lunes, 12 de septiembre de 2011

Aquel 11 de septiembre. Por César Vidal

Recuerdo a la perfección, como si hubiera sido ayer mismo, dónde me encontraba aquel 11 de septiembre. Me hallaba remontando el río Nilo en dirección al Sudán. A la sazón, nuestro barco había atracado en Edfú y yo había aprovechado para echarme una siesta reparadora en medio de un calor que no parecía dar señales de reducirse. Tras levantarme, subí a cubierta y me encontré con unos pasajeros que hablaban acaloradamente sobre un ataque que acababan de sufrir los Estados Unidos. Lo habían contemplado en televisión y por las explicaciones que daban, llegué a la errónea conclusión de que lo más seguro era que, sin saber árabe, hubieran confundido una película con la realidad. «¿No habrán visto ustedes Independence Day?», me atreví a preguntar. «Era como Independence Day», dijo animado uno de ellos. Un tanto desconcertado, desanduve el camino hacia mi camarote y puse el televisor. Lo que contemplé me pareció sobrecogedor. Un avión de pasajeros se estrellaba contra una de las Torres gemelas provocando un infierno de fuego. Las imágenes procedían de una cadena norteamericana, pero habían suprimido el sonido original y superpuesto la voz de un locutor que hablaba con pesado acento egipcio. Decidí desembarcar –no íbamos a abandonar Edfú hasta la noche– con la intención de pulsar las opiniones de la gente de la calle. Hablé con no pocas personas aquel día. Desde empleados de banco a conductores de coches de caballos, pasando por universitarios y tenderos, todos me dieron su opinión con una convicción absoluta. Aquel atentado había sido un castigo de Alá contra los Estados Unidos, entre otras razones, por su victoria en la Guerra del Golfo en el curso de la cual habían realizado bombardeos. Por supuesto, estaban seguros de que culparían a los musulmanes por aquella acción, pero era más que obvio que los árabes no podían haber perpetrado aquel crimen. Semejante brutalidad –por razones técnicas y morales– sólo podía haber sido llevada a cabo por Israel con la intención de uncir a Estados Unidos a su política exterior. Sé que a muchos les parecerá delirante ese cúmulo de explicaciones y no cabe la menor duda de que, racionalmente hablando, lo son. Sin embargo, así veían los atentados las gentes más variadas de una nación islámica que no puede ser clasificada entre las más atrasadas. Durante esta década, Occidente se ha empeñado en convencerles de que el terrorismo islámico es atroz, de que sólo desea su bien y de que ese bien se traduce en términos de prosperidad material, progreso técnico y libertades democráticas. No estoy seguro de que hayamos avanzado mucho a pesar de nuestras mejores intenciones. En Afganistán, todo parece indicar que los talibán volverán a regir el país tras la retirada de las fuerzas de la coalición internacional en la que se encuentra España. En el norte de África es más que posible que el integrismo islámico avance hasta el punto de casi, casi hacernos añorar a Gadafi y a Mubarak. En cuanto a Irak, debo reconocer que no soy mucho más optimista. A diez años del 11-S me pregunto si quizá en lugar de intentar convertirlos a la democracia, no hubiera sido mejor alzar un contemporáneo Muro de Adriano que impidiera su entrada y que, como antaño, salvara a Occidente, siquiera por unos siglos, de la irrupción terrible y destructora de los bárbaros.

La Razón – Opinión

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