viernes, 23 de septiembre de 2011

Faisán. Comerse el marrón. Por Cristina Losada

Pienso que los países serios y los que no lo son se distinguen, en lo cualitativo, por la frecuencia con la que gobernantes y altos cargos practican la indigna maniobra de esquivar los marrones que les corresponden.

Huyo de la costumbre de atribuirle a España, y más exactamente a su condición sociopolítica, rasgos singulares y aberrantes que harían de ella, de nosotros, una anomalía. Segura estoy de que en todas partes cuecen habas. Pero dicho esto a modo de caución, pienso que los países serios y los que no lo son se distinguen, en lo cualitativo, por la frecuencia con la que gobernantes y altos cargos practican la indigna maniobra de esquivar los marrones que les corresponden. A mayor seriedad, menos conductas repelentes de esa clase. Y el caso del chivatazo dado en el bar Faisán a la red de extorsión de ETA, a fin de que la mafia terrorista escapase de una detención programada para el instante que convenía a la Justicia, es un caso paradigmático de marrón huérfano e itinerante, además, como es obvio, de un vergonzoso delito.

Cuando hace unos días el diario El Mundo informaba de que uno de los imputados había enviado al Ministerio del Interior el mensaje claro, clarísimo, de que no estaba dispuesto a comerse el marrón, seguido por el corolario de rigor, la amenaza de tirar de la manta, la tentación de exclamar Spain is different! era fuerte. Y cuando el Pleno de la Audiencia Nacional decide quitarse el Faisán de encima por unanimidad –no se diga que uno solo aguantó el pulso–, y lo devuelve al remitente muy aligerado de peso, resulta fortísima. Pero, como cuestión previa, ha de consignarse que la exclamación apropiada es la que afirme una semejanza: cuán fiel a sí mismo, a sus vicios, es el Partido Socialista. Siempre tan dispuesto a cruzar furtivamente la frontera de la ley como a negarlo, una vez descubierto, y a dejar que paguen los mindundis. Verdad que ese tercer acto cambia si los paganos van a tirar de la manta, pero nunca desemboca en el único final que admite una democracia: el reconocimiento del delito y la admisión de la responsabilidad y su consecuencia penal por parte de los cargos políticos.

La política linda o penetra en el ámbito penal con facilidad pasmosa, cuando el hábito de infringir la ley se sostiene en la certeza de impunidad que brinda la extendida servidumbre al poder político. ¡Quién se resiste! Luego se enmascara el hedor con pías invocaciones a la razón de Estado, como si delinquir fuese obligatorio para los gobiernos que afrontan el terrorismo. Pero lo cierto es que alguien avisó a los terroristas, alguien lo ordenó y alguien delinquió. Y no responde nadie.


Libertad Digital – Opinión

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