jueves, 24 de febrero de 2011

Horas contadas de un beduino con gorra de jefe de estación. Por Antonio Casado

Cuando compraba con caballos la sonrisa cómplice del llamado mundo civilizado, el líder de la Revolución, el padre de los libios, el gran beduino con gorra de jefe de estación, Muamar el Gadafi se paseaba por Europa con su jaima portátil como esas estrellas que exigen hoteles sin ascensor, cortinas amarillas en el cuarto y agua mineral para llenar la bañera.

En esta orilla de las tres colinas, nuestros gobernantes le reían las gracias y hallaban en el exotismo la coartada perfecta para seguir mirando hacia otro lado. Más o menos como sigue ocurriendo ahora con la China de Hu Jintao, cuyo exotismo consiste en pasarse los derechos humanos por el arco del triunfo. Si Libia tiene la llave de las mayores reservas de hidrocarburos de Africa, la China comunista es el poderoso acreedor de los Estados Unidos y, por tanto, tiene la llave de la estabilidad monetaria del bloque occidental. Quieto todo el mundo, que diría nuestro más curioso ejemplar de liberticida ibérico.

«A diferencia de otros dictadores, el exotismo de Gadafi no incluye la tendencia a envolverse en la bandera nacional. Su narcisismo desborda el sentido de pertenencia a un espacio, un país, una patria.»
El inesperado despertar de las masas populares en la parte exótica del mundo globalizado puede alcanzar en cualquier momento a los hijos de Mao, del mismo modo que ha alcanzado a los hijos de Gadafi, totalmente decididos a invertir el escarmiento y terminar de un sopapo a tiempo con la tontería de un padre con rabieta. En China ya hay un doloroso antecedente: Tiananmen. Miles de estudiantes asesinados en la plaza que ya perdió su nombre por los militares del Ejército comunista cuando reclamaban libertad y derechos individuales.

Nada distinto a lo que se ha pedido en la plaza Tahrir en El Cairo, la de la Perla en Manama (Yemen) o en la plaza Primero de Mayo de Argel. Si se repite la historia de la plaza Tiananmen ( 3 de junio de 1989), ¿nos haríamos de nuevas, como con Libia, mientras la evaluación de riesgos se convierte en la excusa para seguir retrasando la adopción de medidas contra el sátrapa? Apuesten a que sí.

Al final, el grito de la libertad es el mismo en cualquier parte del mundo. Y los sátrapas reproducen siempre el mismo patrón de comportamiento: denuncia de una conspiración extranjera (desde la judeomasónica de Franco hasta la imperialista de Gadafi, el muestrario es amplio), ira contra el mensajero (cierre de periódicos, encarcelamiento de disidentes, bloqueo de los accesos a Internet…), solemne disposición a comparecer ante los tribunales de Dios y de la Historia, y una recurrente declaración de amor a la Patria.

A diferencia de otros dictadores, el exotismo de Gadafi no incluye la tendencia a envolverse en la bandera nacional. Su narcisismo desborda el sentido de pertenencia a un espacio, un país, una patria. Al colocar su ego por encima de los símbolos nacionales ha logrado acabar con la maldita tendencia a confundir Libia con Liberia o con Líbano. Ahora es, simplemente, “el país de Gadafi”. Lo explicó él mismo la otra noche en esa inolvidable escena del paraguas ambientada por el que manejaba la regadera fuera del plano.

Sólo a Charlot se le hubiera ocurrido ese mutis final en carrito de golf después de haber escenificado la más mostrenca apelación a la guerra civil en boca de un sátrapa con los días contados.


El Confidencial - Opinión

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