martes, 5 de julio de 2011

La panacea. Por Ignacio Camacho

Si Rubalcaba tuviese el remedio del paro habría que llevarlo a hombros a Moncloa. El problema es que ya está allí.

ENTRE todo lo mucho que Rubalcaba sabe y maneja quizá no esté todavía el control de su propia campaña electoral. El patinazo de Compostela sobre el paro —«sé como arreglar esto»—muestra que aún no le ha tomado la medida al personaje que quiere construir de sí mismo; está demasiado cerca de Zapatero para postularse como un candidato adanista que viene a reinventar la socialdemocracia tras su fracaso. Ése es su principal problema estratégico: el de aparecer ante los electores distanciado de una política de la que no sólo ha formado parte, sino en la que ha constituido una pieza más que significativa. El zapaterismo ha naufragado con él a bordo, y en el puente de mando.

Su papel en el Gobierno no era el de uno que pasaba por allí. Durante cinco años su influencia en Zapatero ha sido constante y creciente, al punto de convertirse en algo más que su valido. Desde que ascendió al número dos del Gabinete ha actuado como un copresidenteque a menudo suplantaba en el poder a un titular en desplome. Eso lo ha visto todo el mundo y no le va a valer presentarse como una víctima más del autismo presidencial ni desentenderse de la política económica, la compartiese o no. Si discrepaba no se le ha visto un gesto de desagrado o de disentimiento; siempre ha presumido de cohesión y de disciplina. Y aunque abandone sus cargos seguirá atado por una evidencia palmaria que la opinión pública no va a pasar por alto: está en el mismo bando que el presidente, forma parte del mismo partido y no sólo hereda su candidatura sino su legado.

Esa herencia tiene una hipoteca catastrófica, un demoledor peso muerto que son los casi cinco millones de parados. Rubalcaba puede tratar de soslayarlos fabricando excusas difíciles o descargándolos en culpas más o menos ajenas, pero presumir ahora de que tiene recetas para enderezar el desempleo es un sarcasmo hiriente, un regalo que los adversarios no han desperdiciado. Ayer cargaron en tromba por ese inesperado resquicio que el aspirante abrió en su propio flanco. El veterano con fama de infalible ha cometido un desliz de novicio. Se ha puesto la zancadilla a sí mismo; uno de sus argumentos recurrentes contra Rajoy es la acusación de falta de compromiso, de no aportar soluciones. Y de repente proclama, como si acabase de surgir de la nada, que él conoce el modo de salir del abismo y lo guarda en silencio para mejor ocasión. A la oposición le ha faltado tiempo para sugerirle que aplique de inmediato sus remedios de demiurgo o al menos que se los cuente a su jefe, en quien todo el mundo aprecia severas dificultades para corregir el rumbo.

Desde luego, si fuese cierto que este hombre tiene la panacea del empleo habría que llevarlo entre todos a hombros hasta la Moncloa. El problema es que ya está allí, desde hace bastante tiempo y sin que se le haya ocurrido nada.


ABC - Opinión

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