miércoles, 16 de febrero de 2011

DDoS. Por Gabriel Albiac

Hace años que no veo una peli española. Ni la SGAE ni Sinde recibirán un céntimo mío. Voluntariamente, al menos.

GUY Fawkes, la careta que estiliza sus rasgos, agrupa a los sin nombre, los Anonymous de internet. Quiso volar el Parlamento inglés, el 5 de noviembre de 1605. La ironía británica hizo de él —torturado y luego ejecutado— un héroe popular. Y de la fecha de su intento de reducir a cenizas al rey y a las dos cámaras, quedó el regocijo anual de la Plot Night, en la cual, más que de historia, la cosa va de juerga, cerveza y fuegos artificiales. Para los de mi edad, está ligada a la lectura más perenne de nuestra infancia: los relatos que R. Crompton tejió en torno a su William Brown, Guillermo para los amigos. Los más jóvenes lo asocian a una bonita película de los hermanos Wachowski sobre un cómic de Moore y Lloyd que rebosa anarquía y mala uva.

Anonymous es la red: nadie. Y, en ese nadie, cada uno. Es lo que hace de internet un acontecimiento único: la inteligencia de los individuos, sin mediación institucional, puede en la red potenciarse hasta hablar de tú a tú a la máquina del Estado. Y, llegado el momento, darle jaque en puntos críticos. De un modo cuya maravilla aún no llegamos a entender hasta qué punto ha cambiado nuestras vidas, la vida, la red ha trocado en hiperrealismo la utopía de Étienne de La Boétie hace cuatro siglos: no hace falta combatir a los tiranos; basta con ignorar su imperio para que éste sea ceniza. Y no, claro que Anonymous no es una organización anarquista más a menos secreta. Anonymous no es. Nada. Nada puede, por tanto, combatirlo. Ni hace tan poco nada, Anonymous. Sólo «deniega». Servicios. En eso consisten sus míticos «ataques» DDoS (distributed denial of service). Puede que a estos «denegadores» el Discurso de la servidumbre voluntariales caiga tan cerca como la escritura cuneiforme. Da lo mismo. La Boétie, cuatrocientos años después, resuena en quienes tienen la misma edad —entre los 16 y los 18, según su amigo Montaigne— que él tenía cuando formuló su hipótesis maldita: no hay tiranía que se sostenga sobre otra cosa que no sea la complacencia de los tiranizados.


Hace unos días, al pasar por la plaza de Oriente, me di con un monstruoso adefesio: una especie de invernadero enorme en aluminio y plástico cuya inmediata voladura deseé al instante. No tenía ni pajolera idea de a cuento de qué venía atentar así contra la plástica urbana madrileña. Ayer, al ver en el periódico a los burlones Guy Fawkes pitorrearse de la banda de horteras congregados en torno a Sinde, Pajín y el club de los subvencionados, me enteré —demasiado tarde— de que aquel horror era la versión castiza de la noche de los Óscar. Y he añorado el final de la peli de los Wachowsky. Cuando cientos de miles de idénticos enmascarados, millones de Anonymous, que siendo nada lo son todo, avanzan en un Londres de pronto iluminado por el celestial fuego de artificio del Parlamento sobre el cual, por una vez, Guy Fawkes estalla en atronadora carcajada.

Mis respetos, Anonymous. Hace años que no veo una peli española: me parece una estafa pagarla dos veces, una con mis impuestos y la otra en la taquilla. Ni la SGAE ni Sinde recibirán un céntimo mío. Voluntariamente, al menos. Es mi manera antediluviana de denegar servicios. Pero admiro la vuestra. Y os envidio.


ABC - Opinión

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