miércoles, 13 de julio de 2011

Catorce años... Nada. Por Gabriel Albiac

Al absurdo no hay modo de acomodarse. Eso estalló en el frío asesinato, con fecha y hora fija, de Miguel Ángel Blanco.

«OH sol, sol, deslumbrante fallo!» La fría matemática de los versos de Paul Valéry fue lo primero, es extraño, que me vino a la cabeza cuando estalló todo nuestro universo convenido. Era verano, al borde de la playa. Yo me había blindado frente a la amarga cosa a la cual llamamos mundo: vacaciones. Todavía hoy me sorprendo al preguntarme cómo supe la noticia. Sin radio, sin ordenador, sin teléfono… Pero la supe. Fue como si algo se hubiera roto en la desidia de sol, playa, verano, gentes que buscan olvidar por unos días. Un disparo. En la cabeza. 1997. ¿Cómo pueden haber pasado catorce años tan deprisa?

No era nueva la presencia de la muerte en el País Vasco. Desde el final de los años sesenta era una recurrente pesadilla. Estaba en nuestras vidas. Pudimos, con ingenuidad, pensar que el final de la dictadura sería también el de aquel delirio. No lo fue. Como en todo lo crónico, la monotonía acabó por sobreponerse incluso a la tragedia. Morían gentes. No queríamos percibirlo. Demasiado amargo.


¿Qué fue lo que hizo quiebra aquel 13 de julio? ¿Por qué a todos nos hirió así el dolor vivir en un país que ha perdido su alma? No era el horror. De eso, a tales alturas, sabíamos demasiado. Fue el absurdo lo que nos dejó como cristalizados en el ámbar de un sol que era, de pronto, el del poema de Valéry: mentira inmensa que nos preserva de ver hasta qué punto nuestro universo «no es más que un fallo en la pureza del no ser».

El absurdo. Un hombre de 22 años que sale de casa para coger el cercanías, acercarse a donde sus amigos lo esperan para un ensayo. El batería no llega, los amigos se preocupan. Y el aviso de ETA. Será «ejecutado» en cuarenta y ocho horas. Todo está demasiado en el límite para que nadie pueda fingir ilusiones. Ortega Lara había sido liberado por la Policía poco antes. Tras un año pudriéndose en un agujero. Miguel Ángel Blanco era el precio al cual ETA necesitaba rescatar aquel fracaso. No había esperanza de piedad. Ni tiempo para una operación de rescate. El partido del joven concejal sabía la tragedia a la cual se enfrentaba. Lo sabía su familia. Hubo algo nuevo entonces. Todos supimos, de pronto, que aquella tragedia no era ni de partido ni de familia. Sólo. Era nuestra. La de la España herida que fue la nuestra. Cada minuto de aquel plazo de muerte nos mataba. Cuando la noticia congeló la indolencia del verano, supimos que algo en nosotros se había roto: la esperanza. Y la amargura de vivir para ver eso fue de todos. Al horror, sí, estábamos habituados: va en lo humano. Al absurdo no hay modo de acomodarse. Eso estalló en el frío asesinato, con fecha y hora fija, de Miguel Ángel Blanco.

Yo había cortado puentes: me creía a salvo de la sobredosis de realidad por unos días. No sirvió. Todo seguía igual: el mar, ante cuya perseverancia nada son nuestras miserias; el sol, a cuyo plomo retorna todo siempre; «la extraña omnipotencia de la Nada».

No escuché la radio, no leí la prensa, no conecté el teléfono… La muerte estaba allí, en cada corro de gentes mudas frente al mar. Traté de abandonarme al sosiego ajeno de las olas. En vano. Nada iba a ser lo mismo tras aquel 13 de julio. Hace ya catorce años. ¿Cómo puede pasar el tiempo tan deprisa?


ABC - Opinión

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