miércoles, 13 de julio de 2011

España, al límite

Ni Merkel ni Grecia pueden ser indefinidamente los burladeros del Gobierno frente al deterioro evidente de la situación económica de España y las embestidas de los mercados financieros.

LA crisis de la deuda pública española tuvo ayer, tras horas al borde del abismo, un ligero alivio, pero sigue manteniéndose en niveles casi incompatibles con una financiación estable —asumible a largo plazo— del Estado y de las empresas. El hecho de que mejorase levemente la prima de riesgo, hasta situarse alrededor de los 320 puntos, o de que el bono a diez años se pagara por debajo del 6 por ciento no resta un ápice a la extrema gravedad de la situación que se ha vivido en las últimas cuarenta y ocho horas. Y aunque estos parámetros —prima de riesgo e interés de la deuda— sigan evolucionando favorablemente, estas jornadas han demostrado la absoluta vulnerabilidad de la posición de España ante los mercados internacionales. La situación puede tornarse desastre en cualquier momento. Si nuestro país sufre ataques financieros cada vez que corren rumores sobre Grecia o, como ahora, Italia, no es por una conspiración planetaria contra España, sino por la visión que se tiene de que no hay muchas posibilidades reales de reducir el déficit público, de crear empleo y de aumentar la actividad productiva.

Es evidente que en los mercados hay especuladores que juegan con las fluctuaciones de las deudas de ciertos países. Pero para que se pueda jugar con un país, este tiene que estar en una situación de debilidad que lo propicie. Por eso no ayudan a España los emplazamientos públicos de Rodríguez Zapatero a Angela Merkel para que apoye la entrada de capital privado en el rescate griego. Se podrá estar de acuerdo o no con la canciller alemana, pero, tal y como se percibe a España en Europa, no resulta oportuno que sea precisamente Zapatero quien pida responsabilidad al Gobierno de Berlín. Uno de los males de la posición española es que el Ejecutivo socialista no ha gestionado su presencia internacional de la manera adecuada para, en situaciones de crisis como la actual, tener voz autorizada ante los principales socios europeos. Con una tasa de paro del 20 por ciento y un endeudamiento exterior cada vez más costoso, el Gobierno español tendría que asumir que la responsabilidad empieza por uno mismo, y dejar definitivamente de culpar a los demás.

Como dijo Mariano Rajoy ayer, arrimando el hombro en un momento crítico, España es un país solvente. En efecto, pero la solvencia no es una virtud innata a las economías, sino el resultado de unas determinadas políticas que ordenen un gasto público racional, faciliten la creación de empleo y generen un sistema fiscal equilibrado. España es solvente, pero hay quienes creen que puede dejar de serlo. Las dudas de los mercados no van a disiparse por repetir este mensaje de apoyo a la solvencia de la economía española, sino por ver medidas concretas que sean fiables.

Ni Merkel ni Grecia pueden ser indefinidamente los burladeros del Gobierno frente al deterioro evidente de la situación económica de España y las embestidas de los mercados financieros. Desde las elecciones municipales, el Ejecutivo de Rodríguez Zapatero ha estado más pendiente del candidato Pérez Rubalcaba que de centrarse en la crisis. Y una vez zanjada la cuestión del candidato, resulta que, en su primer discurso, este echa gasolina al fuego de la deuda, advirtiendo a la banca de nuevos impuestos y convirtiéndola en el chivo expiatorio del desastre electoral socialista. Poca inversión va a atraer así el candidato Rubalcaba.

La crisis de España requiere soluciones que no están en las manos de Van Rompuy, ni de Trichet ni de Angela Merkel, por mucho que Europa se enfrente torpemente al desastre. Si no hay confianza —que no la hay— en la dirección política del país, tampoco la habrá en su dirección económica. Con los resultados de las elecciones municipales y autonómicas del 22-M, Rodríguez Zapatero debió haber dimitido y convocado inmediatamente elecciones generales. A estas alturas estarían a punto de celebrarse y, en contra de lo que argumentan los socialistas, no se habría perdido tiempo alguno para reformas que no están dando resultado, como la del mercado de trabajo, o que no han provocado ninguna confianza, como la de la negociación colectiva.

Es imprescindible una crisis política, en el sentido positivo del término crisis, una ruptura de esta inercia decadente que ha impuesto el Gobierno socialista a España. La democracia tiene el procedimiento necesario —la disolución anticipada del Parlamento— para que la crisis política que necesita España abra una nueva etapa, en la que no habrá soluciones mágicas, en absoluto, pero sí, al menos, una oportunidad para hacer las cosas de manera diferente, dando al Gobierno elegido una legitimación ciudadana renovada y una mayor fortaleza para su acción ante los mercados, los agentes sociales y los socios europeos.


ABC - Editorial

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