lunes, 12 de septiembre de 2011

Entre el dolor y el cine. Por José Luis Alvite

Diez años después de la destrucción de las Torres Gemelas, la ciudad de Nueva York ha recuperado su pulso y en la Zona Cero progresa el complejo inmobiliario y botánico que borrará para siempre el amargo erial que dejó en aquel lugar el brutal atentado. A que el tiempo lo cure todo ayuda mucho que el urbanismo sea capaz de convertir el más terrible dolor en un recordatorio cada vez más lejano que sin remedio será pronto simples efemérides. Se equivocan quienes entonces intuyeron en el desplome del World Trade Center la metáfora del inexorable declive de la ciudad neoyorquina. Si los hombres somos capaces de sobreponernos tras la pérdida de un ser querido procurándose sensaciones nuevas, las ciudades lo hacen con el recurso de poner a la venta postales distintas. A diferencia de lo que ocurre con las sociedades vencidas, los pueblos entusiastas saben que a pesar de lo dolorosas que puedan resultar, la destrucción y la muerte tienen un lugar asignado en las emociones colectivas pero no es inevitable que detengan a los hombres. A Nueva York los terroristas quisieron apagarle sus luces, pero no lo consiguieron porque en el espíritu de aquel pueblo resistió incólume la idea de los tenaces empresarios de Broadway, que saben que por muy mal que haya ido la función, no habrá un solo teatro que cierre sus puertas mientras alguien sea capaz de reponer las lámparas de su marquesina. Al final, y sin que pasen demasiados años, los americanos le habrán demostrado una vez más al mundo que el dolor no excluye la eficacia, que incluso la muerte está de paso y que no hay en la Historia un solo momento de trágico dolor que con el transcurso del tiempo ellos no sean capaces de convertir en cine. Y no sería justo recriminarles esa actitud frente al caos, ni considerar que su comportamiento se trata sólo de negocio, de indiferencia o de cinismo. Son un pueblo demasiado joven como para aceptar que hayan de vivir de la vistosidad de sus ruinas. No se les puede culpar por su facilidad para sobreponerse al dolor, ni decir alegremente que son insensibles a él. Se puede estar triste sin necesidad de perder eficacia. Hace diez años muchos neoyorquinos se preguntaron qué sería de su ciudad a partir de entonces, al mismo tiempo que confiaban en su espíritu de lucha. De lo que se trataba era de no ser tan lentos como por lo general lo es la Historia, así que les habrá angustiado la idea de que si no evitaron la catástrofe fue por la imposibilidad material de haber sacado ayer a la calle el periódico de mañana.

La Razón – Opinión

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