lunes, 31 de enero de 2011

La pelota egipcia. Por Ignacio Camacho

Sólo los islamistas poseen en el Egipto actual una organización cohesionada capaz de constituirse en alternativa.

QUIZÁ esos jóvenes airados y valerosos que desafían a los tanques en El Cairo acaben viendo el amanecer de libertad que no pudieron ver sus colegas de Teherán en 2009 o de Pekín veinte años atrás. O tal vez ese horizonte sea tan efímero como el que, también en Teherán, en el 69, sustituyó la tiranía del Sha por la de los barbudos ayatolláhs fanáticos del integrismo y la teocracia. Nadie lo sabe en estas horas inciertas en que Egipto, el corazón intelectual y demográfico del mundo árabe, se mueve entre las convulsiones alternativas de la revolución y del golpe de Estado. Sí sabemos que ya no hay vuelta atrás, y que o cae el régimen autoritario de Mubarak o permanece en medio de un baño de represión y de sangre. Y que la crisis política que ha estallado en el Mediterráneo sur es el punto de no retorno de un proceso crucial en el equilibrio del mundo que conocemos; un punto a partir del cual la comunidad árabe puede abrirse en cadena a esa democracia que siempre se ha mostrado conflictiva en el universo musulmán… o acelerar su tránsito hacia una islamización capaz de desestabilizar el orden internacional hasta una tensión límite.

A favor de la hipótesis pesimista se inclina el hecho objetivo de que sólo los islamistas poseen en el Egipto actual una organización cohesionada capaz de constituirse en alternativa de poder. Tienen un potente foco intelectual universitario, una tradición consolidada, un arraigo social y una fuerza política —los Hermanos Musulmanes— en condiciones inmediatas de articularse como polo de referencia. Junto a ellos, los jóvenes de la revuelta configuran un movimiento disperso y heterogéneo, canalizado por internet y las redes sociales y aglutinado sólo por el descontento y el anhelo de libertad. Su sueño es hermoso pero desarticulado: una revolución democrática inédita porque en el mundo árabe contemporáneo, como señalaba ayer el maestro Carrascal, la única revolución históricamente contrastada ha sido la revolución islámica. La que secuestra la libertad bajo el velo del fundamentalismo y la barbarie.

Con Israel a la expectativa, alarmado ante la posible caída de lo que considera su último muro de relativa contención estratégica, Occidente mira a Egipto desde la medrosa confusión de una disyuntiva moral. A un lado, la simpatía inevitable por la sacudida de una espontánea oleada democrática; al otro, la tentación utilitaria que aconsejaría respaldar el statu quocomo teoría del mal menor. En sus modalidades extremas, buenismo esperanzado contra pragmatismo escéptico. Y en medio, la nadería insustancial, el criterio paralítico de una Unión Europea incapaz de plantearse siquiera de qué lado le gustaría que cayese la pelota que está botando en los tejados cairotas.

Caiga para donde caiga, una cosa es segura: Mubarak, ese autócrata incompetente, rancio y ensimismado, no merece ser aliado de nadie.


ABC - Opinión

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