sábado, 9 de julio de 2011

Duros, euros y demás carencias. Por Ignacio Camacho

El sustrato del lenguaje nos revela inmigrantes en el euro, nativos de divisas viejas: «No hay un puto duro»

La moneda mental y sentimental de las generaciones del siglo XX es el duro. Nativos de la peseta, en el euro somos inmigrantes más o menos adaptados, como en el universo digital. Con la divisa vigente pagamos (cobrar no está de moda), pero para tener una idea real de sus magnitudes necesitamos, sobre todo ante las grandes cifras, convertirlas al cambio antiguo. Y el lenguaje, que es donde se sedimentan las categorías intelectuales —la sintaxis es una cualidad del alma, decía Valèry—, sigue apegado al viejo sistema monetario autóctono; aún llamamos pesetero al que se mueve por intereses pecuniarios y al ver telarañas en la caja fuerte se nos escapa el lamento castizo de Esperanza Aguirre: «No hay un puto duro».

A la presidenta madrileña la han vestido de limpio por su desenfado adjetival, ese desahogo coloquial y cheli que quienes le conocen saben que caracteriza su lenguaje cercano, pero de ese lapsus de micro abierto lo más interesante en el sustantivo. La memoria histórica del duro. El euro es todavía una dimensión para tecnócratas, un problema para economistas y un objetivo para especuladores. Euros son lo que (no) tenemos en el banco, lo que asfixia la hipoteca, lo que estrecha la nómina a quienes aún disponen de ella. El euro se nos antoja una proporción de ricos, financieros y gobernantes, que lo manejan en unidades de millón (meuros les dicen los eurócratas de Bruselas) con la familiaridad displicente de la plutocracia. Por eso ha descendido el número de millonarios; los que tienen dinero son los mismos de siempre, pero la divisa eleva el listón conceptual y un tipo que gana seiscientos mil pavos tiende a considerarse a sí mismo miembro de la clase media. Todavía hay chiringuitos de inversión donde por menos de esa cifra no se te ponen al teléfono.

Para toda esa gente, la crisis es un problema de circulante y de estabilidad monetaria; para los demás se trata de una cuestión de supervivencia. Las hormigas humanas que Orson Welles veía desde la noria del Prater mantienen con el euro una relación de ansiedad porque no lo ven en cantidad suficiente para permitirse no pensar en él. Si las administraciones no tienen «un puto duro» —hasta Obama está a punto de suspender pagos… en dólares—, el resto anda sin un maldito real, sin una miserable pelaque alivie las cuitas de las facturas domiciliadas a primeros de mes. Secos, tiesos, caninos; el idioma es muy fértil en metáforas de la ruina porque la pobreza es una realidad histórica y estadísticamente más constante y más amplia. Se lo dijo Hemingway a Scott Fitzgerald en casa de Gertrude Stein, cuando el exquisito autor de «Suave es la noche» filosofaba sobre la simpleza intelectual de los magnates que había conocido: «Sí, Scott, los ricos y los pobres son en el fondo exactamente iguales; la única diferencia está en que los ricos tienen mucho más dinero».


ABC - Opinión

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