miércoles, 5 de enero de 2011

Salutación al pesimista. Por Ignacio Camacho

En las actuales circunstancias el optimismo consiste en resignarse a que 2011 sea un año de tristezas llevaderas.

EL cuarto año de la crisis, que empezó dieciocho meses antes de que el presidente del Gobierno reconociera su existencia, ha arrancado en medio de un fuerte pesimismo colectivo, una atmósfera generalizada de desaliento psicológico que puede agravar el panorama y desarmar todavía más la débil estructura de resistencia social. La mitad de los españoles creen que el paro va a empeorar, y aún son en conjunto más optimistas que, por ejemplo, los andaluces, entre los que tres de cada cuatro temen quedarse sin empleo antes del verano. La mayoría de los parados carece de esperanza en la posibilidad de encontrar trabajo, pero si la tuviese daría igual, porque tampoco iba a encontrarlo. Las perspectivas más razonables apuntan a que el desempleo no aumentará, o al menos no volverá al vértigo de la caída del 2009, sin que ello implique mejoras significativas; la mejor previsión de crecimiento en este ejercicio se atoja insuficiente para crear tasas netas de ocupación. En las actuales circunstancias, el optimismo consiste en aspirar a quedarse como estamos, en conformarse con no descender más peldaños de la escala de bienestar que hemos bajado de golpe y a costalazos, y en aceptar con cierta resignación que 2011 sea un año de tristezas llevaderas en el que las penurias mohínas de los últimos tiempos discurran al menos sin nuevos sobresaltos.

En este clima de desmoralización resalta la confiada ofuscación de Rodríguez Zapatero, cuya inmersión forzosa en un cierto realismo político no alcanza para que deje de cometer el error que más le ha hundido ante la opinión pública: la persistencia en pronosticar mejoras que no sólo no se producen, sino que se alejan en un horizonte de descalabro socioeconómico. Ayer, ante Carlos Herrera, anduvo espeso y defensivo, centrado en la prioridad de no parecer irresponsable, pero continuó destilando ese aire de autocomplacencia esperanzada que para muchos ciudadanos se ha convertido ya en una irritante cantinela muy parecida al engaño. Su empeño voluntarista en atisbar señales de recuperación resulta ya un discurso cansino en el que la gente ha dejado de creer. Los más benévolos opinan que se ha equivocado demasiadas veces; el resto simplemente considera que ha mentido. Alguna vez acabará acertando, o ni siquiera eso porque la crisis no ha tocado fondo y los indicios de mejoría no empezarán a notarse, en el mejor de los supuestos, hasta el final de su mandato, pero en todo caso ya no está en condiciones de rescatar su devalada capacidad de análisis. Y aunque ha rebajado el provocativo optimismo que antes le arrastraba a escandalosos vaticinios fallidos y ha moderado la arrogancia con que se jactaba de controlar una situación que a todas luces había sobrepasado sus facultades, carece de crédito para enviar mensajes de confianza. Un país con aspiraciones no se puede conformar con que su líder deje de decir tonterías.

ABC - Opinión

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