miércoles, 23 de febrero de 2011

La paradoja del golpe. Por Ignacio Camacho

Aquella payasada siniestra estabilizó y vacunó la democracia española, pero acabó bien casi por casualidad.

COMO el tiempo y el papel lo aguantan todo, cada aniversario del 23-F sale una pléyade de ventajistas y enterados tratando de perfilarse ante la posteridad por el mejor lado a base de bulos retroactivos y milongas exculpatorias. Puede que la Historia sea en el fondo un palimpsesto que se reescribe a conveniencia de parte, pero para eso es necesario que antes la palmen los testigos y en su ausencia se pueda manipular la memoria. Treinta años aún son pocos para borrar las huellas de aquella payasada siniestra, de modo que el que quiera aparecer mejor favorecido en el retrato de los hechos tendrá que esperar al menos otra generación a la que colarle la leyenda.

Entre las teorías conspiratorias trufadas de conjeturas chismosas, las versiones victimistas de elusión de responsabilidades y la piadosa tendencia colectiva al bucle melancólico de la autocomplacencia se ha construido una leyenda de la intentona golpista que de alguna forma tapa su carácter sórdido, su chapucera condición y su patética escenografía de asonada cuartelera. El final feliz nos ha acabado volviendo indulgentes con nosotros mismos y en la distancia tendemos a buscar claves ocultas y sofisticadas intrigas para borrar la evidencia de que la aún joven democracia zozobró porque un grupo de zafios salvapatrias de uniforme aprovechó la debilidad estructural del país para sacar de paseo con sorprendente facilidad los demonios a medio enterrar de nuestra más cerril tradición exaltada.


Aquel lance aventurero salió mal —es decir, bien— medio de casualidad, porque el Rey mantuvo el tipo con mérito y lucidez que aún le pretenden cuestionar algunos; porque hubo militares a los que el sentido del deber no les nubló la conciencia y porque a Tejero le dio de madrugada un avenate de dignidad herida cuando Armada estaba a punto de aprovechar la confusión para investirse allí mismo como un De Gaulle de barraca. Pero lo cierto es que hubo momentos en que la moneda de la tragedia bailó de canto sobre nuestro destino y que el esperpento bien pudo desembocar en drama. Y que el pueblo soberano y los cuadros de la sociedad civil no fueron precisamente un modelo de resistencia, contra lo que pretende cierto revisionismo dispuesto a hacer creer que las calles españolas eran un trasunto de la Plaza Tahrir. Algunos de los presuntos heroicos rebeldes de la noche de autos ni estaban ni se les esperaba.

Pero hasta ese medroso comportamiento social terminó resultando positivo en la medida que evitó mayores disparates. Lo paradójico del golpe es que tratándose de un mamarracho general acabó en contra de sus promotores como un gran éxito político que estabilizó la democracia y la vacunó contra el virus de la inmadurez. Pero no fueron las dieciocho horas más gloriosas de nuestra Historia ni merecen que nadie saque demasiado pecho por ellas. Del Rey abajo, casi ninguno.


ABC - Opinión

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