martes, 14 de diciembre de 2010

Por una España posible. Por M. Martín Ferrand

España no aguanta un año y medio más con la presente fórmula de Gobierno, y eso, sin dramatismo, tiene remedio.

FRANCISCO Largo Caballero, a quien llamaban «el Lenin español» y fue uno de los promotores de la Guerra Civil, decía que Indalecio Prieto era el camelo político más grande que había conocido. En el PSOE, donde sus militantes suelen aparecer formando piña y escasos de sentido autocrítico, son viejas las rencillas internas. ¿Cómo no habían de serlo si el PSOE es genuinamente español y tiene establecido un sistema jerárquico cuartelario en el que la obediencia al jefe tiende a sustituir las ideas y los principios? José Luis Rodríguez Zapatero —tan decaído, tan lánguido— se parece más a Largo Caballero que a Prieto. Le interesa más la posesión del poder que sus posibles usos benéficos. De hecho, su única gran obra, la «memoria histórica», un golpe de revanchismo contra el pasado, es el único síntoma verdaderamente izquierdista que se le observa. De ahí las escaramuzas que se observan en su entorno. Unas, las que inspira el número dos del partido, José Blanco, abundan en gestos de convivencia y tratan de presentar una España posible, menos arisca, mejor avenida y con furia de progreso. Otras, las que cursan bajo el manto del supervicepresidente, Alfredo Pérez Rubalcaba, tienen el aroma acre de la hostilidad al adversario. Le observa como si se tratara de una legión de controladores aéreos, o cosa así, que pueden ser neutralizados con un decreto u otro pase mágico de los que ofrece el repertorio de una democracia meramente formal en la que no hay separación entre los poderes del Estado y en la que las garantías son de calibre variable y en función de su ocasional beneficiario.

Lo evidente es que España no aguanta un año y medio más con la presente fórmula de Gobierno y eso, sin dramatismo, tiene remedio. El más sencillo y menos traumático es el que pueda elaborar el Grupo Parlamentario Socialista con el respaldo de los órganos rectores del partido.

Para aliviar esa generalizada tribulación sirven de bálsamo actitudes como las prodigadas, al hilo de la inauguración de la nueva Estación de Atocha, por la presidenta de la Comunidad de Madrid, el ministro de Fomento y el alcalde de la capital. La certeza y las buenas maneras son exigibles al poder legítimamente establecido. Los ciudadanos tenemos derecho a no ser salpicados por la zafiedad y las intrigas de los gobernantes y, en consecuencia, recibimos reconfortados el testimonio de una España posible en la amable convivencia entre José Blanco, Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz Gallardón. Las discrepancias no justifican las patadas en la espinilla ni los exabruptos. Salvo que estos fuesen tremendamente ingeniosos...


ABC - Opinión

El Gobierno busca la prórroga del estado de alarma. Por Antonio Casado

En estos momentos el Gobierno se está planteando seriamente la posibilidad de solicitar el permiso parlamentario para prolongar el estado de alarma decretado hace diez días con el fin de desactivar el boicot de los controladores al tráfico aéreo. No es asunto cerrado. No lo era anoche, pero las fechas apremian y la decisión de prorrogar o agotar el preceptivo plazo de quince días es inminente. Lo más probable es que la conozcamos a lo largo de la jornada de hoy, marcada por la comparecencia del ministro José Blanco ante la Comisión de Fomento del Congreso de Diputados, que es la que nos dará la pista sobre las intenciones del Gobierno a este respecto.

Como es sabido, y a diferencia de su declaración inicial, en la que bastaba la comunicación, la prórroga del estado de alarma precisa la autorización expresa del Congreso antes de que expire la vigencia de aquel. Sabemos además que antes se celebrará un Consejo de Ministros extraordinario para formalizar la solicitud. No es necesario pero así ha anunciado Rodríguez Zapatero que se hará. Y, por otra parte, el presidente del Gobierno ha de asistir el jueves y el viernes al Consejo Europeo.


Por tanto, no quedan más fechas que las de hoy y mañana para tomar la decisión, reunir al Consejo de Ministros y celebrar un pleno de la Cámara con formato de “debate de totalidad” en el que se autorizaría o se denegaría la prórroga solicitada por el Ejecutivo. No olvidemos que el domingo, día 19, caduca el preceptivo plazo de quince días para la vigencia del estado de alarma declarado por el Ejecutivo y comunicado inmediatamente al Congreso el sábado 4 de diciembre.
«Simplemente, el Gobierno no se fía de los controladores. Nadie le ha garantizado que no volverán a las andadas.»
Después de los discretos tanteos que el vicepresidente Pérez Rubalcaba, el ministro Jáuregui y el portavoz Alonso han hecho entre los partidos políticos de base parlamentaria, y ante la falta de garantías de normalidad en el tráfico aéreo por parte de los controladores, durante las últimas horas ha ganado terreno la hipótesis de que, efectivamente, el Gobierno pretende la prórroga del estado de alarma como el más eficiente instrumento legal para asegurar que no se producirá un nuevo plante de los controladores aéreos durante las próximas fiestas navideñas.

Simplemente, el Gobierno no se fía de los controladores. Nadie le ha garantizado que no volverán a las andadas. Y no cree que sea suficiente la militarización del servicio (la competencia pasa del Ministerio de Fomento al de Defensa). Tampoco lo fue cuando lo decretó el gabinete de crisis de Moncloa en la noche del viernes 3 de diciembre. Por eso está a cinco minutos de persistir en la militarización de las personas (los controladores pasan a tener la consideración de personal militar). Fue la herramienta más eficaz en manos del Gobierno ante la paralización de un servicio público esencial que provocó el desabastecimiento de un bien de primera necesidad, equiparable a un supuesto de calamidad pública. Son las previsiones descritas en el artículo 4 de la ley de 1981 que desarrolla el precepto constitucional sobre el estado de alarma (artículo 116 de la CE).

La diferencia es que ahora se parte de una situación de normalidad, aunque sea forzada, mientras que en la declaración del estado de alarma del sábado 4 de diciembre la situación era, efectivamente, de caos y desabastecimiento. Ahora sí se parecería a una medida excepcional sólo a título preventivo. La solución, en las próximas horas.


El Confidencial - Opinión

Todos locos. Por Hermann Tertsch

Resulta alarmante comprobar lo poco que alarma el estado de alarma a la inmensa mayoría de ciudadanos

NOS cuenta don José Blanco que es muy posible, mejor dicho, probable, que el Gobierno se vea obligado a prorrogar este Estado de alarma. Que tuvo que imponer cuando los controladores reaccionaron como esperaban que lo hicieran. Resulta alarmante comprobar lo poco que alarma el Estado de alarma a la inmensa mayoría de ciudadanos, todos convencidos de que si no eres un apestado controlador, no te afecta en nada. Te lo cuentan por todos los canales de televisión y radio sesudos analistas y perspicaces observadores de la realidad nacional. Si no eres un enemigo del pueblo declarado como esa banda de desalmados no tienes nada que temer, dicen los de la izquierda y los de la derecha. Y todos se mecen en la nube de esa perfecta normalidad que, según nos cuentan, ha venido a imponer el estado de excepcionalidad constitucional en el que nos ha metido por primera vez en la historia de la democracia el actual presidente del Gobierno y su jefe y previsible sucesor, don Alfredo «Fouche» Rubalcaba.

Si el pueblo se siente cómodo en este Estado de alarma que tanto tranquiliza, no vean lo bien que se siente el Gobierno. Muchos de los miembros de esta tropa gobernante estarán pensando que ha sido un tonto despiste no darse cuenta antes de lo útil que resulta. Como no van a remitir los temores a que repitan o reincidan los controladores, ya animados al ver que las chapuzas jurídicas del Gobierno con la cacareada militarización pueden dejarlos impunes, podemos tranquilamente convencer a la sociedad para que aplauda un Estado de alarma indefinido. Al fin y al cabo, no afecta a las personas decentes, como se solía decir de la «Ley de vagos y maleantes», antes de que naciera nuestro presidente. Pero quizás habría que advertir a algunos, por eso del decoro, que quizás estén ellos en colectivos de otros enemigos del pueblo que tengan que recibir el merecido escarmiento del poder. Porque como molesten más de la cuenta o dañen a la economía nacional, el Gobierno podría verse obligado a pararles los pies con las nuevas armas que se ha mercado. O si se ponen muy bordes, con otras nuevas, porque ahí están el Estado de emergencia y el Estado de sitio.
Todo ha sido pensado, nos cuentan —los padres de la Constitucion estaban en todo— para que un gobierno, aunque sea el más incapaz y fracasado del mundo, pueda mantener el control sobre los conflictos y problemas que él mismo ha generado. ¿Alguien se atreve a descartar que nuestro Gran Timonel se vea obligado en este futuro agónico inmediato a darle otra vuelta de tuerca a sus necesidades de control ante la catástrofe que, lejos de paliarse, se agudiza según se acercan las próximas elecciones? ¿Están todos tan tranquilos ante la perspectiva de un estado permanente de excepción en el que gobierne no ya el náufragado adolescente sino el amo de las sombras y la doblez? Fouche Rubalcaba, implicado como responsable de interior en el caso Faisan, en el presunto delito de alta traición más grave desde la llegada de Tejero a las Cortes, va a ser previsiblemente el jefe de toda esta operación cuyo fin último es impedir la alternancia política en España. Si estamos tranquilos es que ya, definitivamente, han logrado enloquecernos.


ABC - Opinión

Wikileaks. Assange, el iluminado. Por Cristina Losada

Asumía también que Wikileaks se manchara "las manos de sangre" en algún caso. Todo sea por la causa. Una causa por "formas de gobierno más abiertas" que, oh, casualidad, tienen como principal blanco a los EEUU y no a las cerradas dictaduras del orbe.

Antes de que se eleve a los altares a Julian Assange como un señor mártir de la libertad de información, convendrá someter a escrutinio sus procedimientos y prestar atención a sus propósitos. Se ha querido rodear el australiano de un halo de misterio, muy conveniente para hacerse un personaje, pero si algo no ha mantenido en secreto son sus intenciones. De ahí que sorprenda el empecinamiento general en considerarle un hombre entregado a la noble tarea de exponer esa clase de tropelías que los gobiernos perpetran y siempre quieren mantener ocultas. Si así fuera, Wikileaks no haría más que sumarse a una labor que ha venido realizando la prensa. Pero lo suyo es distinto.

La actividad de Assange no se encierra en los límites tradicionales del periodismo. Para él, la transparencia no es un fin, sino un medio destinado a provocar cambios sociales y políticos. "Nuestro objetivo no es conseguir una sociedad más transparente. Nuestro objetivo es conseguir una sociedad más justa", declaraba a Time. Y, por supuesto, será él, Assange, quien defina en qué consiste la justicia. En su visión, los regímenes autoritarios, entre los que sobresale EEUU, se fundan en la conspiración. Si las filtraciones llevan a los gobiernos a reducir el flujo de información interna que sustenta el poder de los "conspiradores", tanto mejor: así serán más ineficientes. Resulta que no estamos ante un periodista que quiere informar al público, sino ante el enésimo iluminado que pretende cambiar el mundo. Y si no lo es, se lo hace.


Cabe alegar, en este punto, que sus designios son lo de menos y la revelación de secretos gubernamentales es beneficiosa, incluso cuando pone en peligro la seguridad de una democracia en guerra o la vida de ciertas personas. En un reportaje del New Yorker, el activista reconocía que podía perjudicar a inocentes, pero lo asumía como un "daño colateral": no puede sopesar la importancia de cada detalle en cada documento. Y asumía también que Wikileaks se manchara "las manos de sangre" en algún caso. Todo sea por la causa. Una causa y una lucha por "formas de gobierno más abiertas" que, oh, casualidad, tienen como principal blanco a los Estados Unidos y no a las cerradas dictaduras del orbe.

Pero las intenciones sí importan. Aunque Assange proclama, pretencioso, que lo suyo es "periodismo científico", que da acceso a toda la verdad y permite a cualquiera juzgar por sí mismo, el material que aparece negro sobre blanco es fruto de una selección como la que lleva a cabo el periodismo clásico. Y ahí entran en juego los criterios, los prejuicios y los propósitos. Cuando él y sus colaboradores editaron el vídeo que, con evidente sesgo, titularon "Asesinato colateral", lo hicieron para lograr un impacto y un efecto determinados. No fue una excepción: es su modus operandi. Uno que nada tiene de científico y mucho de la manipulación clásica.


Libertad Digital - Opinión

Doping político. Por Ignacio Camacho

La banca se practica autotransfusiones y el dinero público adultera la musculatura de partidos y sindicatos.

IGUAL que existe un doping deportivo que adultera la competición de élite, hay una droga política que falsifica los mecanismos de la vida pública. Y no se trata sólo del poder, que es adictivo, ni de las encuestas, que son la ración de esteroides con que los dirigentes alimentan sus expectativas y fortalecen su ego, sino de toda una ingeniería artificial que corrompe la lid democrática con dosis espurias de manipulación del sistema. La gente empieza a sospechar que los éxitos de los deportistas españoles se hayan levantado sobre un pantano de farmacopea prohibida pero lleva tiempo barruntando que en la escena política también le están dando gato por liebre. Para empezar, con un sistema electoral que prima la desigualdad y favorece el mercado negro de la compraventa de apoyos; luego mediante una endogamia de intereses cruzados que propicia el tráfico de favores mutuos, y por último con un entramado de financiación que perpetúa privilegios y permite a partidos y sindicatos establecer el ritmo de gasto de una casta de chamanes.

En la competición deportiva, por ejemplo, están prohibidas las autotransfusiones, pero la banca española se las practica de manera rutinaria a la vista de todo el mundo. El Banco central no pone reparos a los arreglos contables y el Gobierno provee avales públicos para las cajas por si no fuese suficiente con el alivio en los balances de los lastres inmobiliarios. El dinero de los contribuyentes funciona también como anabolizante de la política —para fortalecer la musculatura de una partitocracia y de un sindicalismo incapaces de financiarse por sus propios medios— y de las instituciones, que se dopan a base de despilfarro para mantener toda clase de estructuras clientelares. Y el problema es que a diferencia de las federaciones, que aunque a regañadientes se ven obligadas a descalificar a los tramposos, el sistema se autoprotege haciendo de juez y de parte; ignora sus perversiones fraudulentas, esconde las denuncias y no practica controles antidoping. Está inflado de hormonas exógenas y las metaboliza con una naturalidad alarmante.

El resultado de esta tolerancia culpable, o al menos negligente, es un descrédito peligroso de la propia actividad pública, que genera un progresivo recelo ciudadano igual o mayor que el que sospecha en la esfera deportiva. El asunto es tan viejo como la propia política aunque para eso se han inventado las depuraciones, los anticuerpos, las reformas y las catarsis, que son esenciales en una democracia honesta. La española lleva tiempo trampeándose a sí misma pero la crisis ha desnudado manejos inaceptables en tiempos de apuro colectivo. La vida institucional está adulterada por vicios impunes de forma y de fondo y quizá sea hora de practicar a tumba abierta análisis de pureza que la devuelvan a un cierto juego limpio.


ABC - Opinión

Poder político. Más allá de Wikileaks. Por José García Domínguez

Tantas horas perdidas leyendo a Marx, a Simmel, a Popper... y resulta que quien en verdad había entendido el nuevo paradigma era Nicole Kidman: "Oye, egocéntrico infantil, el control es una ilusión. ¡Nadie controla nada!".

Un individuo privado, Ben Laden, es capaz de desafiar al Estado más poderoso de la Tierra. Otro particular, George Soros, decide devaluar la libra esterlina. Un diletante sentado frente a la pantalla de su portátil, ese Julian Assange, se revela más letal que todos los servicios secretos del mundo juntos. Tantas horas perdidas leyendo a Marx, a Simmel, a Popper... y resulta que quien en verdad había entendido el nuevo paradigma era Nicole Kidman. Aquella criatura soberbia que le gritaba con clarividente lucidez al siempre obtuso Tom Cruise en Días de trueno: "Oye, egocéntrico infantil, el control es una ilusión. ¡Nadie controla nada!".

Y es que quizá podamos sonreír ante la definitiva vulgaridad de esos cables diplomáticos de Wikileaks, prosaicos chascarrillos de comadres que dignifican el discurso canónico de Belén Esteban y Leire Pajín, muy superior en forma y fondo. Igual que podremos añorar la elegancia difunta del Grand Siècle, la que envuelve las confidencias desveladas en los papeles privados de Chateaubriand, o en los del Duque de Saint Simon. Podemos, sí, ocultar tras un muro de ironía nuestra absoluta perplejidad. Aunque, por mucho que tratemos de esconderlo, no podremos dejar de ser hijos de la Guerra Fría, cuando, a pesar de todo, el Universo aún semejaba un lugar predecible; un sitio donde, más allá de la eterna querella entre la libertad y la igualdad, de las voluntades imperiales y del equilibrio del terror, los dos bloques, cada uno a su modo, lograban conjurar el caos.

De ahí las metáforas mecanicistas que rigen los modelos mentales que todavía los sobreviven. Esas donde las sociedades se quieren grandes ingenios técnicos provistos de un tablero de mandos desde el que cada palanca acciona las causas que desencadenarán los efectos deseados. Antítesis perfecta de la complejidad heteróclita que emergió al tiempo que caía el Muro y se desbocaban, imparables, globalización y cambio tecnológico. Tantas horas perdidas leyendo a Berlin, a Aron, a Finkielkraut... y resulta que quien andaba en la verdad era Jacques Séguéla, aquel genio del marketing que hizo pasar por un estadista a Mitterrand limándole los colmillos de vampiro que tanto lo delataban. Todo, antes de revelar al común aquel su memorable aforismo: "El secreto mejor guardado del Poder es que no existe".


Libertad Digital - Opinión

¿Qué le pasa a España?. Por José María Aznar

El país está sufriendo la crisis política más grave de su historia reciente

ESPAÑA afronta una situación económica crítica. Junto con Portugal, se halla ahora mismo en el epicentro de la confusión financiera europea. Los inversores están asignando unos riesgos de impago más elevados que nunca a la deuda del Gobierno español desde que el país entrara en la zona euro.

En el ámbito social, la situación resulta inquietante. La tasa de desempleo supera el 20 por ciento. El índice de paro entre los jóvenes rebasa el 43 por ciento.

Los mercados financieros no son los únicos que despiertan dudas acerca de la economía española. La Comisión Europea ha manifestado su preocupación por la capacidad del Gobierno actual para reaccionar y poner en práctica medidas económicas creíbles a fin de reconducir la situación. Allá donde voy, la gente me formula las mismas preguntas: ¿Qué le pasa a España? ¿Cómo es posible que en solo unos años mi país haya pasado de ser el «milagro económico» de Europa a convertirse en su «problema económico»? ¿Qué le ha sucedido a la economía que hace sólo unos años crecía más de un 3 por ciento anual, incluso cuando Alemania, Francia e Italia presentaban un crecimiento cero? En la actualidad es la única economía de los cinco países más grandes de Europa que todavía experimenta un crecimiento negativo.


Todas estas preguntas me causan una gran tristeza y una honda preocupación por el presente y el futuro de mi país. Hace sólo seis años, España creaba seis de cada diez nuevos puestos de trabajo en la zona euro, las cuentas del Gobierno registraban superávit, su reserva de deuda pública decrecía rápidamente y sus multinacionales se extendían por toda Europa, Latinoamérica y Estados Unidos.

Mi respuesta a todas las preguntas sobre España es clara: el país está sufriendo la crisis política más grave de su historia reciente. Las tribulaciones económicas y la falta de confianza en España son fruto del déficit de credibilidad del Gobierno. El elevado precio que está pagando ahora el pueblo español es lo que ocurre cuando los políticos se niegan a reconocer sus errores.

El origen de la crisis de España se remonta a 2004, cuando se tomó la decisión política de abandonar el proceso modernizador que la sociedad inició hace más de 30 años. En aquel entonces, los españoles decidieron por consenso que consolidarían su democracia e instituciones tras casi 40 años de dictadura. El siguiente paso fue entrar en la Unión Europea y más tarde en el euro, y converger económica y socialmente con las naciones más prósperas de Europa. Luego, en 2004, Madrid cambió de rumbo. El Gobierno rechazó el acuerdo plasmado en la Constitución de 1978 y rompió la estructura del Estado español. Diferentes regiones del país se enfrentaron unas a otras. La consecuencia ha sido eliminar buena parte de lo que nos une como españoles y convertir España en un país muy difícil de liderar.

En la esfera económica, una vez que España adoptó el euro y la devaluación de la moneda dejó de ser una opción, el Gobierno abandonó su compromiso con la estabilidad presupuestaria y el proceso constante de reforma necesario para seguir siendo competitivos en los mercados internacionales. Estos errores económicos se aprecian en las intervenciones arbitrarias del Gobierno en la vida empresarial, con un desprecio flagrante por las reglas del juego, incluso las europeas. También vemos un crecimiento inaudito del gasto gubernamental y unas subidas de impuestos generalizadas.

El lugar que ocupa actualmente España en el escenario internacional refleja su pérdida de relevancia en el mundo. El Gobierno ha renunciado a sus responsabilidades y no ha defendido sus intereses nacionales en el extranjero.

Sólo un nuevo Gobierno puede recuperar la credibilidad, y eso pasa por unas elecciones generales.

Un nuevo Gobierno podría animar al pueblo español a emprender un gran proyecto nacional de recuperación, regeneración y reforma de la nación. Para esto no existen milagros ni atajos; no los ha habido en el pasado y no los habrá ahora. Con una nueva agenda nacional y la aplicación de medidas adecuadas, España puede recobrar la confianza y la credibilidad internacionales y sus ciudadanos la confianza en sí mismos y en su nación.

Un elemento esencial de este cambio político será que España reconozca inmediatamente que el Estado tiene que limitar su papel económico y social y abrir nuevos ámbitos de libertad y dinamismo para la sociedad y la empresa privada. España debe efectuar profundas reformas de su estructura administrativa, entre ellas erradicar organismos burocráticos y públicos y racionalizar el gasto público. España no puede demorar por más tiempo la reforma del Estado de bienestar, pero tiene que empezar a restablecer ahora las condiciones para una sociedad próspera abierta a todos.

España es sobradamente capaz de convertirse, una vez más, en un país dinámico y emprendedor que genere empleo y oportunidades. Pero primero ha de acometer la dura labor de deshacer seis años de fechorías políticas. No podemos esperar.


ABC - Opinión

Privatizar sí, liberalizar también

Si, tras la venta de AENA o de Loterías, en lugar de destinar esos fondos a amortizar deuda se destinan a mantener el gasto público a los niveles de este último año. En ese caso estaremos como ahora dentro de exactamente un año.

Como último recurso ante la desesperada situación en la que se encuentran las cuentas públicas, el Gobierno parece decidido a vender parte de algunas empresas públicas. Zapatero necesita hacer caja cuanto antes si no quiere verse el año próximo emitiendo deuda al mismo ritmo que este ejercicio, con los inversores internacionales mirando de reojo por si el Estado llega un momento en que no puede seguir atendiendo los pagos.

El hecho es que, ya sea a la fuerza –como es el caso de Zapatero– o por convencimiento, privatizar empresas públicas es algo esencialmente bueno. Privatizar es, en sentido estricto, devolver a la sociedad civil lo que le pertenece. Los países libres disfrutan de economías libres en las que la participación del Estado se limita a la supervisión y a fijar y garantizar el marco legal donde operan los agentes económicos. Privatizando se gana en eficiencia. Las empresas, enfrentadas a la libre competencia y a la posibilidad de quebrar si no atienden correctamente a su demanda, optimizan los recursos y asignan adecuadamente los factores productivos, lo que, inevitablemente, redunda en mejores servicios y productos más económicos.


En España sabemos mucho de esto. Desde mediados de los noventa el Gobierno fue acometiendo un ambicioso plan de privatizaciones de antiguas, improductivas e ineficientes empresas públicas con excelentes resultados, tanto para las propias empresas como, especialmente, para los consumidores. Esto es algo que hoy por hoy nadie discute, a excepción quizá de la paleoizquierda más recalcitrante.

Que privatizar sea bueno no significa que de la privatización a toda prisa y a cualquier precio se obtengan buenos frutos. Si, por ejemplo, lo que se quiere privatizar son monopolios públicos –caso de AENA o de Loterías del Estado– no se gana eficiencia de ningún modo. La titularidad del monopolio pasa de manos del Estado a las de un empresario, que ningún incentivo tendrá por ser mejor que los inexistentes competidores. No hay pues, ganancia alguna más allá del dinero extra que habrá ingresado el Gobierno una vez efectuada la transacción.

La idea, por lo tanto, no es tanto privatizar como liberalizar. De nada hubiera servido privatizar Telefónica si la privatización no hubiese venido acompañada de la liberalización del mercado de las telecomunicaciones. Lo mismo puede decirse en otros sectores como el petrolero, el de los envíos postales o el de las líneas aéreas, liberalizados todos después de que la compañía monopolista estatal fuese privatizada.

Existe, además, otro peligro no menos preocupantes. Si la privatización consiste en entregar patrimonio público a un empresario que medra en torno al poder, el Estado habrá ganado algo, pero el mercado y la sociedad en su conjunto absolutamente nada. Este modelo de privatización, muy común en países como Rusia, tiene efectos perversos sobre toda la economía.

Por último, cuando un Estado se decide por devolver a la sociedad ciertas empresas o actividades económicas que obran en su poder a cambio de dinero, debe emplear éste para atender problemas de verdad, es decir, para reducir deuda una vez sus gastos y sus ingresos ordinarios se han ajustado en punto muerto. En caso contrario, se estaría dilapidando el patrimonio público para seguir sufragando los despilfarros de ZP. Llevándolo al terreno de la economía doméstica, sería como si una familia altamente endeudada decidiera vender su segunda vivienda, pero no para terminar de amortizar la hipoteca de la vivienda principal sino para adquirir un abrigo de piel, dos coches nuevos y pagarse un viaje de placer a las antípodas. Vendida la casa y hecho el gasto innecesario, esa familia se vería en las mismas uno o dos años después, y ya no quedaría segunda residencia que vender.

Algo parecido nos podría suceder si, tras la venta de AENA o de Loterías, en lugar de destinar esos fondos a amortizar deuda se destinan a mantener el gasto público a los niveles de este último año. En ese caso estaremos como ahora dentro de exactamente un año. El Gobierno habrá gastado a lo loco los 14.000 millones de euros que podría obtener de la venta de los aeropuertos y de Loterías y se encontrará en idéntica situación. Conociendo el paño, todo conduce a pensar que esto último es lo que va a pasar. A Zapatero le queda un año para entrar en campaña electoral y, muy en su línea de hacer las cosas, tiene que aguantar "como sea".


Libertad Digital - Opinión

El chantaje del Gobierno

No puede aceptarse sin más una prolongación del estado de alarma solo porque al Gobierno le resulte así más fácil acallar a los controladores.

EL Gobierno está planteando la continuidad del estado de alarma en el control aéreo como un chantaje moral y político tanto a los grupos parlamentarios como a la opinión pública. Para dar eficacia a esta táctica rechazable, el Gobierno ha renunciado a una resolución del conflicto mediante una negociación laboral, encajando el futuro del problema en la situación de anormalidad que supone un estado de alarma. Es decir, o el estado de alarma o el caos. En efecto, el Gobierno parece empeñado en que no haya alternativa a su propio fracaso, perpetuándolo bajo la vestidura de un acto de firmeza ante los controladores. Sin embargo, el Ejecutivo no puede aspirar a vivir indefinidamente de las continuas descalificaciones a los controladores ni de los juicios insidiosos contra el PP, cada día más demostrativos de las motivaciones políticas que guiaron la actuación del Gobierno. Tampoco de recordar el daño masivo que causó el boicot de los días 3 y 4 de diciembre, porque la falta de medidas específicas que reformen el control aéreo mantiene las condiciones para que se repitan aquellos acontecimientos. Parecería que el Gobierno quiere mantener con vida el conflicto y la amenaza de los controladores para justificarse ante la opinión pública.

La comparecencia de José Blanco hoy en el Congreso debe despejar las incógnitas sobre si el Gobierno va a pedir o no la prórroga del estado de alarma. En caso de que la proponga es imprescindible que la justifique, y esto ha de obligarlo a explicar qué vías legales y de negociación se están siguiendo para resolver de raíz el problema del control aéreo. Lo que no puede aceptarse sin más es una prolongación del estado de alarma solo porque al Gobierno le resulte más fácil este modo de acallar a los controladores que sentarse a pensar planes a medio y largo plazo sobre la navegación aérea. Porque controladores hacen y harán falta, le guste o no al Gobierno. Si muy discutible fue la decisión de decretar el estado de alarma para un supuesto que no es de los previstos en la ley que lo regula, de 1981, pocas dudas caben de que constitucionalmente no hay motivo para prorrogarlo. El Gobierno da la sensación de haberse metido en un laberinto jurídico en que tiene implicadas las jurisdicciones civil, penal, militar y contencioso-administrativa, además de los expedientes disciplinarios laborales, y no sabe salir de él más que huyendo hacia delante con una prórroga de la alarma que sería desproporcionada y seguramente inconstitucional.

ABC - Editorial