martes, 31 de mayo de 2011

Dimitir. Por Alfonso Ussía

La dimisión es una decisión voluntaria. El que dimite, se va porque así se lo recomienda su dignidad o porque le sale de las cocochas. El dimisionario que espera que su dimisión sea o no aceptada es un farsante. «He dimitido pero no me han aceptado la dimisión». Carece de sentido la frase y la actitud. Me ha divertido sobremanera la honda reflexión voceada de Jorge Alarte, el secretario general de los socialistas valencianos, gran cosechador de derrotas contundentes. «¿Dimitir? ¿Para qué, para irme a casa? No, lo que tengo que hacer es seguir». Y se ha quedado encantado con su sueño de resistencia. Cuando murió Franco, Arias Navarro le presentó con la bocucha pequeña la dimisión al Rey. De haber tenido la intención de irse, se hubiera ida a casa, es decir, donde no quiere marcharse, por las razones que sean, Jorge Alarte. Pero el Rey necesitaba un tiempo de adaptación. Le pidió a Arias que siguiera y lo convenció para que nombrase a unos cuantos ministros de confianza. De confianza del Rey, que no de Arias. Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, el formidable don Antonio, en Justicia. Y José María de Areilza, conde de Motrico, en Exteriores, con toda su inconmensurable cultura y representatividad detrás. Hubo otros. Arias no se sentía cómodo, pero le compensaba el cargo. El Rey trazaba a sus espaldas las líneas de su plan. Cuando Arias se convirtió en el gran estorbo para abrir España a la democracia, con un año de retraso, el Rey citó a Arias en le Palacio Real, no en el de La Zarzuela. «Presidente, te agradezco mucho lo que has hecho y acepto tu dimisión». Arias Navarro quedó como disecado por un buen taxidermista. «Señor, yo no he dimitido». «Sí, Carlos, sí, hace un año».

Pero en verdad, no había dimitido. El que dimite se va y no vuelve. Se va a su casa, o a sus asuntos particulares o se toma unas vacaciones de descanso. Julio Anguita dimitió treinta veces y nunca le aceptaron la dimisión, es decir, que en verdad, no dimitió jamás. Y en el PSOE, después de los catastróficos resultados de las últimas elecciones, no abundan las dimisiones. Ahí radica el gran problema de la izquierda española. Necesitan de sus cargos para vivir bien y no ver menguado su nivel social. Para ellos, la política es su empresa, y fuera de la empresa, muchos de ellos no saben hacer ni la o con un canuto. Ignoro la profesión de Alarte, pero de tenerla, aún es joven para retomarla. Los resultados le obligan. Como a Gómez, como a Gorostiaga, como a Antich, como a todos los protagonistas de los últimos batacazos. Tampoco dimiten los principales responsables. No sólo eso. El primer responsable se aferra a su jardín monclovino, y el segundo se nombra a sí mismo sucesor del primero, con el babeante aplauso de todos los miembros de la Ejecutiva socialista, Chacón excluida. Y Bono agazapado, porque sabe que las cosas no van a salir como han diseñado los dos que mandan. Pienso en Sonsoles. Meses atrás, se manifestó harta de La Moncloa, del cargo de su marido, de las obligaciones institucionales, de todo. Deseaba volver a ser un pájaro cantor en libertad, alejado de la jaula de oro. No entiendo que se haya callado. Ahora lo tiene más fácil que nunca. Su marido, aunque siga siendo el Presidente, ha dejado de serlo. Tiene una depresión de vaca lechera. Es el momento de empujarlo con la fuerza del amor. «Vamos, José Luis, que León nos espera». No es precisa ni la dimisión. Los españoles le han dicho que se vaya a su casa. Pero algo tienen las casas de los socialistas que no se sienten cómodos entre sus paredes. Vaya por Dios.

La Razón - Opinión

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