sábado, 6 de agosto de 2011

Los dichosos mercados. Por José Luis Albite

Yo no sé muy bien qué es eso de «los mercados», ni estoy en absoluto seguro de que adelante mucho si me preocupo de saberlo. Puedo vivir sin ese conocimiento, del mismo modo que durante toda mi vida fui capaz de salir adelante desinteresado por viajar al centro de la Tierra y sin conocer el peso atómico del vanadio. Una vecina mía dice que los grandes conocimientos por lo general son innecesarios para llevar una vida satisfactoria y decente, y que desde que tiene memoria, y a pesar de las naturales restricciones de la vida rural, su familia salió adelante sin necesidad de un conocimiento más profundo que el del funcionamiento de la bomba del pozo. A veces basta con tener cierta facilidad para la deducción y adoptar decisiones en función de un mínimo sentido de la corazonada. En una aldea de Galicia le escuché decir a un campesino que «más a menudo de lo que se cree, el ser humano pierde el sentido común por culpa de razonar demasiado las cosas». Un amigo mío muy aficionado a la música estaba convencido de que las plantas de su salón disfrutaban de Mozart tanto como él y se desarrollaban en función de que acertase con sus gustos al elegir los discos que pinchaba. Una de sus plantas melómanas se vino inesperadamente abajo y dio con las hojas en la tierra del tiesto. Le pregunté entonces qué había ocurrido para que, a pesar de Mozart y de Mahler, aquella planta estuviese camino de mustiarse sin remedio. Entonces aquel tipo reaccionó con sentido común, sin dejarse llevar por razonamientos que no venían al caso: «Lo que le sucede a esta planta, amigo mío, no es nada distinto de lo que le sucede al diez por ciento de las plantas que conozco: A todas les gusta Mozart, pero pasado un tiempo, el diez por ciento de las plantas se vuelven sordas». ¿Se puede aplicar ese razonamiento al asunto de los dichosos «mercados» que tanto nos afligen? Para contestar a eso creo sensato recurrir a la sabiduría de una amiga de mi madre que tiene de la vida la idea de que se trata del tiempo que necesitamos para hacernos a la razonable idea de morir. Esa amiga le dijo en una ocasión a mi madre: «Verás, Leonor: La vida está llena de altibajos económicos que nos producen disgustos y alegrías. No hay que descorazonarse por nada. Se trata de saber adaptarse, sólo eso. Son cosas que si no se aprenden con el escarmiento, se asimilan con la edad. Cuando vienen mal dadas, de lo que se trata es de llamarle de otro modo a la pobreza, igual que a cierta edad sustituimos el sexo por la gimnasia de mantenimiento».

La Razón - Opinión

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