miércoles, 23 de febrero de 2011

Mi 23-F. Por Alfonso Ussía

A las cinco de la tarde del 23 de febrero de 1981 me hallaba preparando en el despacho del gran penalista José María Stampa Braun, en la calle de Álvarez de Baena, el juicio que al día siguiente se celebraría conmigo de acusado en la Audiencia Provincial de Madrid. El fiscal del Estado, Juan Manuel Fanjul Sedeño, se querelló de oficio contra mi humilde persona por un doble soneto satírico publicado en el semanario «Sábado Gráfico», dirigido por Eugenio Suárez con Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid, de protagonista. Años después, en la cena de las Bodas de Oro de los Condes de Barcelona, don Enrique me dio a entender que nada tuvo que ver con la querella, y que mis versos «tan bellos en la forma como perversos en el fondo» no le habían molestado en absoluto. «Ya sabe, Ussía, Fanjul siempre ha sido de derechas y quiere ganar puntos».

Cuando Tejero y sus hombres entraron en el Congreso de los Diputados, Stampa me aleccionaba del largo trecho que se establecía entre el «animus jocandi» y el «animus injuriandi». A partir de ese momento la preparación de la vista dejó de tener sentido.


En toda circunstancia trágica o peligrosa, y ésta lo era, siempre suceden cosas impensables. A la votación de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo no había asistido su mujer, Pilar Ibáñez-Martín, pero sí una íntima amiga de ésta, Pilar Fagalde y Luca de Tena, que se encontraba en una tribuna de invitados cuando se oyeron los primeros y escalofriantes disparos en el Hemiciclo. Pilar Fagalde fue de las pocas personas que consiguieron salir del edificio del Congreso por una puerta trasera. En su salida se cruzó con un grupo de guardias civiles armados que no le hicieron ni caso. Y desde la primera cabina telefónica que encontró, llamó a su amiga, la mujer de Calvo-Sotelo. «Pilar, tranquila. Ha habido tiros en el Congreso, pero no te preocupes, porque a los dos minutos ha llegado la Guardia Civil».

A las diez de la noche Stampa me confirmó que el juicio se celebraría. Se me antojó extravagante. El Parlamento secuestrado y la vida seguía con normalidad. La aparición del Rey resultó fundamental para que pudiera dormir algunas horas antes de defenderme en un juicio por unos versos satíricos. A las nueve de la mañana desayunaba con José María Stampa en el Centro Colón, a dos pasos del Palacio de Justicia. En la puerta principal, la de la Plaza de París, dos guardias civiles nos permitieron el paso. Estaban despistados. «¿Saben ustedes como va eso?», nos preguntaron.

Una imagen que siempre guardaré intacta. Los tres magistrados que me juzgaban llevaban pinganillos para oir la radio. Como era lógico, les interesaba mucho más estar al tanto del desarrollo del golpe de Estado que del contenido y sentido de unos versos satíricos completamente irrelevantes en aquellos momentos de tensión. Nos jugábamos todos el futuro de España, la vigencia de la Constitución y las libertades conseguidas, y la Justicia perdía el tiempo juzgando unos versos.

El fiscal los recitó, bastante mal por cierto, y los jueces no le hicieron ni puñetero caso. Sus pensamientos estaban en el Congreso, como los de todos los allí presentes. A los pocos días, supe de mi absolución. En nombre del Rey, del que nos había sacado los tanques de la sopa, me debían absolver y me absolvían. Acudí a las cercanías del Congreso. Se oyeron aplausos. Los diputados estaban en la calle. Sol de invierno y frío seco.

El gran error había sido derrotado.


La Razón - Opinión

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