martes, 12 de julio de 2011

Doble lenguaje. Por Hermann Tertsch

Ese ejercicio de equilibrio entre cortesía y franqueza se ha pervertido en el discurso público en hipocresía total.

«NEGARÉ haberlo dicho». Quienes se dedican en España a la comunicación, a la empresa privada o pública y desde luego a la política, oyen esta frase con frecuencia creciente. El interlocutor deja claro que la información, que te acaba de dar y asegura es cierta, no la ratificaría ante terceros. Y menos en público. Es una «verdad confidencial» de la que se invita a hacer uso. Pero se tiene otra para otros menesteres. Sucede con hechos y con opiniones. En esta realidad líquida del socialismo mágico en la que «las palabras están al servicio de la política», las opiniones cambian también según el destinatario, con versiones «informadas» en confidencia y otras «obligadas» para el consumo público. Las primeras tienen por objeto mantener la imagen del opinante como persona informada, inteligente y razonable en el círculo de confidencia, las segundas reafirman la «realidad oficial», confirman la lealtad al grupo propio y evitar por tanto reproches o represalias. Un ejemplo: personas que instantes previos al comienzo de un programa de radio están de acuerdo con una valoración o un pronóstico, discrepan airadamente del mismo una vez conectados los micrófonos en la emisión. Es el mismo personaje que demostraba en confidencia un perfecto sentido común el que pasa a defender públicamente lo indefendible, incluso el absurdo. Lo hace con absoluta naturalidad. La misma que mantiene cuando vuelve a coincidir con su rival dialéctico sobre la base del sentido común, nada más acabar el espacio radiado y de nuevo en confidencia. Nadie parece tener problema de coherencia íntima para saltar entre las dos realidades paralelas. Está claro que la vida en sociedad excluye la sinceridad radical e incondicional. Si dijéramos abiertamente lo que pensamos en cada momento de nuestros interlocutores sería inviable la convivencia, incluso en familia. Por eso y con buen motivo siempre ponemos límites a nuestra franqueza. Siempre hay una forma «cortés» y otra «sincera» de decirlo todo. Y si siempre utilizáramos una de ellas seríamos considerados simples, brutos o necios. Pero eso que en principio es un ejercicio cotidiano de equilibrio entre cortesía y franqueza en las valoraciones humanas y una confidencialidad básica fundamental en las relaciones de confianza, se ha pervertido en el terreno del discurso público hasta extremos que lo convierten en la hipocresía total. Todos los días nos desayunamos con declaraciones de políticos que afirman cosas que ellos y nosotros sabemos que no son ciertas. Y ellos saben que nosotros sabemos que no lo son. Y pese a ello nadie se atreve a romper el guión previsto e impuesto y a decir en público lo que no duda en decir en privado. Por miedo a represalias. Si pretendiera por el contrario expresar su realidad pública como realidad privada sabe que sería tomado por majadero por quienes le escuchan. Que tienen, a diferencia de los oyentes habituales de su realidad pública, poder de interlocución. Es uno de los fenómenos que más daño han hecho en estos últimos años al debate político y a la credibilidad en la política y los políticos. Escudados tras lo que algunos pretenden sea prudencia, se practica ese doble lenguaje que inunda el discurso político de nuestro país. Que no es sino la oficialización cómplice de la mentira. El clásico cinismo político, tan antiguo como las relaciones de poder y común en el mundo se ha desbordado aquí como sólo lo suele hacer en regímenes dictatoriales, en los que la expresión de la verdad es una amenaza que pone en peligro vida, libertad y patrimonio. Habría que preguntarse por qué en esta democracia el miedo ha pasado a determinar tanto las conductas. Y convertido la mentira en práctica común aceptada.

ABC - Opinión

0 comentarios: