse que el Congreso y el Senado están formados por élites intelectuales y profesionales de altísimo nivel de selección, y no por una mayoría de mediocres funcionarios de la política designados para las listas por el poder burocrático de los aparatchiksde partido. No pocos de entre ellos no han cotizado jamás a la Seguridad Social fuera de esa burbuja endogámica en la que cualquier joven con escasa formación puede instalarse durante años en la nomenclatura de cargos públicos sin otra habilidad que la de orientarse en el favor de la jerarquía interna. Muchos tendrían problemas para igualar sus salarios y pensiones oficiales en cualquier empleo sometido a la lógica del mercado. Por una paradoja perversa, la escala salarial relativa de la política española decrece a medida que aumenta la responsabilidad: el sueldo de un ministro es inadecuado a su rango pero cualquier concejal de ciudad media cobra más de lo que podría ganar con su cualificación en la esfera privada. Por no hablar de retribuciones en especie —coche oficial, teléfono móvil, tarjeta de crédito, viajes— que en el mundo empresarial, en la calle que apenas pisan nuestros próceres, han sufrido un razonable estrechamiento.

No, la dirigencia política no tiene motivos para quejarse. O los tiene infinitamente menores que el pueblo cuya voluntad encarna aunque a menudo se les olvide a sus miembros; explicable olvido habida cuenta de que saben a quién deben realmente su statu quo. En tiempos de apreturas se incrementa la susceptibilidad ante los agravios, y la gente común sí tiene en España demasiadas razones, aunque no todas sean estrictamente ciertas, para sospechar que la actividad pública está dejando de ser un servicio para transformarse en un modo de vida.


ABC - Opinión

Burócratas. Bono, ese calvinista. Por José García Domínguez

El español, de siempre dado a la desmesura, salta del amor desaforado al odio rifeño hacia sus líderes porque, en el fondo, no cree en sí mismo. Pretende que estos políticos son el problema porque espera de otros la solución a sus males.

Siempre presto a adular los instintos de la muchedumbre, el rey de los demagogos patrios, José Bono –sí, el hijo de Pepe el de la tienda– anda empeñado en que sus señorías realicen un striptease financiero integral antes de tomar posesión del escaño. Se suma así Pepe el del picadero a esa ola de calvinismo impostado que recorre la opinión publicada de un tiempo a esta parte. Pues igual reclaman los savonarolas de guardia que se extremen las incompatibilidades de los electos, mientras pugnan por desposeerlos de pensiones y demás regalías asociadas al empleo. Proclamas todas ellas con las que saben ganado del aplauso de la galería.

Al respecto, viene de advertir Duran Lleida que si ansiamos un Parlamento de "gente pobre", vamos por el buen camino. Y algo de razón no le falta. Lo cierto, sin embargo, es que ya disponemos de unas cámaras pobladas no de gente pobre, sino de pobre gente, que es asunto distinto. He ahí otra consecuencia, una más, de la genuina lacra española, a saber, la ausencia de una sociedad civil acreedora de tal nombre. Y es que, tanto en democracia como en dictadura, el Estado es quien ha dado forma a la comunidad, y no viceversa. Una hegemonía secular, la del orden burocrático, que se refleja en el tono monocorde la elite política.

Por eso, nadie busque entre la pobre gente empresarios, directivos o profesionales liberales de alguna solvencia. Es sabido de antiguo: solo la integran burócratas. Ora los incubados en la Administración, ora apparatchiks de los partidos, ora sus respectivos clones sindicales. Pero solo burócratas. Y si bien se mira, el leirepajinismo rampante no deja de constituir su estación término natural. A la vez, el repudio popular contra la política y los políticos es fruto de idéntica tara. El español, de siempre dado a la desmesura, salta del amor desaforado al odio rifeño hacia sus líderes porque, en el fondo, no cree en sí mismo. Pretende que estos políticos son el problema porque, con la fe del carbonero, espera de otros la solución a sus males. Desalojar a la pobre gente del vértice de la sociedad española. Ésa es la genuina transición que hoy, tres lustros después, aún resta pendiente.


Libertad Digital - Opinión

La carcoma. Por Xavier Pericay

«Lo nuevo, en el caso catalán, es que las transacciones entre el poder político y el llamado cuarto poder ya no se producen de tapadillo, sino a plena luz, mediante un persistente goteo de favores y subvenciones».

HACE un par de semanas, uno de los diarios catalanes de mayor difusión publicaba en portada el siguiente sumario: «Duran asume la relación del Govern con España». En el enunciado, claro, «Duran» era Josep Antoni Duran Lleida, y «el Govern», el Gobierno de la Generalitat. En cuanto a la palabra «España», lo más probable es que estuviera allí en funciones y que el titular de la designación fuera el Gobierno del Estado. Lo más probable. Y es que entre los tres términos del enunciado —Duran, Govern, España— se establecía, aparte de la relación indicada, otra manifiestamente desigual; así como los dos primeros tenían un referente inequívoco, el tercero, como consecuencia del proceso de sustitución operado, dejaba el campo libre a la imaginación. Del mismo modo que uno podía ver allí la presencia del Gobierno del Estado, podía ver la del propio Estado. O la de la Nación, constituida por el conjunto de sus ciudadanos. O la de vaya usted a saber quién o qué. Son las ventajas de los tropos. Actúan con la elasticidad de una goma de mascar y, encima —aunque ello ya depende de la destreza de cada usuario— permiten confeccionar unos globos enormes.

En todo caso, esa querencia de la prensa catalana por «España» como tropo es bastante reciente. Por lo menos, en los diarios importantes. Antes lo que abundaba era otra sinécdoque, el famoso «Madrid», cuya mera expresión —rematada por aquella «t» inconfundible— acarreaba ya en según qué labios todo un memorial de agravios. Pero «Madrid», al cabo, era algo así como «París», «Londres» o «Washington», esto es, un recurso periodístico consagrado para referirse al Gobierno del Estado. Lo cual permitía hablar, con propiedad, de los contactos entre el Govern y Madrid, en la medida en que estos contactos se daban entre un Ejecutivo autonómico y uno central. Lo de «España» no va por aquí. Lo de «España» presupone forzosamente que la relación ya no se establece entre dos gobiernos de rango distinto, sino entre pares. Como si fueran Francia, por ejemplo, o el Reino Unido, o los Estados Unidos, quienes la ejercieran. O sea, como si Cataluña fuera lo que no es: un Estado independiente, con un ministro plenipotenciario, cuando no un embajador, al que se nombra para que represente al Gobierno del país lejos de la patria.


Como es natural, esa deriva de los medios catalanes resulta inseparable de la deriva de su clase política. O, lo que es lo mismo, del camino emprendido con la reforma del Estatuto, desde los primeros brindis al sol de hace una década hasta la mismísima sentencia del Constitucional. A lo largo de estos años interminables, y en particular durante el último de regencia del tripartito, la prensa ha actuado como una avanzadilla del poder autonómico. Sin rubor alguno, sin turbarse lo más mínimo, asumiendo como una especie de causa general lo que no eran sino intereses de parte, diarios, radios y televisiones catalanas, en grados distintos pero coincidentes, han ido consolidando la ficción de una Cataluña soberana, desgajada de España —y, si no desgajada ya, deseosa al menos de consumar cuanto antes la tan ansiada separación—. De ahí que España se haya convertido, para esos medios, en una realidad ajena, con la que Cataluña no tiene ya otra relación que la que emana de los pleitos en curso.

En este sentido, nada hay tan revelador del deterioro periodístico catalán como el editorial publicado al unísono, el 26 de noviembre de 2009, por la docena de diarios radicados en la todavía comunidad autónoma. Lo recordarán, sin duda. Se titulaba «La dignidad de Cataluña» y no era sino un intento ruin de condicionar la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto cuando todo daba a entender que esa sentencia, por entonces, ya no podía demorarse. Pero, más allá del texto y sus intenciones —entre las que también estaba, por supuesto, la de soliviantar a una parte notable de la sociedad catalana contra una de las más altas instituciones del Estado—, lo más significativo de la iniciativa era su carácter colectivo. O sea, que toda la prensa diaria editada en Cataluña pudiera suscribir, sin que ninguna cabecera sintiera siquiera la necesidad de expresar una reserva al respecto, un mismo texto, y precisamente aquel. La unanimidad más absoluta. El asentimiento más general. O, si lo prefieren, un retoño algo tardío de aquellos editoriales de inserción obligatoria tan comunes en la prensa española de la inmediata posguerra, la de la censura y las consignas.

Pero esa vanguardia periodística entregada a realizar el trabajo sucio de la clase política autonómica no se manifestó tan solo, corporativamente, a través del mencionado editorial. Medio año más tarde, y con la sentencia del Estatuto todavía en el alero, sesenta columnistas autocalificados de «colaboradores de la prensa diaria catalana, de sensibilidades y talantes diferentes», publicaron en muchas cabeceras de esa misma prensa diaria un artículo conjunto, «El dilema español», en el que arremetían también contra el Alto Tribunal, al tiempo que abogaban sin tapujos por la secesión de Cataluña si el fallo no respetaba en su integridad el texto aprobado en referéndum. Ya no se trataba, pues, de un bando más o menos institucional —en la medida en que un editorial refleja siempre, por definición, el punto de vista del medio en que se inserta—, sino que ahora la proclama la suscribían reputados comentaristas —y entre ellos, por cierto, quien ha acabado siendo consejero de Cultura del primer gobierno de Artur Mas—. Bien es verdad que, en Cataluña, la función de comentarista tiene siempre un halo familiar. La distancia entre los protagonistas de la actualidad —y singularmente de la actualidad política— y quienes se supone que deben juzgarla es mínima. Hasta tal punto que no resulta nada extraño encontrar en determinadas columnas un «querido Jordi» o una «querida Montserrat» dirigidos a algún político sobre cuya actuación se ha vertido o se va a verter una ligerísima crítica. Como una suerte de cataplasma para que aquel compañero de fatigas no sufra más de la cuenta, o de «captatio benevolantiae» para que en la próxima cena no se le ocurra echárselo en cara al escribidor.

Y es que esa relación entre periodismo y política descansa en el compañerismo, en la intimidad. No se trata de nada nuevo. Hace cosa de un siglo, el francés Robert de Jouvenel lo describió admirablemente en un libro titulado «La République des camarades»: «Entre los hombres encargados de controlar, en calidad de lo que sea, los asuntos públicos, se establece una intimidad. No es ni simpatía, ni estima ni confianza; es propiamente camaradería, algo que está, en suma, a medio camino entre el corporativismo y la complicidad». Lo nuevo, en el caso catalán, es que las transacciones entre el poder político y el llamado cuarto poder ya no se producen de tapadillo, sino a plena luz, mediante un persistente goteo de favores y subvenciones. Pero, por lo demás, insisto, no existe diferencia alguna entre aquellos tiempos franceses y los tiempos que corren en Cataluña. Ah, y, por no existir, no existe ni siquiera la certeza de que la carcoma que fue royendo entonces a la Tercera República francesa, hasta llevársela por delante, no pueda hacer lo propio con nuestra Monarquía Constitucional.


ABC - Opinión

El Gobierno no paga

La crisis, la falta de previsión de las administraciones, la ausencia de la austeridad precisa de los gestores públicos y las alegrías financieras de muchos de ellos en momentos de holgura han compuesto un cóctel molotov que ha disparado la morosidad de las entidades públicas hasta extremos difícilmente asumibles. La asfixia financiera ha provocado que lo que debía ser una excepción, como es no cumplir con las obligaciones de pago fundamentales, se haya convertido casi en una respuesta automática a la encrucijada contable de buena parte de los organismos públicos. Las pequeñas y medianas empresas, proveedores del Gobierno, las comunidades o los ayuntamientos han sufrido más que nadie los efectos de esa falta de capacidad de los gobernantes para afrontar situaciones de necesidad. Pero no sólo ellas. La Seguridad Social ha padecido también las consecuencias. Resulta paradójico que los gobernantes busquen oxígeno para sus estrecheces económicas en el endeudamiento con otras entidades públicas. Todo es más sencillo entre administraciones dirigidas por el mismo partido en muchos casos, pero no por ello es aceptable que las arcas del Estado, y, por tanto, el interés general, paguen los platos rotos o la factura de gestores que no han sabido estar a la altura. El balance es que, a fecha de 30 de junio de 2010, según datos oficiales que Presidencia del Gobierno ha remitido al Congreso de los Diputados, la deuda de la Administración central con la Seguridad Social alcanza casi los 122 millones de euros y la de los ayuntamientos supera los 150 millones. En una respuesta a la Cámara, el Ejecutivo explica, junto a los números rojos, que se «viene realizando una intensa labor en orden a la depuración de deuda» o que «se están realizando las actuaciones en orden a regularizar la situación». O lo que es igual, no cumplimos, pero estamos en ello, sin que se aporte dato alguno más allá de lo que parece mera retórica administrativa para salir del paso. Sea como fuere, parece poco presentable que las administraciones, y especialmente los ministerios, figuren de forma destacada en una lista de morosos con la Seguridad Social que, desde luego, no es pequeña. No es tarea fácil gestionar la escasez. Bajo esas circunstancias es precisamente donde se miden o se calibran las condiciones de un buen gobernante. En la opulencia, gastar siempre es sencillo. No se trata de elegir a quién pagar o no, que es precisamente lo que se hace en la actualidad en una especie de lotería sin sentido, sino de cumplir con los compromisos adquiridos, de ajustarse a las limitaciones y de actuar con seriedad del mismo modo que la Administración exige a los ciudadanos. La Seguridad Social ha cerrado 2010 con el peor resultado en tres años. Aunque el Gobierno se ha aferrado a la hucha de las pensiones para salvar la cara, la realidad es que acabó el ejercicio con 278 millones de déficit, sin contar los intereses del fondo de reserva, por el persistente aumento del paro y la caída de los ingresos por cotizaciones sociales. Que las administraciones alimenten de forma importante ese déficit con sus deudas es la consecuencia de una forma de dirigir los destinos públicos que explica también el momento crítico del país.

MEDIO - Opinión

Horas decisivas

La reforma de las pensiones dará solvencia al sistema público en los próximos 40 años.

A falta de detalles, que se conocerán probablemente mañana viernes, la reforma del sistema de pensiones dio un paso decisivo el martes cuando el Congreso aprobó las recomendaciones del Pacto de Toledo. Hay tres claves políticas en la fase final de esta reforma. Por una parte, el Congreso faculta al Gobierno para que amplíe la edad de jubilación desde los 65 hasta los 67 años; por otra, el voto particular de Convergència i Unió establece que la transición a la nueva edad de retiro se hará de forma "paulatina y flexible", lo cual quiere decir que, en la práctica, pasará más de una década antes de que el grueso de los trabajadores esté sujeto a la regla de los 67 años y que, por supuesto, no afectará de igual modo a todas las trayectorias ni a todas las profesiones; y, por fin, la posibilidad de acuerdo social se mantiene, incluso más allá de la fecha límite del viernes, porque los sindicatos han entendido que es inviable un pulso en la calle contra el Gobierno y porque pueden incorporarse cambios en la tramitación parlamentaria.

El objetivo de la reforma no es discutible, porque el riesgo de colapso del sistema durante los primeros años de la década de los veinte es muy elevado. Las propuestas de aumentar los ingresos son muy respetables, pero no tienen en cuenta que las variaciones de crecimiento y de empleo en el curso de periodos prolongados de tiempo no permiten garantizar fondos estables para el sistema; ni que, a la postre, la única variable sobre la que no se puede actuar es sobre la cada vez más tardía incorporación de los trabajadores al mercado. No hay aumento de ingresos que soporte un acortamiento progresivo de la vida laboral. El crecimiento del empleo que se produzca después de la reforma servirá para acrecentar la solvencia del sistema y permitir que cada generación asuma en mayor medida su propio coste de pensiones en lugar de trasladarlo a la generación siguiente.

La propuesta final que presente el Gobierno deberá ser analizada a la luz de algunos detalles importantes. El término "paulatina y flexible" no puede significar que la transición se haga en 20 años; un periodo razonable no debería exceder los 15 años. Tampoco sería aceptable que las excepciones a la jubilación a los 67 años sean más numerosas que la propia norma. Está dentro de lo razonable que el número de años cotizados para tener derecho a la pensión completa pase de 35 a un mínimo de 38; que el periodo de cómputo para calcular la pensión pase de 15 años a 25; o que la edad de jubilación anticipada pase de 61 a 63 años. El aumento de la vida laboral y de los años de cálculo deben ser suficientes para afianzar la solvencia durante los próximos 40 años.

Si la reforma se aprueba finalmente con acuerdo, el Gobierno se habrá apuntado un éxito y no sería un paso atrás para los sindicatos. No todo está dicho, pero la aceptación de las razones que impulsan el cambio y el ánimo negociador permiten ser optimistas.


El País - Editorial

Fingiendo interés por la verdad del 11-M

Aunque nos gustaría equivocarnos, todo apunta a que las palabras de Arenas se han debido más al deseo de agradar al medio periodístico en el que ha hecho sus declaraciones, que a un compromiso sincero y compartido en el PP por esclarecer el 11-M.

En los últimos días destacados dirigentes del PP han hecho una serie de declaraciones respecto del 11-M que podrían ser interpretadas como un compromiso del principal partido de la oposición a impulsar, en caso de llegar al Gobierno, el esclarecimiento de la autoría de la mayor masacre terrorista sufrida en nuestro país.

Tal es el caso del presidente del PP andaluz, Javier Arenas, quien en declaraciones a Veo7 aseguró el lunes que "si hay un Gobierno del PP, se intensificarán las pesquisas y levantaremos los obstáculos". Arenas estableció, además, una posible relación entre los autores intelectuales de la masacre con ETA, sobre la base de que "es prácticamente imposible que un terrorismo foráneo actúe en un país sin tener contacto con el terrorismo interno". Aunque dijo respetar "la verdad judicial de la A a la Z", el dirigente popular añadió que "esa verdad se refiere sobre todo a la autoría material, pero quedan muchas cosas por averiguar acerca de quién fue la cabeza intelectual que diseñó ese atentado, que viene a reproducir otro que ETA tenía preparado en fechas anteriores y que, afortunadamente, se desbarató".


En esta misma línea, también se ha manifestado el vicesecretario general del PP, Esteban González Pons, para quien "hay una verdad oficial sobre el 11-M, pero que exista no quiere decir que queden trozos de verdad por descubrir y el PP quiere conocer hasta la última molécula del 11-M. Lo raro no es que el PP quiera conocer la verdad del 11-M sino que el PSOE no quiera conocerla". Además de señalar que "todos los terrorismos internacionales están conectados", González Pons ha recordado que "hay un proceso judicial abierto donde el juez ha pedido documentación al Gobierno y éste la ha negado y nosotros nos comprometemos que cuando lleguemos al gobierno daremos al juez la documentación que el Gobierno le ha negado".

Lo cierto es que, a pesar de estas declaraciones, el contenido de las mismas también delata, desgraciadamente, el nulo conocimiento que ambos dirigentes del PP tienen de la causa que ahora dicen comprometerse a impulsar. Además de dar por válida una verdad oficial sostenida por manipulaciones y falsedades que han quedado demostradas, lo más grave es que ambos dirigentes parecen ignorar también que, aunque diésemos por cierta la verdad judicial "de la A a la Z", esta no sólo no ha dictaminado la autoría intelectual de la masacre sino tampoco la material. González Pons y Arenas parecen haber olvidado que sólo hay una persona condenada por colocar una bomba en los trenes, y que, si bien la Audiencia Nacional dictaminó que los siete muertos de Leganés también habían colocado sendos artefactos explosivos, el Tribunal Supremo corrigió explícitamente esa afirmación, indicando que no se ha aportado la más mínima prueba de ello. Lo que queda por descubrir, por tanto, no son ni "trozos" ni "moléculas" de la verdad del 11-M, sino algo tan nuclear como lo que encierra la abandonada pregunta de "¿quién ha sido?".

A esta falta de conocimiento de la causa que tanta credibilidad resta al supuesto compromiso planteado por Arenas y González Pons, hay que añadir la pasividad cuando no condescendencia del PP ante el silenciamiento de todas las informaciones que han refutado las bases sobre las que se asienta la "verdad oficial" del 11-M, así como los nauseabundos obstáculos que el Gobierno de Zapatero/Rubalcaba ha impuesto a su esclarecimiento judicial. En este sentido, es cierto que González Pons ha hecho referencia este miércoles al proceso abierto que se sigue contra el que fuera jefe de los Tedax, Juan Jesús Sánchez Manzano, en el que la juez, a instancias de las víctimas, pidió al Ministerio del Interior datos que éste ha denegado hasta en cinco ocasiones. Sin embargo, no es menos cierto que a pesar de las reiteradas quejas de las víctimas, el PP no ha llevado este asunto al Congreso ni ha instado oficialmente a Rubalcaba a que dé explicaciones de tan abyecta negativa.

Aunque nos gustaría equivocarnos, todo parece indicar que las palabras de Arenas se han debido más al deseo de agradar al medio periodístico en el que ha hecho sus declaraciones, que a un compromiso sincero y compartido en el PP por esclarecer los hechos. Otro tanto podríamos decir de González Pons, cuyas palabras parecían más encaminadas a defender a su compañero de las críticas del PSOE que a consolidar ese encomiable compromiso por parte del PP. A este respecto, mucho se podrá decir de la orwelliana desfachatez de la dirigente del PSOE, Elena Valenciano, al cargar contra Arenas y al acusar al PP de volver con las "mentiras" y "conspiraciones" del 11-M, atribuyéndolo a que el ex presidente José María Aznar "ha vuelto con fuerza". Sin embargo, no es menos lamentable constatar cómo con esa desfachatez el PSOE ha logrado y sigue logrando neutralizar al principal partido de la oposición, cuyos dirigentes, precisamente para ahorrarse esos descalificativos, terminan no haciendo lo que deben hacer. Es precisamente en esos letales complejos en los que basamos nuestra desconfianza. Más aun al ver cómo el PP se centra exclusivamente en el deterioro económico que estamos padeciendo y que, en más de de una ocasión, ha llevado irresponsablemente a gala lo de "pasar página" y "mirar hacia el futuro", que diría Rajoy.

Habrá que dar, no obstante, tiempo al tiempo, para ver si se cumple ese supuesto compromiso del PP por esclarecer la mayor matanza terrorista de nuestra historia. Tras las víctimas y sus familiares, a nadie más que a nosotros le gustaría que resultase cierto.


Libertad Digital - Editorial

Consensos vacíos

Con la reforma de las pensiones, el Ejecutivo quiere jugar a todas las barajas y entretener a la opinión pública con apariencias de consenso.

EL primer paso de la reforma de las pensiones por la comisión del Pacto de Toledo y el pleno del Congreso se ha cerrado con unos consensos políticos carentes de compromisos y de agenda para abordar una reforma que resulta inaplazable. La obsesión del Gobierno por ganar tiempo y aparentar fuerza lo está llevando a conformarse con espejismos de pactos, que le sirven para cosechar victorias parlamentarias convertidas en un fin en sí mismas, aunque su eficacia práctica sea escasa, cuando no nula. A un día de que el Consejo de Ministros apruebe la reforma de las pensiones y la jubilación, no es posible saber si ha recibido el apoyo del Congreso para subir o no la edad de jubilación a los 67 años y aumentar o no el período de vida laboral para cotizar por la pensión máxima. En definitiva, lo importante era ganar una votación «como sea». Sin embargo, la negociación sobre la reforma de la jubilación y las pensiones sí está dejando huella en el Gobierno. Por lo pronto, ha supuesto la exclusión del ministro de Trabajo de las conversaciones con los sindicatos, asumidas por el vicepresidente primero, Alfredo Pérez Rubalcaba, aunque sin resultados. Poco ha durado el efecto renovador del cambio en Trabajo. Algo similar ha sucedido en el grupo parlamentario, cuya portavoz en la reforma de las pensiones ha sido sustituida a última hora por el ex ministro Jesús Caldera. A la falta de ideas claras, el Gobierno ha sumado la improvisación en sus interlocutores.

Todo estos despropósitos se producen pese a que el presidente del Gobierno anunció en diciembre que la edad de jubilación se situaría en los 67 años y que esta reforma entraría en vigor progresivamente hasta hacerse efectiva en 2027. Tras fijar este desenlace, lo razonable sería llegar a él cuanto antes, porque estancarse en procesos de negociación superficial o imposible afianza la imagen de un Gobierno perdido en los acontecimientos. El Ejecutivo socialista quiere jugar a todas las barajas, con los grupos parlamentarios, por un lado, y con los sindicatos, por otro; lanzar un mensaje y su contrario, y entretener a la opinión pública con apariencias de consenso. A estas alturas no se puede seguir escondiendo la realidad de que España necesita reformas urgentes y profundas, porque, además, el Gobierno sabe que está bajo observación de las principales economías europeas, que esperan que España deje de ser un socio inestable.

ABC - Editorial