sábado, 19 de marzo de 2011

Cataluña. La conversión de los nouvinguts. Por Eduardo Goligorsky

La integración del inmigrante no pasa por la imposición de una lengua que no le servirá para comunicarse en el mayor ámbito geográfico posible, sino por la transmisión de los valores intrínsecos de una sociedad abierta.

Los planes de integración para inmigrantes que urdió el tripartito llevaban la impronta de ERC, y los que elabora CiU apuntan en la misma dirección: la conversión de los nouvinguts en un obediente rebaño de prosélitos nacionalistas. Si el experimento de ingeniería social diera el resultado apetecido, incluso sería posible que les concedieran el derecho al voto para reforzar el espectro rupturista.

Dada la heterogeneidad de la corriente migratoria, el proceso de integración es muy complejo: por un lado hay que corregir o eliminar comportamientos y prejuicios que son incompatibles con los valores de nuestra sociedad, y por otra urge inculcar, precisamente, estos valores que configuran el marco cultural y jurídico de nuestra civilización. Lo contraproducente, en este contexto, es estimular en el inmigrante los vicios del sectarismo y el dogmatismo que impregnan la ideología nacionalista. Al fin y al cabo, el lastre negativo que traen consigo algunos de estos inmigrantes es producto del tribalismo, el fundamentalismo, la intolerancia y, cómo no, el nacionalismo que les han inoculado en sus países de origen. Difícilmente podrán librarse de dicho lastre si lo encuentran miméticamente reproducido en el país de acogida.


Si el inmigrante que llega a una región de España descubre que, para integrarse, debe participar en el conflicto que una parte (no todos, ni siquiera la mitad) de los habitantes de dicha región mantiene con los ciudadanos del resto de España, lo más probable es que se desentienda de esa confrontación ajena y se aferre a las certidumbres de su propia tradición. Si al recién llegado le informan, además, de que para integrarse deberá aprender una lengua que no es la que se habla en todo el territorio de España, y que si se desplaza por determinadas regiones del mismo país en busca de trabajo (que es lo único que le interesa) deberá aprender otras lenguas, se sentirá transportado nuevamente a los enclaves tribales de los que salió. Y si, para colmo, encontrara un empleo mejor remunerado en Vielha y se enterara de que allí es preferente el aranés, por aquello del arcaico occitano, ya no evocará enclaves tribales sino los pabellones de un asilo psiquiátrico. En síntesis, si no tiene suficientes conocimientos, fuerza de voluntad o capital para apañarse por sí solo, deberá optar entre dejarse atrapar por la red clientelar nacionalista o refugiarse en un gueto con todas las consecuencias negativas que ello trae aparejadas.

La integración del inmigrante no pasa por la imposición de una lengua que no le servirá para comunicarse en el mayor ámbito geográfico posible, sino por la transmisión de los valores intrínsecos de una sociedad abierta, con sus componentes insustituibles de libertad, solidaridad, tolerancia, seguridad, respeto a las leyes y plena vigencia de los derechos humanos. Y estos valores se pueden y se deben inculcar en la lengua de uso común en toda España. Más aún: si yo fuera el responsable de estimular la integración de los inmigrantes, pondría en sus manos, por ejemplo, el ya clásico Ética para Amador de Fernando Savater, y los calificaría según su capacidad para asimilar sus enseñanzas. Aunque las tradujeran mentalmente al mandarín, al urdu, al tagalo o al aymara.


Libertad Digital - Opinión

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