martes, 9 de noviembre de 2010

El puritano que se iba de putas. Por Guillermo Dupuy

En el fondo lo que evidencia el GAL es un profundo nihilismo, una falta de respeto al imperio de la ley y una desconfianza hacia sus enormes posibilidades.

No les falta razón a quienes, a raíz de las declaraciones de Felipe González en El País, señalan que "él mismo se está poniendo en situación de decir que la famosa X de los GAL era él". Sin embargo, no les voy a hablar de algo que, como la responsabilidad del ex presidente del Gobierno socialista en la guerra sucia contra ETA, doy por descontado, sino del enorme ejercicio de hipocresía que siempre me pareció su práctica por parte de quienes, de forma paralela, se rasgaban las vestiduras ante cualquier requerimiento de endurecimiento legítimo del Estado de Derecho en la persecución de ETA y de su entorno.

Aquella orgía criminal, en la que se malversaron fondos públicos y en la que se asesinó, torturó y secuestró a miembros de ETA y a otras personas que nada tenían que ver con la organización terrorista, fue autorizada por quienes, al mismo tiempo y de cara a la galería, denigraban como una rémora franquista o una muestra de fascismo, no ya la aplicación con todas las garantías jurídicas de la pena de muerte, sino la mera exigencia de la aplicación íntegra de las penas de reclusión a los terroristas con delitos de sangre. Eran los mismos que también ponían a caldo a Manuel Fraga por atreverse a pedir algo como la ilegalización de la entonces Herri Batasuna. Con complejo de "nuevo demócrata", González y los suyos mantenían al Estado de Derecho al ralentí y daban una imagen papanata e impotente de la democracia que la presentaba como incompatible con el aumento de la represión del delito, en general, y del terrorismo en particular.


González ha recordado ahora la nula colaboración antiterrorista que efectivamente en aquella época cabía esperar del Gobierno francés. Pero, al margen de las nulas iniciativas legislativas de su propio Ejecutivo para endurecer la lucha legal contra ETA y su entorno, ¿cuántos reproches, quejas o protestas, dentro o fuera de nuestras fronteras, hizo públicamente el Ejecutivo de González contra el Gobierno socialista de François Mitterrand por su nula colaboración? Ninguna. Y es que entonces lo "progre" era despotricar contra un Reagan o contra una Thatcher pero no contra un Ejecutivo socialista.

A este respecto recuerdo también que, en una operación antiterrorista, los servicios secretos británicos abatieron a tres miembros del IRA en Gibraltar, y que la primera ministra zanjó el asunto diciendo en el Parlamento su célebre "he sido yo". Claro que esa operación antiterrorista nada tiene que ver con el latrocinio y la orgía criminal que se montaron aquí nuestros fariseos.

El caso es que aquel papanatismo estúpido, aquellas erradas y suicidas constricciones de quienes se negaban a poner la ley a pleno rendimiento contra ETA detonaron aquellos estallidos criminales. A mí siempre me evocó la imagen de un puritano fanático que, tras censurar el sexo, incluso en el seno del matrimonio, si no es con el objetivo exclusivo de engendrar un hijo, lo hubieran pillado en un burdel.

En el fondo lo que evidencia el GAL es un profundo nihilismo, una falta de respeto al imperio de la ley y una desconfianza hacia sus enormes posibilidades. No nos extrañe que González autorizara aquella guerra sucia contra ETA tanto como ahora ha avalado la "paz sucia" de ZP.


Libertad Digital - Opinión

La herencia de Felipe. Por Hermann Tertsch

Olvidamos la calamitosa situación en que se hallaba este país cuando González dejó el Gobierno en 1996.

«ALGUIEN llegará que bueno le hará». Viejo dicho. Eso es probablemente lo que muchos españoles creen que se hizo realidad para Felipe González con la llegada al poder, ocho años después de su partida, de Zapatero. El absoluto disparate en que éste ha embarcado a España desde el primer momento tiene tales dimensiones que es comprensible que muchos recuerden hoy a González como un político de talla, estadista, culto y versado en el escenario internacional. Ante la ramplonería torpe y zafia de la tropa sectaria que asumió el poder en el PSOE en aquel congreso trampeado del año 2000, la generación de Felipe se antoja ya una especie de sanedrín socialdemócrata de lujo, repleto de gente con brillante historial académico, extensas lecturas y mundano saber estar. No deja de ser cierta en gran parte esta apreciación, como siempre nos demuestran miembros de esa generación cuando se manifiestan. Salvo Rubalcaba, el incombustible político, comodín para cualquier gobierno que requiera insidia, trifulca y guerra sucia, se han acomodado en su mayoría en la empresa pública y privada y no hacen mucho ruido. Casi todos demuestran que no sólo el tiempo y la experiencia los ha hecho razonables y menos sectarios. Que, incluso en bruto, tenían más categoría profesional, solvencia intelectual e incluso calidad personal que todos esos jenízaros y jenízaras que pululan en torno al Gran Timonel, todos aproximadamente de la categoría, solvencia y calidad de su líder.

Porque el daño que los actuales gobernantes han hecho a España es tan inmenso y general, olvidamos la calamitosa situación en que se hallaba este país cuando González dejó el Gobierno en 1996 tras catorce años en su dirección. El paro venía a ser el que tenemos y nuestro desenganche de las economías de la Comunidad Europea parecía irreversible. Las tropelías contra el estado de Derecho, que comenzaron con la nacionalización y el saqueo de Rumasa, se habían extendido por doquier, desde la arrogancia del despotismo ilustrado que —vuelve a verse en la entrevista de marras— es la forma de gobierno en la que González cree. Mucho del lodazal actual es herencia suya. Sus chicos para todo en el aparato del Estado —esos que le preguntaron si volaban o no a la cúpula de ETA— siguieron allí más o menos tapados hasta el 11-M. Pringaron cuatro. Quedaron bien colocados mil. González gozó de impunidad hasta su final en las urnas, en una derrota ante José María Aznar que le infligió aquella humillación que siempre aflora tras su cinismo y su desprecio. Tuvo inmunidad gracias a la cobertura intelectual y moral de un aparato mediático que llegó a ser práctico monopolio de la verdad revelada del felipismo. Ahora, en ese mismo medio que le proporcionó coartadas para todo lo bueno y lo malo, González ha decidido confesarse un poquitín. Y para decepción de quienes aún le guarden cierto respeto, dice más de lo que cree. Si le quedaba algún ápice de grandeza a este hombre inteligente, se basaba en su silencio. Lo ha tirado por la borda. Debió hacer como su alma gemela francesa, Mitterrand, que se llevó a la tumba a sus cadáveres. A veces no es la opción ante un dilema moral la que define al hombre. Sino el dilema mismo. ¿Cuántas veces lo tuvo? Ordenó no matar en una ocasión. ¿Y en otras? Arrogancia incombustible es lo que refleja la entrevista. Y tristeza lo que infunde. Está claro. Fue él quien rompió aquí la brújula moral. Definitivamente, el despotismo ilustrado y cínico del «estadista» fue el nido envenenado para las camadas del despotismo encanallado que nos gobiernan.

ABC - Opinión

Apellidos. Maternal o paternal. Por Cristina Losada

El socialismo tiene la necesidad perentoria de mostrar que las mujeres son víctimas, a fin de presentarse como el único dispuesto a compensarlas y hacerles justicia. De modo que una estupidez desde el punto de vista racional resulta una astucia política.

Tras siete años en el Gobierno, los socialistas se han percatado de la existencia de una violación flagrante del mandato constitucional... en el orden de los apellidos. Respetuosos como son con todos los preceptos de la Carta Magna –sin olvidar las sentencias de su intérprete– se han puesto seriamente al trabajo para liquidar los restos de una intolerable prevalencia: la del apellido paterno. Tan grave discriminación de la mujer se le había pasado desapercibida al PSOE durante la larga era del locuaz González y hubo de ser el conservador Aznar quien permitiera elegir a los padres entre el apellido materno y el paterno al registrar a sus hijos. Sin embargo, cuando los progenitores disentían, los niños tenían que apechugar con el del padre, por decreto. Era ése un suceso infrecuente, pero no por ello menos ofensivo. Así que se ha pergeñado un proyecto en el que, en caso de discordia, el orden lo decidirá el alfabeto.

El asunto parecerá baladí a algunas mentes retrógradas, ignorantes de que en materia de apellidos el orden de los factores sí altera el producto. Tras la primacía del paterno se encuentra el horror de una sociedad machista y patriarcal. En cambio, el alfabeto y la moneda al aire –otra idea en estudio– abren la puerta al paraíso de la igualdad de hombres y mujeres. ¿Cómo no habíamos caído antes? Dirán los recalcitrantes que la igualdad ante la ley ya existe, que era posible relegar el apellido paterno al segundo puesto y que la propuesta es tan innecesaria como necia. Pero se equivocarían. El socialismo tiene la necesidad perentoria de mostrar que las mujeres son víctimas, a fin de presentarse como el único dispuesto a compensarlas y hacerles justicia. De modo que una estupidez desde el punto de vista racional resulta una astucia política.

Más allá, no obstante, de ese oportunismo de manual, visible en la espectacularidad de que han rodeado la propuesta, estamos ante la conducta típica de una izquierda que ha pasado a nutrir su ideario de políticas identitarias. El sexo, la orientación sexual y la raza se erigen en elementos definitorios de la persona y sirven para delimitar grupos de víctimas que precisan de un trato preferente. Y, por supuesto, nunca deja de aumentar el catálogo de agravios que deben de corregirse. Todos requerirán atención y soluciones políticas y, en suma, la intervención taumatúrgica del Gobierno, llámese paternal o maternal.


Libertad Digital - Opinión

Obsesión retrospectiva. Por M. Martín Ferrand

Esa costumbre retrovisora que niega la ilusión del mañana nos tiene anclados a un periodo no siempre edificante.

ESPAÑA es, desde siempre, víctima de una obsesión retrospectiva que nos dificulta enfrentarnos al futuro y mirar el mañana como esperanza mejor que como castigo. Desde que Jorge Manrique acuñó como expresión virtuosa que «cualquier tiempo pasado fue mejor», vivimos una nefasta tortícolis colectiva que nos impide mirar de frente. De ahí esa costumbre retrovisora que niega la ilusión del mañana, dificulta el gozo del presente y nos tiene anclados a un periodo no siempre edificante y habitualmente cainita y áspero, incapaz de valorar lo propio de tanto ambicionar lo ajeno.

Un acontecimiento tan sencillo y espiritual como la visita del Papa Benedicto XVI a Santiago de Compostela y Barcelona, da pie a todo un debate comparativo entre el laicismo radical con el que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero interpreta la no confesionalidad Estado que marca la Constitución con el anticlericalismo que, en el fragor de la República, especialmente desde la Revolución de Asturias hasta el final de la contienda civil, llegó al paroxismo asesino. ¿No nos basta con el presente? ¿No sería más fecunda la ensoñación de los venideros años santos compostelanos y de los días en que se concluya la construcción de la Basílica de la Sagrada Familia? La comparación, además de estéril, carece de sentido. ¿Se puede imaginar un viaje a España, en cualquiera de los años treinta del siglo pasado, del entonces Papa Pío XI?

Esa obsesión por el pasado, por su recuerdo o su invención, no parece tener límites. Felipe González, que no suele dar puntada sin hilo, le ha confesado a El País, en la persona de Juan José Millás, que en un momento dado de sus años al frente del Gobierno de España, «tuve que decidir si volaba la cúpula de ETA». ¿Puede aceptarse como mejor un tiempo pasado en el que el jefe del Ejecutivo sometía a reflexión en la intimidad de su despacho la conveniencia de autorizar un acto terrorista, un asesinato, aún teniendo la justificación (!) de la eficacia antiterrorista para tan repugnante crimen de Estado? No. El tiempo pasado nunca fue mejor y alguna razón debe haber, aunque sea de naturaleza geriátrica, para que el siempre astuto y distante González reverdezca unos recuerdos que no mejoran su imagen, debilitan la posición ética del Gobierno socialista y en los que se acredita que el entonces ministro del Interior, José Barrionuevo, tenía «detenida» a una víctima, Segundo Marey, a quien todos creíamos «secuestrado». González, por mirar hacia atrás, puede quedarse como la mujer de Lot y, ya convertido en estatua de sal, servir de monumento celebrador de la bondad del mañana.


ABC - Opinión

PP. Contra los cínicos. Por José García Domínguez

Ocurre que el empecinamiento demagógico del PP con ese asunto augura lo peor: la muy definitiva incapacidad de Rajoy con tal de sustraerse a la tentación populista.

Por ventura, el único partido de derechas que queda en España es el PSOE, azar que, amén de la gozosa tranquilidad de los poderes fácticos, empezando por los mandarines de la banca, garantiza algún rigor en el manejo institucional de las cosas de comer; al menos, desde el atribulado mes de mayo, cuando Peter Pan dio el estirón al súbito modo. De ahí, por cierto, que ya tengamos a todos los peronistas domésticos, con los descamisados del Partido de los Trabajadores en cabeza, prestos a plantarle un contencioso administrativo al Gobierno por lo de las pensiones. Pues, digan lo que digan la Comisión Europea, el FMI, la OCDE o el lucero del alba, se impone arreglarle la paga al señor padre de González Pons. Que entre Hayek y Girón de Velasco, aquí nunca ha de haber disputa.

Ocurre, en fin, que el empecinamiento demagógico del PP con ese asunto augura lo peor: la muy definitiva incapacidad de Rajoy con tal de sustraerse a la tentación populista. Un rasgo de debilidad de carácter que dejaría entrever cuando él, todo un presunto hombre de Estado, ordenó votar contra el plan de ajuste con la alegre irresponsabilidad de cualquier tertuliano de barra de bar. Por lo demás, quizá resulte cierto que ahora le place el programa de Cameron, o sea la drástica subida del IVA y los impuestos sobre el capital, tal como confesó en El País a un Moreno algo justo de reflejos.

Quien no le debe gustar ni un ápice es Cameron propiamente dicho. Esa ostentórea coherencia entre lo que piensa, lo que dice y lo que hace, flor siempre tan exótica por estos lares, supone, sin duda, un agravio comparativo a ojos del de Pontevedra. Es la política, nos dirán sus propios. Procede congraciarse –insistirán– con los sectores más acéfalos del censo electoral, los primarios entre los primarios. Que después, una vez en el poder y olvidada al punto la palabra dada, se obrará según proceda. Así piensan los cínicos que hay que pensar. Olvidan, sin embargo, el rasgo común a los de su condición: la pusilanimidad. Y es que quien cede una vez frente a la multitud, sucumbe ante ella el resto de sus días. Y si no, al tiempo.


Libertad Digital - Opinión

Perdonavidas. Por Ignacio Camacho

Encapsulado en no se sabe qué remordimientos, González tiene cicatrices en el alma.

EL debate sobre los GAL está superado por la sociedad española, está políticamente depurado en las urnas, pero no está prescrito en el Código Penal. Felipe González debería recordarlo cuando hace escabrosas confesiones implícitas que sugieren su responsabilidad en la autorización de la guerra sucia, y más ahora que ya no conserva inmunidad parlamentaria. Pero el veterano «jarrón chino» continúa sin encontrar su sitio en las estanterías de su propia posteridad. González tiene cicatrices en el alma y guarda una amarga melancolía del poder. Le puede la tentación de concederse protagonismo, aunque sea a base de miradas retroactivas sobre la bruma de un pasado que ya sólo le puede importar a algún juez deseoso de abrir los armarios polvorientos donde se almacenan —literalmente— los cadáveres de la razón de Estado.

Ese Felipe perdonavidas encapsulado en no se sabe qué remordimientos —¿le duele de veras no haber mandado asesinar a la cúpula terrorista? ¿Puede un gobernante democrático confundir un secuestro con una detención?— se ha colado con sus rencores tardíos en una escena pública obligada a trascender los resquemores de un exdirigente amortizado. Sus reflexiones tienen interés histórico y morbo político, pero el debate nacional no puede enrocarse en esos viejos demonios que forman parte de páginas pasadas. Por sugestivo que resulte ese material para el memorialismo de una época, de nada sirve convertirlo ahora en el centro de una polémica política y mediática que distorsiona el enfoque de otros problemas mucho más aflictivos y urgentes. Ninguna nación ha solventado su futuro a base de ajustes de cuentas —dudosos, por otra parte— con estatuas de sal momificadas en el retrovisor de la Historia.

No es probable que González, en sus displicentes incursiones por la memoria borrosa de episodios que no le convendría resucitar, estuviese pensando en levantar cortinas de humo sobre la actualidad incierta de un país atribulado por el estancamiento económico y la quiebra social. Es demasiado soberbio para esa estrategia; más bien parece dominado por un ensimismamiento de arrogancia, embalsamado en la historicidad que se confiere a sí mismo. Por eso es inconveniente concederle a su nostalgia la capacidad de determinar una agenda que necesita de otras prioridades. Incluso para hacerle justicia objetiva; el fracaso del zapaterismo ha engrandecido por contraste el recuerdo de aquella etapa de gobernanza, pero las luces que prevalecen del felipatoson las de su inicial impulso de modernización estructural y las del pragmatismo con que supo arrinconar la adolescencia ideológica, no las de la turbia degradación de abusos de poder, corrupción institucional y terrorismo de Estado. Si hubiese que escoger entre esa ciénaga final y esta amenazadora ineptitud, al menos los de ahora siempre podrán presumir de tener las manos limpias.


ABC - Opinión

Rabat pierde los nervios

Lo que hace tres semanas empezó siendo una simple reivindicación de mejores infraestructuras urbanas y de igualdad de trato laboral ha degenerado en un conflicto sangriento a favor de la independencia del Sáhara. A falta de confirmarse con exactitud el número de víctimas mortales, de los heridos y de los detenidos, todo apunta a que el desmantelamiento policial del campamento de protesta instalado en las cercanías de El Aaiún por varios miles de saharauis ha escapado al control del Gobierno de Rabat para convertirse en un trágico episodio de repercusión internacional. Algo se barruntaba ya días atrás, cuando la Policía marroquí acribilló a balazos a un adolescente en lo que el propio régimen alauita calificó de «trágico accidente», no sin antes tratar de ocultarlo. La tensión que desde entonces se fue acumulando en la acampada saharaui hacía temer un estallido violento. La chispa, sin embargo, no saltó allí, sino en el palacio real y la prendió con muy poca prudencia el propio Mohamed VI el pasado sábado, cuando dirigió a la nación un discurso beligerante con motivo del 35 aniversario de la Marcha Verde. En vez de llamar a la calma y de contribuir a la distensión en una zona donde los saharauis se sienten perseguidos y discriminados, el monarca alauita cometió el error de exacerbar los ánimos. Se diría que preparaba ya una intervención manu militari para cortar de raíz un movimiento de protesta cada vez más nutrido y más internacionalizado. Y se explican así la agresión y veto a varios periodistas españoles y por qué Rabat decretó días atrás un riguroso apagón informativo. Tampoco era ajena a esta operación la reciente visita a Madrid del ministro de Exteriores, Taieb Fassi-Fihri, que se permitió el desahogo de arremeter contra la Prensa española, lo que los retrató a él y al Gobierno al que pertenece. Finalmente, no es casual que la operación represora se haya ejecutado el mismo día en que las delegaciones de Marruecos y el Polisario debían reunirse a instancias de la ONU. Todos los indicios sugieren que Rabat ha optado por la vía del enfrentamiento puro y duro y que no reparará en medios para imponerse por la fuerza en este conflicto. Lo cual nos remite al papel de España y a su incómoda equidistancia entre un país vecino que es amigo y un movimiento independentista que cuenta con el apoyo de un sector relevante de la sociedad española, sobre todo de la izquierda. En este contencioso, como en otros, la política exterior del Gobierno socialista ha sido errática y carente de personalidad, y no parece que la nueva ministra sea capaz de aportar lucidez a la mediocre penumbra de su predecesor. No tuvo buen debut Trinidad Jiménez con su homólogo marroquí, pues permaneció con su habitual sonrisa congelada ante el ataque desmesurado a la Prensa, como si censurar la libertad de expresión fuera una mera cuestión administrativa. Hay que reconocer, sin embargo, que la posición de España no es sencilla ni fácil, pues debe armonizar intereses y principios contradictorios, a veces irreconciliables. Cabe esperar del Gobierno, en todo caso, que no renuncie a un papel activo de moderador y que defienda sin equívocos los derechos humanos.

La Razón - Editorial

El Sáhara se encona

El asalto al campamento saharaui es una nueva torpeza marroquí en el manejo de la crisis.

Si el Gobierno marroquí pretendía poner fin a las protestas con el asalto al campamento de Agdaym Izik, lo único que ha conseguido ha sido dar carta de naturaleza a un nuevo liderazgo saharaui e iniciar una espiral de violencia de inquietante desenlace, como lo muestran los graves disturbios que han estallado en El Aaiún, con un todavía incierto número de víctimas.

La imposibilidad de alcanzar una solución tras la precipitada descolonización española se ha traducido en un grave deterioro de las condiciones de vida en la ex colonia, por las que también ha empezado a pagar un coste el Polisario. El liderazgo alternativo que ha ido surgiendo de este malestar ha antepuesto la reivindicación de mejoras sociales a la de la independencia. Se trata seguramente de una opción táctica, como teme Marruecos. Pero, en cualquier caso, coloca al Gobierno de Rabat ante una difícil alternativa: cuanto más reprima las actuales protestas, y las de ayer en El Aaiún alcanzan un peligroso nivel de gravedad, más estimulará el independentismo, puesto que ya no estará solo vinculado a la aspiración nacional abstracta que encarna el Polisario, sino también a un concreto deseo de mejorar las condiciones de vida de los saharauis.


El asalto al campamento ha sido el último error de Marruecos, pero no el único desde que se iniciaron las protestas. La muerte de un adolescente saharaui en los primeros días no puede quedar sin respuesta por parte de Rabat, que está obligado, cuando menos, a abrir una investigación con garantías y a depurar las responsabilidades que correspondan. En lugar de ello, ha atacado a la prensa y propagado bulos sobre la supuesta muerte de un manifestante en enfrentamientos con la policía española en Melilla. Con estas iniciativas, el Ejecutivo marroquí demuestra algo más grave que simple torpeza; demuestra que no ha comprendido el giro que las protestas en el campamento de Agdaym Izik podrían suponer en el desarrollo del contencioso del Sáhara.

La comunidad internacional, y también la UE y el Gobierno español, se están manteniendo en un más que discreto segundo plano para evitar cualquier roce con Marruecos en una materia de especial sensibilidad. No es una posición que favorezca la estabilidad en la zona, porque lo que está en juego es la capacidad internacional para mantener un único criterio en materia de derechos humanos o ceder, por el contrario, a la tentación de los dobles raseros. Por el momento, esta última parece ser la opción que se va abriendo paso. Marruecos es un país decisivo en el Magreb; precisamente por ello no puede actuar de manera que sus amigos y aliados deban poner en entredicho los principios que defienden.

El contencioso del Sáhara podría estar entrando en un nuevo ciclo, al estar configurándose un nuevo liderazgo con reivindicaciones inéditas. Ni Rabat ni la comunidad internacional, ni tampoco el Polisario, deberían entrar en él desde actitudes cuestionables.


El País - Editorial

Inoperancia y sumisión ante Marruecos en el Sáhara

No cabe esperar firmeza en el Sáhara por parte del equipo que gobierna Exteriores, más interesado en estar a buenas con Marruecos a cualquier coste, que en exigir que se repare una injusticia histórica como la del Sáhara Occidental.

La violencia desatada en El Aaiún por el ejército marroquí a lo largo del día de ayer con el resultado de varias víctimas mortales vuelve a traer al primer plano de la actualidad un problema internacional totalmente enquistado –el del Sáhara Occidental –, que seguirá empeorando hasta que no se alcance un acuerdo final entre las partes interesadas. Y entre éstas figura, aunque pueda parecernos sorprendente habida cuenta de la actitud de su Gobierno, la propia España.

El territorio del Sáhara Occidental fue abandonado unilateralmente por el primer Ejecutivo de la monarquía hace casi 35 años, tras el éxito de la marcha verde convocada por Hassan II. Desde entonces la ex provincia española vive en estado de guerra permanente, ocupada de un modo ilegal por Marruecos y con parte de su población exiliada forzosamente en campos de refugiados repartidos por el desierto. La comunidad internacional, con España a su cabeza, ha decidido mirar hacia otro lado dejando que el asunto fuese pudriéndose hasta llegar al bloqueo actual.


El hecho es que, mientras no se dirima la soberanía del Sáhara Occidental, España es la administradora oficial de este territorio y la responsable última de todo lo que ha sucedido allí desde que la última unidad de nuestro ejército abandonó El Aaiún en 1976. Otra cosa es que los sucesivos Gobiernos lleven más de tres décadas haciendo dejación de sus funciones, y hoy nos encontremos frente a un problema acrecentado y con Marruecos haciendo de su capa un sayo en un país que tiene por propio y cuya anexión se ha tomado muy en serio.

Si la política española en el Sáhara ha sido, cuando menos, desconcertante por su inacción, la de los Gobiernos socialistas –tanto del de González como del de Zapatero– puede calificarse de vergonzosa. Traicionándose a sí mismos y a sus bases, los socialistas españoles han sido los mejores agentes internacionales que Rabat jamás soñó tener. Con Moratinos el asunto del Sáhara simplemente se abandonó. El ex ministro, entregado a Marruecos como nunca antes lo había estado un titular de Exteriores, dejó hacer a Mohamed VI y su política adoptó en todo momento un sesgo abiertamente promarroquí. Lo cierto es que de Moratinos poco más se podía esperar. Este de Marruecos fue uno de los muchos manchones que dejó en su historial de servicio.

Con Trinidad Jiménez, más inteligente que su predecesor, cabría haber esperado que, como mínimo, recuperase parte de la dignidad perdida por la diplomacia española en el norte de África durante los últimos seis años. Pero parece que no va a ser así. Agasajar a los que mandan en Marruecos va escrito en el código genético del zapaterismo. No cabe, pues, esperar firmeza en el Sáhara por parte del equipo que gobierna Exteriores, más interesado en estar a buenas con la autocracia marroquí a cualquier coste, que en exigir que se repare una injusticia histórica como la del Sáhara Occidental.

Pero por mucho que traten Zapatero y sus ministros de esconder la cabeza, el problema va a persistir y se envenena conforme pasan los años. Más tarde o más temprano este u otro Gobierno tendrá que fijar entre sus prioridades acabar con la descolonización del que fuese Sáhara español. Es algo más que un asunto de preferencias políticas o de intereses coyunturales, es una cuestión de Estado.


Libertad Digital - Opinión

Otro grave error de Mohamed VI

Rabat solo ha conseguido larvar el conflicto con el Sahara y demostrar que los saharauis al menos merecen ser escuchados, y no aplastados.

MOHAMED VI ha cometido un grave error al ordenar el desalojo violento del campamento de protesta levantado en los alrededores de El Aaiún. En su último discurso había puesto muy difícil cualquier salida negociada al conflicto, pero al utilizar la fuerza contra la población saharaui ha demostrado con los hechos dónde se encuentra el verdadero obstáculo, que no es otro que la intransigencia ciega de su régimen. Las víctimas de este asalto, tanto los policías que cumplían órdenes como los civiles saharauis, deben ser atribuidas a la falta de visión de los responsables marroquíes, incapaces de calcular las dimensiones del malestar de la población saharaui que vive en la antigua colonia española. Con esta decisión errónea en vísperas de una ronda de negociaciones organizada por la ONU, Mohamed VI ha dañado gravemente la reputación de su país en este proceso, que espera desde hace 35 años una solución razonable. En estas tres décadas, ningún país ha reconocido la ocupación por parte de Marruecos de un territorio que jurídicamente no le pertenece, y después de que se hayan producido estos graves incidentes en El Aaiún, lo único que ha conseguido Rabat es recordar al mundo que esa disputa existe y demostrar que los saharauis merecen ser escuchados, o al menos no ser aplastados por el Ejército marroquí. El Gobierno socialista, que dio un bandazo en la posición española para pasar a apoyar sin disimulos a Rabat, debería reflexionar a la vista de su fracaso.

La disputa entre Marruecos y el Frente Polisario es de muy difícil solución, y no hace falta recordar las razones de unos y otros para comprenderlo. La opción con la que las dos partes podrían haber salido ganando era una cierta autonomía flexible, encajada de forma específica con Marruecos. Para ello, Mohamed VI debía haberse centrado en la edificación de un Marruecos democrático y abierto que hubiera hecho creíble esa oferta, y sin embargo se ha empeñado en perpetuar las viejas estructuras heredadas de su padre, adaptándolas a los tiempos en lo externo, pero manteniendo las bases de una sociedad sometida a la que se exige fidelidad ciega. Con esta política no logrará jamás atraerse la simpatía de los saharauis, ni tampoco el desarrollo de sus súbditos marroquíes.


ABC - Editorial