sábado, 19 de febrero de 2011

ERE que ERE. Por Tomás Cuesta

De lo que se trata es de que los tratantes hagan las maletas y alguien consiga cerrar con siete llaves el despacho de Juan Guerra.

Al cabo de tres décadas de socialismo a ultranza, de tente mientras cobras, de come y calla a espuertas, el escándalo, en Andalucía, es un «déjà vu» perpetuo, y la corrupción, ya sea al por mayor o al menudeo, es un fin en sí misma y no únicamente un medio. No es una anomalía sistemática, sino que constituye la esencia de un sistema en el que los ideales se acomodan a las fluctuaciones de los intereses y en el que no hay mejor industria para forjarse un porvenir que la que se desarrolla en el terreno del conocimiento. Salir de pobre es cosa de conocer amigos con aldabas (miel sobre hojuelas si, además, son parientes) en un régimen de partido único —o unánime, lo que prefieran— que ha transformado la política en el monocultivo del trinque y el saqueo, del trile y los tejemanejes, del bandolerismo y de la picaresca.

Así, prácticas como la de los falsos EREs no sólo están bien vistas sino que son la versión 2.0 del PER, una sutileza administrativa capaz de convertir al abuelo de Víctor Manuel en un picador de Huelva y transformar la mamandurria en un acto modélico de generosidad munífica con la famélica legión y los desheredados de la tierra. El viejo desempeño de encalar la miseria y blanquear, de paso, haciendas y conciencias.


Desde que el clan de la tortilla le dio la vuelta a la ídem, los despachos de los hermanos socialistas son la ventanilla única del poder y la pasta, los aposentos de esta especie de alternativa al señorito cuyos títulos nobiliarios son los carnés del PSOE y la UGT. Los políticos han ocupado los casinos de los viejos terratenientes. La finca es ahora toda Andalucía y el AVE Santa Justa/Atocha, un corredor de influencias, una línea en la que los palmeros de Chaves, Griñán y Zarrías pegan sus pelotazos y distribuyen el juego a golpe de «blackberry» con saldo ilimitado. Ahí y así, una comisión de investigación sobre el fondo de reptiles es una notable estupidez, puesto que su ámbito indagatorio no sería el de un caso excepcional sino el de la normalidad pura y dura. Setecientos millones después, la conclusión de los comisionados sería idéntica a la de los comisionistas: sin novedad en el frente, nada nuevo por estos pagos, todo bajo control.

El clientelismo es una seña de identidad de la política andaluza en la que los caciques del área son los patriarcas del socialismo, cuyo visto bueno se antoja imprescindible para el éxito de cualquier empresa, incluidas las del registro mercantil. Concesión es sinónimo de comisión; subvención, de votos, y vivir del paro equivale a una carrera creativa en la administración, un «way of life» que, sustanciado en las urnas, alumbra un carnaval de charanga y papeleta. En el laberinto del toma que toma, del dale que dale y del ERE que ERE, la alternancia no es uno de los resortes de la convivencia, sino una forma de relacionarse que pasa por el mantenimiento de la barra libre y la tapa a juego. En la Andalucía de los fondos de reptiles, las simas de sapos y los abismos de culebras, salir del armario exige dejar de vivir del cuento y desterrar el cuánto («Y yo, ¿cuánto me llevo?»).

O sea, que de lo que se trata es de que los tratantes hagan las maletas y alguien consiga, al fin, cerrar con siete llaves no el sepulcro del Cid, sino el despacho de Juan Guerra.


ABC - Opinión

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