jueves, 24 de marzo de 2011

Crisis. Infraestructuras, autonomías y la desvertebración de España. Por Emilio J. González

El problema de las infraestructuras es de politización, de no querer entender que España es y debe ser una, que no está compuesta de diecisiete territorios unidos entre sí de forma artificial.

Las infraestructuras en España son un claro ejemplo, uno más, del daño que hace la politización de todo lo habido y por haber, ya sea por parte de las comunidades autónomas, ya por el sectarismo de que hace gala el zapaterismo desde que llegó al poder.

Un plan de infraestructuras tiene que responder a unos criterios lógicos en el que, como en el caso de España, deben entremezclarse consideraciones de naturaleza económica con otras más propias de vertebración del territorio, algo de especial importancia en un país como el nuestro. A esta filosofía respondía el plan que diseñó el Gobierno de José María Aznar para aprovechar la tan abundante como generosa financiación comunitaria de que se benefició España entre 2000 y 2006. Porque las obras iniciadas tenían una doble finalidad. Por un lado, se trataba de conectar a España con los mercados europeos; por otro, de integrar un territorio disperso y un país con tendencia a la desvertebración debido a los nacionalismos de todo tipo. De hecho, el plan de infraestructuras del Gobierno Aznar se enmarcaba no sólo dentro de una estrategia de desarrollo económico sino también, y sobre todo, de fortalecimiento de la idea de España. De ahí que, por ejemplo, se apostará inicialmente por una estructura radial, ya que, a través de ella, se conectaban norte y sur, este y oeste, pero pasando siempre por Madrid, que debe ejercer como centro de gravedad y nexo de unión de lo que tiende a disgregarse a causa de los nacionalismos. Pensemos, por ejemplo, en la oposición de ETA a la famosa ‘Y’ vasca del ferrocarril de alta velocidad. La banda terrorista sabía muy bien que ese proyecto significaba integrar San Sebastián y Bilbao con Madrid y, a partir de ahí, crear lazos económicos, sociales, culturales y personales que hacían más difícil cualquier proyecto independentista. Además, en un país con la forma y las características geográficas del nuestro, la radialidad tiene todo su sentido en términos económicos para, una vez desarrollada la misma, pasar a completarla, en una segunda fase, con una estructura de red entre aquellos puntos en que sea tan necesaria como viable.

Por desgracia, en plena ejecución de este plan vertebrador se produjo el cambio de Gobierno y llegó a La Moncloa un Zapatero con ideas contrarias y dispuesto a rendirse a la menor al catalanismo más furibundo, pensando que, de esta forma, pasaría a la Historia como el presidente que resolvió de una vez por todas la cuestión catalana. Y los catalanes del tripartito no querían un diseño radial de las infraestructuras, sino uno de red que beneficiara más a Cataluña y sus intereses, en contra de los más generales del país, y Zapatero concedió a través de la revisión del plan que hizo Magdalena Álvarez en los años en que estuvo al frente del Ministerio de Fomento. La política, por tanto, empezó a imponerse a la lógica. Y lo mismo ocurrió después cuando se paralizaron proyectos que, por las circunstancias geográficas, beneficiaban a las comunidades autónomas del PP para pasar a primar aquellos otros que favorecieran a las autonomías gobernadas por los socialistas o que éstos pudieran utilizar como parte de su propaganda electoral, véase los innecesarios aeropuertos de León, la tierra natal de ZP, o Castilla-La Mancha, un feudo histórico del socialismo español.

Las autonomías, por supuesto, también tienen su parte de culpa. Y es que en vez de contemplar los proyectos de infraestructuras como elementos de política nacional integradora y vertebradora, los políticos regionales han encontrado en los mismos un nuevo motivo para competir unos con otros para ver quien consigue las mejores infraestructuras. Y si la lógica dicta que una región se tiene que beneficiar de un plan, los de al lado quieren también lo mismo para no sentirse marginados o agraviados, por mucho que carezca de sentido, al menos en una primera etapa, el extender hasta determinados territorios las autopistas o los ferrocarriles de alta velocidad.

En este sentido, es especialmente criticable la actitud mantenida por la Generalitat de Cataluña, que quiere lo mejor de lo mejor para su territorio, sin pararse a pensar si es necesario o no. Además, desde Cataluña siempre se mira hacia Madrid sin ver que el proceso de modernización de sus infraestructuras se ha financiado, sobre todo, con recursos de la propia Comunidad de Madrid, cosa que ni hace, ni ha hecho, una Cataluña que, a pesar de ser la región con el gasto público por habitante más alto de España, no ha invertido en su territorio, sino que ha dedicado sus ingentes recursos a promover el nacionalismo en todos sus aspectos y pretende que, con el nuevo Estatut, el resto de España les pague lo que ellos no están dispuestos a financiar a través de las inversiones del Estado.

El problema de las infraestructuras, por tanto, es de politización, de no querer entender que España es y debe ser una, que no está compuesta de diecisiete territorios unidos entre sí de forma artificial. Todo esto, al final, no es más que otro ejemplo al que nos ha llevado un Estado de las autonomías tan mal concebido como desarrollado, en el que en lugar de primar los intereses nacionales, lo hacen los de todos y cada uno de los reinos de taifas particulares. Así no vamos a ninguna parte, y menos aún si las infraestructuras se convierten también en arma electoral de quien detenta el poder en el Estado, para castigar a unos y premiar a otros con el fin de tratar de cosechar votos.


Libertad Digital - Opinión

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