miércoles, 23 de febrero de 2011

Treinta años después. Por José María Carrascal

Todos nos equivocamos por algo tan humano como es proyectar el pasado al presente y al futuro.

ALGUNO considerará irreverente, e incluso ofensivo, aplicar al 23-F el aforismo marxista «la historia se repite, primero como tragedia, luego como comedia», sobre todo, teniendo en cuenta el susto que nos llevamos. Pero contemplándolo con la perspectiva de las tres décadas transcurridas, que en nuestro tiempo son casi tres siglos, se da uno cuenta de cuanto hubo en él de ópera bufa, de comedia de enredo, de sarta de equivocaciones, con aquel estrambote de Tejero «Algún día me explicarán qué ha pasado aquí», o algo parecido.

Que hubo varios golpes que se solaparon, anulándose entre sí, es aceptado por la mayoría de los historiadores y buena parte de los testigos. Que fallaron los cálculos de todos los protagonistas, también. Y que la suerte, por una vez, nos sonrió lo demuestra que podamos rememorarlo incluso con cierta dosis de ironía.

Era un golpe del siglo XIX, todo lo más del XX, cuando estábamos de hecho ya en el XXI, es decir anacrónico a más no poder, como Tejero tirando tiros en el Congreso. Pero también se equivocó Guerra al predecir que «la derescha» se montaría en el caballo de Pavía si volviera a aparecer por allí. Lo que hizo la derecha y la izquierda fue meterse bajo los bancos, como se les ordenaba.


Todos se equivocaron, nos equivocamos mejor dicho, por algo tan humano como es proyectar el pasado al presente y al futuro, cuando el pasado no vuelve y el futuro, como decían los griegos, está en el regazo de los dioses. La España de 1981 no era la España de 1820, ni la de 1843, ni la de 1854, ni la de 1866, ni la de 1868, ni la de 1874, ni la de 1923, ni la de 1936. Es decir, la España de Riego, de Espartero, de O'Donnell, de Narváez, de Prim, de Pavía, de Primo de Rivera, de Franco. Era una España con clase media, que no quería aventuras ni salvadores, sino progreso y libertades, por lo que el golpe, o los golpes, fracasaron. Aunque íbamos detrás de los principales países europeos, no íbamos tan detrás.

El golpe, de todas formas, tuvo buenas consecuencias. Por lo pronto, vacunó al ejército español de veleidades golpistas, convirtiéndolo en fiel servidor de la nación y de la autoridad civil. Luego, consolidó la monarquía como terreno donde ejercer los derechos constitucionales y al Rey, como garante de los mismos. Por último, fue una advertencia para todos los españoles, en especial a los que ocupan funciones dirigentes, de que hay cosas con las que no se puede jugar. Sin ir más lejos, coquetear con el terrorismo. O poner los intereses del partido por encima de los de la nación. O dar más importancia al terruño que al Estado. O creer que las libertades democráticas significan que todo está permitido. En otras palabras: fue una cura de humildad.

Aunque a estas alturas, no estoy seguro de que lo recordemos. Es lo malo de que el tiempo vaya tan deprisa.


ABC - Opinión

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