domingo, 21 de agosto de 2011

“Besa humildemente vuestra sandalia...” Por Carlos Sánchez

Fue Juan Pablo II, precisamente, quien en cierta ocasión dijo que bien comprendido el principio de laicidad pertenece también a la doctrina social de la Iglesia católica. “La laicidad” -sostuvo Wojtyla- “lejos de ser lugar de enfrentamiento, es verdaderamente el espacio para un diálogo constructivo con el espíritu de los valores de libertad, igualdad y fraternidad”. Es decir, de los valores clásicos republicanos surgidos de la revolución francesa.

Como ha recordado el profesor González Vila en Communio, una revista fundamental del pensamiento católico fundada e impulsada por el propio Benedicto XVI, la fe cristiana, a diferencia de otras, “ha desterrado la idea de la teocracia política”. O dicho en términos más actuales, ha promovido la laicidad del Estado. De hecho, en la Declaración vaticana Dignitatis Humanae, publicada por Pablo VI inmediatamente después del Concilio Vaticano II, incluso se sugiere que la separación de poderes es una condición necesaria para la libertad religiosa. Hasta el punto de que en ese texto se reconoce sin paliativos que “el derecho a la libertad religiosa se ejerce en la sociedad humana y, por ello, su uso está sujeto a ciertas normas que lo regulan”. Normas que, lógicamente, emanan del poder civil en un Estado democrático.

«La libertad religiosa está sujeta a límites, y por eso resulta frustrante que este país no haya sido capaz todavía de enterrar definitivamente sus demonios del pasado cada vez que el pontífice de Roma visita España.»
La libertad religiosa, por lo tanto, está sujeta a límites, y por eso resulta frustrante que este país no haya sido capaz todavía de enterrar definitivamente sus demonios del pasado cada vez que el pontífice de Roma visita España. Afortunadamente, quedan ya muy lejos disposiciones como las del primer Concordato, firmado en 1851, en el que sin rubor la monarquía isabelina dejaba meridianamente claro que “la instrucción en las universidades y escuelas públicas o privadas serán conforme a las doctrina de la Iglesia Católica”. Y con este fin, se remarcaba: “No se pondrá impedimento alguno a los obispos y demás prelados diocesanos encargados de velar por la pureza de la doctrina de la fe y de las costumbres sobre la educación religiosa de la juventud, aún en las escuelas públicas”.

Un siglo después de aquel primer Concordato, y con una guerra civil por medio que hunde en parte sus raíces en el fenómeno religioso, el propio general Franco pidió a Pío XII, renovar el Concordato. Pero el poderoso y soberbio dictador de los años cincuenta mostraba en esta ocasión su cara más servil. El tirano se humillaba ante el papa de la manera más rastrera que jamás ha hecho un dirigente político. "Ha llegado el momento de la celebración de un Concordato según la tradición católica de la nación española”, le decía el caudillo a Pío XII en una misiva. Y a continuación mostraba su comprensión y benevolencia hacia el Papa de la manera más humillante para el poder político. “Postrado ante Su Santidad, besa, humildemente vuestra sandalia el más sumiso de vuestros hijos." Firmado, Francisco Franco.

Todo esto en realidad pertenece al pasado. Pero es verdad que los demonios familiares salen frecuentemente del armario. Precisamente por esa tendencia casi freudiana que tiene este país a dejar las heridas sin cerrar, los problemas sin resolver. Lo que sin duda demuestra que estamos ante una clase política adolescente que en vez de enfrentarse a los problemas de cara (ahí está el debate sobre la España autonómica) los esquiva con el fin de instrumentarlos políticamente en función de cada coyuntura. Y la religión es, a menudo, víctima de un claro oportunismo político, como ha demostrado Zapatero en sus dos legislaturas. La existencia de una España tramontana e intolerante -en los dos bandos- que parece añorar las guerras de religión ha contribuido sin duda a ello.

El hecho de que 32 años después de la firma del Concordato -ahí está el sistema de conciertos educativos- la Iglesia católica todavía no haya logrado cumplir su compromiso de “lograr por si misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades”, sólo pone de relieve la tendencia a dejar morir los problemas.
«"La separación de poderes es una necesidad para la propia Iglesia católica, que sin duda ha demostrado en la JMJ 2011 su capacidad de convocatoria; pero contrasta su incapacidad para reafirmar su compromiso con la fe alejándose del manto del Estado".»
La separación de poderes es una necesidad para la propia Iglesia católica, que sin duda ha demostrado en la JMJ 2011 su capacidad organizativa y de convocatoria. Lo vivido estos días en Madrid ha sido, sin lugar a dudas, puro civismo. El uso del espacio público como un acto de civilización, lo cual contrasta con esa incapacidad de la Iglesia para reafirmar su compromiso con la fe alejándose del manto del Estado. Haciendo buenas aquellas célebres palabras del dictador Porfirio Díaz sobre México: ‘Tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos".

No es un problema económico, al fin y al cabo muchas grandes ciudades quisieran recibir la visita de cientos de miles de peregrinos durante casi una semana. Es un problema de principios. Exactamente los mismos principios que el propio cardenal Ratzinger proclama en Dios y el Mundo, donde reconoce con acierto que el Papa “no necesita un Estado, pero si precisa libertad, una garantía de independencia mundana. No puede estar al servicio de Gobierno alguno”. Exactamente la misma libertad que necesitan los representantes del Estado democrático para que el mundo no caiga en ese pozo del relativismo moral que deplora el Papa en sus intervenciones.

Sin embargo, como han señalado algunos curas madrileños, la visita del pontícipe se ha enturbiado por la existencia de un pacto con las fuerzas económicas y políticas “que refuerza la imagen de la Iglesia como institución privilegiada y cercana al poder, con el escándalo social que ello supone, particularmente en las circunstancias actuales”. Una mala señal que arruina una visita sin duda histórica y hasta necesaria para los católicos que arrumba esa imagen estereotipada de jóvenes pasotas sin compromiso moral alguno y en última instancia carne de cañón del botellón. No es cierto, como se ha demostrado en Madrid.


El Confidencial - Opinión

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