lunes, 1 de agosto de 2011

Tras la batalla. Por José María Marco

Para comprender, por lo menos en parte, lo ocurrido con la deuda norteamericana, así como los efectos políticos que todo el asunto tendrá el próximo año, cuando se celebren elecciones presidenciales, conviene tener en cuenta algunos elementos.

El primero es el poco lucido papel que ha jugado Obama. Como inquilino de la Casa Blanca, le tocaba liderar el camino hacia un gran compromiso que hubiera tenido en cuenta las fuerzas en juego y los límites del desacuerdo. Es el papel ideal, el soñado por todos los presidentes: aquel en el que revelan su carácter y por el que dejan una impronta indeleble en la historia norteamericana. Requiere una gran visión estratégica, capacidad de diálogo, generosidad. Pues bien, Obama optó por dirigirse a sus conciudadanos en actitud amenazante y alentándolos a tomar posiciones en contra de los republicanos. Es la táctica lamentable, que aquí conocemos bien, de gobernar contra la oposición.

El resultado ha sido que en el último tramo Obama no ha contado en la negociación. El hombre más poderoso del mundo se ha limitado a contemplar cómo la negociación pasó a los grupos políticos del Congreso que han monopolizado el debate. En el último momento, habrá vuelto a intervenir de urgencia e intentará rentabilizar esta vuelta a la escena como una victoria personal. La maniobra, si ha sido tal, dice poco de su liderazgo. En el país del pragmatismo, Obama ha quedado como un sectario.


El papel del presidente era particularmente relevante porque la evolución política norteamericana ha llevado a la práctica desaparición del centro en la vida partidista. Hace veinte años había todavía republicanos que votaban con los demócratas, y demócratas que votaban con los republicanos. Hoy esas dos especies están prácticamente extinguidas. Han acabado con ellas la hiperideologización de la política, creciente desde las «guerras culturales» de los setenta, y una peculiaridad del sistema norteamericano, que permite rediseñar los distritos electorales en función de los intereses de los candidatos. En este sentido, el espectáculo ha sido poco edificante. Ha llegado el momento de volver a pensar la política en términos nacionales, patrióticos y no sólo partidistas.

En España, como en toda Europa, existe una gran afición a simplificar y a jugar al pim pam pum con algunas grandes corrientes de la política norteamericana. La última es el Tea Party, elemento fundamental para la victoria republicana en las últimas elecciones. Los nuevos representantes republicanos surgidos de este movimiento no han sido particularmente proclives al acuerdo, pero representan algo que en los últimos tres años, con independencia de la radicalización de los partidos, ha ido cobrando más y más fuerza. Es la convicción de que los gobiernos y los Estados no pueden seguir viviendo por encima de sus medios y arrasando la prosperidad y el horizonte de progreso de la gente, de sus propios ciudadanos. Es un elemento surgido con la crisis, pero ha llegado para quedarse, y defiende virtudes que alguna vez, no hace demasiado tiempo, hicieron grandes a los países occidentales: iniciativa, esfuerzo, responsabilidad… ¿Se acuerda usted?


La Razón - Opinión

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