sábado, 26 de febrero de 2011

La prohibición sostenible. Por Ignacio Camacho

Un mundo progresista y feliz sin centrales nucleares, sin coches, sin corridas de toros. Y sin tabaco, claro.

PODRÍAN probar a prohibir los coches. De hecho ya lo han propuesto en algunas ciudades; cierto progresismo contemporáneo considera al automóvil el paradigma sinóptico de los males que afligen a la sociedad posindustrial. Contamina, consume combustibles fósiles y provoca accidentes, atascos y crispación nerviosa. Es un monstruo posmoderno, el enemigo natural del buen salvaje rousseauniano, un artefacto siniestro cuya abolición constituiría un salto cualitativo en la revolución adanista del mundo feliz. Un mundo sin centrales nucleares, sin coches, sin armas, sin corridas de toros, entregado a la bondad fraterna, a la alianza de civilizaciones y al ansia infinita de pazzzzzzz. Y sin tabaco, por supuesto.

Lejos queda el tiempo en que la mentalidad progresista consideraba al automóvil un símbolo de autonomía individual y de desarrollo. La época en que el Manifiesto Futurista de Marinetti proclamó que un coche a toda velocidad era más bello que la Victoria de Samotracia. Reliquias de la Historia; no hay nada más antiguo que un moderno pasado de moda. Ahora el mester de progresía reviste un estilismo peatonal y ecológico; el buen progre moderno se desplaza andando o en bicicleta, envuelve sus compras en bolsas reutilizables y se alumbra con bombillas de bajo consumo subvencionadas por el Gobierno. En esa utopía antimaquinista, en ese ambientalismo de atrezzo, el automóvil representa un rancio vestigio del pretérito industrialismo burgués, un anacronismo de humo y chatarra, una antigualla prescindible. Como las corbatas cuya supresión preconizaba el ministro Sebastián --el autor intelectual de la reducción de velocidad para ahorrar petróleo-como panacea contra el gasto en aire acondicionado. No era, al igual que este plan energético de sainete, una broma traviesa ni un chiste de Lepe ni un invento del profesor Frank de Copenhague; en su delirio de ingeniería social este Gobierno toma esta clase de ocurrencias absolutamente en serio.

Por eso es perfectamente verosímil que un día se atrevan a prohibir los coches, o al menos sacarlos a la calle; han prohibido fumar sin atreverse a vetar el tabaco, y han prohibido los toros sin suprimir la ganadería brava. Podrían incluir la medida en un plan de choque contra la siniestralidad vial o contra el cambio climático o contra el dispendio de combustible; disponen del mantra-comodín de la sostenibilidad para amparar el acto de poder que más les gusta, que es la prohibición, epítome supremo de la facultad de mandar. Y contra el pequeño inconveniente de los efectos en la industria automotriz y en el desempleo, ya han ensayado en los ERES de Andalucía la fórmula mágica de la reconversión sin bajas colaterales. Está al caer la subvención de bicicletas, y quizá antes de rendir mandato alumbren como gran innovación del transporte público sostenible la recuperación de la diligencia.


ABC - Opinión

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