lunes, 11 de julio de 2011

Rubalcaba en cal viva. Por Gabriel Albiac

Rubalcaba durará, entonces, lo que sus conmilitones tarden en encontrarle un lote de cal viva.

¡ÉL, que ejerció de portavoz del Gobierno GAL-Glez, trocado ahora en perroflauta...! Sic transit gloria mundi... Yo, en su lugar, como que hubiera preferido pasar unos dignos meses en el trullo, jugando al dominó con Barrionuevo y Vera, mejor que revestir florecillas californianas, mustias, ¡ay!, de más de cuarenta años. Digámoslo con el mejor Aristóteles: no, no es que todo sea efímero, es que «llamamos vida a la podredumbre». Y esa podredumbre, en política, exige minuciosas contabilidades negras en dinero y muerte.

¿A cuántos asesinó el GAL? ¿A cuánto se cotizó cada cadáver en fondos reservados? Ya no recuerdo cifras: también mi memoria es precaria. Recuerdo, y eso dudo poder olvidarlo, las fotos de despojos humanos, en las primeras páginas del día en el cual —un decenio después de su suplicio— aparecieron los cadáveres, triturados y tratados con mimo a la cal viva, de Lasa y de Zabala. Recuerdo al portavoz del Gobierno-Gal. Del anacrónico neohippie de ahora, dudo que nada quede en mi memoria futura. El ridículo da grima y lo borramos. No sólo el nuestro. Ver a un provecto político con tal biografía evocar el verano del amor y de las florecillas sobre el ausente cabello, no me genera ya ni desprecio. Pero tampoco soy tan duro o tan canalla como para poder carcajearme a gusto. La uñas arrancadas, los huesos triturados, la cal viva sobre los restos de Lasa y de Zabala truecan mi carcajada en vómito.


Pero, ¿cómo es posible tener una cara tan dura? Cuando, entre el 11 y el 13 de marzo de 2004, vi y escuché a Rubalcaba recuperar la iniciativa publicitaria del PSOE sentí miedo. Alguien a quien González encargó de imponernos a todos el sano dogma de que, acerca del GAL, «ni había pruebas ni las habría nunca» no era el más adecuado para calmar las horribles sospechas que lo sucedido provocó en todos los que no supimos ser ciegos a lo demasiado horrible. Quien quiera que dictase su nombre para el ministerio a cuyo abrigo germinaran antaño el asesinato y el robo, tuvo un sentido estético —esto es, ético— depuradamente siniestro. Fuera Zapatero o fuera quien fuese. Que, al final, Freddy el Químico haya decapitado —parcialmente, al menos— a su jefe de estos siete años, nada tiene de extraño.

Más de subrayar es su bajo estado de forma. Hace veinte años, lo hubiera reducido a polvo y a ceniza. Ahora, todo lo que consigue es que renuncie a ser reelegido. Pero, ni en broma, que dimita de la Presidencia. Menos aún, que abandone la Secretaría General del PSOE. Todo el que tenga alguna experiencia de partido sabe por qué es esto tan importante: un político puede plantearse concurrir a unas elecciones perdidas, como forma de tomar posición pública para el futuro. Con una condición: controlar férreamente la Secretaría, a través de la cual tendrá que gestionar en su favor la inmediata travesía del desierto. Si deja ese control del aparato en manos de sus enemigos —dentro de un partido no hay adversarios, sólo enemigos—, está muerto; Rubalcaba durará, entonces, lo que sus conmilitones tarden en encontrarle un lote de cal viva lo bastante eficiente. Y que esta vez, por lo menos, no queden esos desagradables huesos rotos y aquellas uñas arrancadas de cuando lo de Lasa y Zabala.


ABC - Opinión

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