jueves, 26 de agosto de 2010

No le comprendo, señor ministro. Por Edurne Uriarte

Rubalcaba sabe que los ocho millones de euros entregados a Al Qaeda servirán para financiar la Yihad en todos los lugares del planeta, de los que Afganistán constituye un centro vital.

Pues no, no le comprendo, Sr. Rubalcaba. No comprendo que en su rueda de prensa para informar del asesinato de dos guardias civiles y un intérprete en Afganistán, usted volviera a negarse a hablar de los ocho millones de euros pagados al terrorismo fundamentalista por su Gobierno. «Comprenderán que éste no es el momento y el lugar para responder a esa cuestión», contestó a una de las escasas preguntas que admitió, cuando se le inquirió por la comparecencia de la Vicepresidenta pedida por el PP para explicar el rescate de Vilalta y Pascual.

Pero el nerviosismo mostrado ayer por Rubalcaba se debía precisamente a que él sabe que sí era el momento y el lugar, que una cosa y otra están estrechamente relacionadas. A este ministro se le pueden achacar muchas cosas pero no falta de inteligencia y conocimiento de los problemas. Y él sabe que los ocho millones de euros entregados a Al Qaeda servirán para financiar la Yihad en todos los lugares del planeta. Lugares de los cuales Afganistán constituye en estos momentos un centro vital puesto que puede reportar al terrorismo islámico un triunfo sobre el enemigo occidental. Y para ello Al Qaeda colabora con los fundamentalistas locales que son los talibanes.


De la misma forma en el pago del rescate a los piratas somalíes, los españoles podemos admitir un estado de imperiosa necesidad, una elección entre la vida y la muerte de Vilalta y Pascual, que justifique la decisión del Gobierno. Pero lo que no es admisible es que se nos niegue la información y la verdad sobre las consecuencias de ese pago. Porque el Gobierno ha salvado a dos españoles del fundamentalismo islámico. Pero sólo unas horas después ha perdido a tres compatriotas a manos de ese mismo fundamentalismo. Y entre unos y otros ha financiado con ocho millones a Al Qaeda y ha liberado a un terrorista.

ABC - Opinión

Comparación dolorosa. Por Hermann Tertsch

Schmidt era tan anticomunista como antinazi. Enemigo de todos los totalitarismos.

EN estos días de frustraciones, cuando no humillaciones para los demócratas y para el Estado de Derecho en España, es conveniente, para evitar la desesperación, mirar hacia otra parte. En el sentido de buscar consuelo fuera de esta anomalía en que se ha convertido nuestro país bajo Zapatero y su tropa de torpes prestidigitadores. Recordemos a un hombre de Estado. Corremos peligro de olvidar que esta figura existió aquí y aún existe fuera de nuestras fronteras. Aunque no crean que tampoco muchas. El hombre es Helmut Schmidt, que, cerca de cumplir 92 años, ha sido elegido como máxima instancia moral de Alemania en una encuesta realizada por el semanario Der Spiegel. El 84% lo considera un político ejemplar y autoridad moral. El «fenómeno Schmidt», llama esta revista política al hecho de que casi treinta años después de abandonar la Cancillería los alemanes profesen tan inmenso respeto y admiración por este anciano hanseático. Schmidt nunca fue un político simpático. En realidad nunca quiso serlo. Su antecesor, Willy Brandt, era un encantador de serpientes. Él, con su sobriedad norteña, pecaba más de escatimar que de regalar sonrisas. Cuando en 1982 los liberales rompieron con su partido, el SPD, para aupar al poder a Helmut Kohl, Schmidt abandonó la Cancillería sin un mal gesto. Demasiado duros habían sido sus años de gobierno como para aferrarse al despacho del Kanzleramt en Bonn, donde tan duros momentos pasó. Allí sufrió los brutales ataques del terrorismo de la RAF contra la sociedad alemana a la que esta banda ultraizquierdista quiso humillar y someter. El lema de Schmidt fue «ni un paso atrás». Siempre. Aunque le costara la muerte de muchos policías y de nada menos que del jefe de la patronal, Hans Martin Schleyer; el principal banquero del país, Jürgen Ponto, y el fiscal general, Siegfried Buback, algunos amigos personales suyos. Schmidt ordenó el asalto del avión «Landshut» en el aeropuerto somalí de Mogadisio, secuestrado por terroristas que exigían la liberación de cómplices. Los 86 pasajeros fueron rescatados ilesos. El piloto fue asesinado por los terroristas. Tres terroristas murieron.

Si Schmidt nunca aceptó chantajes del terrorismo, tampoco lo hizo con los procedentes del exterior que intentó ejercer Moscú contra Alemania. Pese a todas las movilizaciones en contra de su persona, tachado de lacayo de EE.UU., belicista e incluso fascista por manifestaciones de biempensantes, organizaciones controladas por la URSS, incluso parte de su partido, Schmidt impuso la aprobación de la Doble Decisión de la OTAN. Esta medida trajo consigo el reequilibrio del armamento nuclear en Europa después del rearme soviético. Frustró la última gran operación de Moscú para dividir la Alianza Atlántica. Sí, Schmidt era tan anticomunista como antinazi. Como buen socialdemócrata. Siempre fue un enemigo de todos los totalitarismos y de todo izquierdismo frentepopulista. Y un defensor acérrimo de la ley. Y de la obligación del Estado de Derecho a defenderse. Schmidt, la autoridad moral. Nada hay más lejano a lo que en España osa ahora llamarse socialdemócrata.

ABC - Opinión

La costumbre de morir. Por Ignacio Camacho

El Gobierno se siente incómodo en ese crudo conflicto que desnuda las contradicciones de su argumentario pacifista.

SI fuese por el discurso oficial del Gobierno, los españoles no entenderíamos por qué nuestros compatriotas mueren en Afganistán. El zapaterismo no ha sido capaz todavía de articular una explicación coherente y sincera de la presencia militar en un conflicto armado que el Gobierno empezó negando torpemente para continuar cubriéndolo de eufemismos y paños calientes con tal de no aceptar la evidencia sangrienta que el sacrificio de nuestros soldados está imponiendo en la conciencia de la opinión pública. Y sigue aferrado a tópicos voluntaristas —la misión de paz y otros lugares comunes de su repertorio de ambigüedades— y a artificios retóricos para evitar su obligación de ofrecer al país un argumento claro que justifique el amplio coste de vidas de esa guerra remota que parece incomodar la retórica pacifista del presidente y sus acólitos. Zapatero tiene pendiente desde hace medio año una comparecencia parlamentaria en la que afronte de una vez y sin tapujos la responsabilidad de solventar una contradicción flagrante de su mandato. Parapetado en la anuencia del PP —de eso no se puede quejar en este caso— elude de manera permanente la necesidad de dar la cara ante la nación para explicarle por qué es menester afrontar este reiterado tributo de sangre.

Noventa y dos soldados muertos —casi cinco veces más que en Irak— merecen ese esfuerzo político. Morir en Afganistán ya no es para nuestros militares un riesgo eventual de una misión auxiliar sino una costumbre macabra que no se puede disimular con circunloquios dialécticos y rostros contritos en el telediario. La presencia de España en esa guerra necesita un soporte moral e intelectual más sólido que las divagaciones —a menudo falaces— del impreciso discurso gubernamental. Obama, tan admirado por el presidente, lo ha buscado para su país en la teoría de la guerra justa que estructuró su discurso del Nobel de Oslo. Hay más razones: la lucha contra el terrorismo islámico, el compromiso internacional con los aliados del mundo libre, la cobertura de la ONU, la solidaridad con la causa democrática en Oriente Medio. Pero hay que explicarlas. En eso consiste el liderazgo.

La sensación es que el Gobierno se siente incómodo, embarazado en ese conflicto que desnuda con su crudeza las incongruencias de su simple argumentario pacifista. Lo manifiesta en sus elocuentes silencios y ausencias —¿dónde estaba ayer la ministra Chacón, tan propensa a las fotos sonrientes y al estilismo de campaña?—, en sus evasivas sinuosas, en las versiones edulcoradas de episodios dramáticos. Pero las muertes van a continuar y ese goteo siniestro requiere la valentía de un debate sin fingimientos, sin melindres, sin falsos complejos. Zapatero tiene, además del respaldo del PP, razones suficientes para ganarlo. Sólo le falta voluntad para afrontarlo y coraje para abandonar su endeble fetichismo ideológico.


ABC - Opinión

Pensiones. Los políticos nos condenan a la pobreza. Por Emilio J. González

Lo que nos espera en el futuro es la pobreza en nombre de eso que denominan conquista social en forma de sistema público de pensiones.

El Ministerio de Trabajo está considerando ampliar el periodo de cálculo de la pensión de quince a veinte años, lo que implica un recorte de la prestación por jubilación del 5% con respecto al nivel actual. Este no es más que el primer paso de un proceso de rebaja de las pensiones que se irá materializando a medida que se vaya avanzando en la ampliación del periodo de cálculo a toda la vida laboral, lo cual supondrá una reducción de la pensión del 35% con respecto a los niveles actuales. Dicho sencilla y claramente, cuando nos retiremos, vamos a ser la tercera parte más pobres que los jubilados actuales, gracias a que la nefasta clase política de este país siempre se ha negado a afrontar la reforma de la Seguridad Social.

Quienes no quieren ni oír hablar de semejante reforma siempre argumentarán que la ampliación del periodo de cómputo es algo que ya figura en el Pacto de Toledo y que de lo que se trata, en última instancia, es de salvar el sistema público de pensiones. Y dicen bien, porque lo que pretenden es que las pensiones sigan siendo públicas y, por tanto, controladas por el Gobierno –que siempre puede estar tentado de obtener réditos electorales con su manejo– y por los sindicatos –a los que les encanta todo lo que huela a Estado porque, a través de él, siempre encuentran forma de beneficiarse de ello. Lo que importa, por tanto, no es el sustantivo pensiones, que se pueden y se podrían salvar mediante la reforma del sistema, sino el adjetivo público, es decir, que sigan en el ámbito del poder político y sindical, aunque ello implique el condenar a quienes hoy trabajan para ganarse el pan a una pensión de miseria mañana. Todo sea por el Estado.


La cosa, además, se agrava porque la estructura del sistema público se viene abajo en cuanto suben las cifras del paro. La Seguridad Social paga las pensiones actuales con las cotizaciones de hoy de los trabajadores y empresarios. Así es que, en tiempos de crisis, cuando desaparecen empresas y puestos de trabajo, como sucede en España, el sistema se viene abajo porque fallan los ingresos. Todo esto se agrava aún más en un contexto como el español en el que el número de jubilados crece más rápidamente que el de nuevas incorporaciones al mercado de trabajo debido al envejecimiento de la población. Por supuesto, esto no es nuevo. Hace ya bastantes años que se sabía perfectamente lo que iba a pasar pero cuando llegó el momento de que los políticos hablaran del sistema de pensiones, todos se pusieron de acuerdo en mantener el modelo dentro del ámbito público a toda costa, condenando con ello a generaciones de trabajadores a ver recortada drásticamente su pensión cuando lleguara el momento de la jubilación.

Todo esto se podía haber evitado si, en su momento, se hubieran asumido los compromisos pertinentes con los trabajadores de más edad y se hubiera dado al resto la oportunidad de pasar a un sistema privado de capitalización, es decir, aquel por el cual la pensión de cada uno depende de sus aportaciones a planes de pensiones a lo largo de su vida laboral. Sin embargo, esto significaba que los políticos y los sindicatos perdieran el control del sistema y se negaron en rotundo a ello, todos sin excepción, porque, como digo, lo importante es que el sistema sea público, no que funcione mejor o peor.

Pues bien, puestos a que el sistema tenga que ser público por narices, lo que tendrían que hacer ahora los políticos y los sindicatos es sentarse a hablar de cómo recortar miles y miles de millones de euros de gasto público inútil, en todos los niveles de la Administración e incluyendo las subvenciones a los sindicatos, para poder dotar de más recursos a la Seguridad Social de forma que no haya que tocar a la baja las pensiones futuras. Es lo que cabría esperar de ese compromiso con lo público que unos y otros han manifestado tan vehementemente. Pero como eso significa recortarles drásticamente otras partidas de poder, no están dispuestos a ello. Este es el drama de la política y el sindicalismo español: que empobrecen a los ciudadanos para satisfacer sus intereses, que es lo único que les importa. Así, no sólo hacen recaer sobre las espaldas de los jubilados futuros el coste de su falta de compromiso real con el ciudadano, sino que, con estas actitudes, cierran de par en par las puertas a cualquier posibilidad de reforma porque como no están dispuestos a renunciar a gastar, no van a tener recursos para financiar la Seguridad Social y, al tiempo, permitir que los trabajadores actuales busquen en planes privados esa prestación por jubilación decente que unos y otros les niegan. Y quien piense que todo se puede arreglar con estimular que los trabajadores, además de cotizar a la Seguridad Social, suscriban planes privados, se equivoca, porque con el nivel de endeudamiento actual de las familias a cuenta de las hipotecas, con unos tipos hipotecarios que empiezan a crecer, con sueldos que comienzan a apuntar a la baja y con cifras de paro de escándalas, es imposible que nadie con unos ingresos que no sean muy altos pueda permitirse el lujo de cotizar al sistema público y, además, al privado. O sea, que lo que nos espera en el futuro es la pobreza en nombre de eso que denominan conquista social en forma de sistema público de pensiones.


Libertad Digital - Opinión

El último cartucho. Por Pedro Pitarch

«En Afganistán, la capital importancia de algunas cosas en juego —las vidas de nuestros soldados y guardias civiles en primer lugar— exige de nuestros responsables que, de una vez por todas, abandonen toda ficción».

Míster Obama recuerda al típico sheriff justiciero de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, tan populares en los años 60. En mayo de 2009, para cambiar de estrategia en Afganistán, el presidente muescó las cachas de su revólver tras freír al general McKiernan. A éste le sucedió el general McChrystal, hasta junio de 2010, cuando Obama desenfundó otra vez y también lo liquidó. Las opiniones sobre su presidente atribuidas a McChrystal en el famoso reportaje de la revista «Rolling Stone» fueron las razones «oficiales» para ese dramático desenlace. Pero releyendo con calma esa crónica, el espectador no niega que lo dicho sobre el presidente fue algo indiscreto e inoportuno, posiblemente una falta, pero de una gravedad controvertible. La inmediata algarabía modulada sobre la onda de la «supremacía del poder civil sobre el militar», que orquestaron los habituales descubridores de lo obvio, facilitó apretar un engrasado gatillo.

La chunga relación entre Obama y sus generales no es algo fortuito. Se inscribe en el sensible marco de las relaciones entre lo político y lo militar e impele a reflexionar, con respeto y seriedad, sobre ellas. La estrategia política emplea una mezcla de decisiones revisables, regates, amenazas, firmeza y concesiones para alcanzar los objetivos políticos con la mayor rentabilidad, o al menor coste, no sólo en términos económicos, sino también de imagen y, especialmente, electorales: la lógica política está gobernada por el principio de economía. La estrategia militar, por su parte, se concentra en el empleo de los medios para lograr los objetivos asignados por la política de la manera más rápida y rotunda: la lógica militar está regida por el principio de eficacia. Esta desemejanza de principios lógicos fundamenta una siempre latente desconfianza recíproca, que emerge pujante ante la ausencia de éxitos, de la que Afganistán es paradigma. Aceptando los riesgos asociados a las generalizaciones, se podría decir que el político sentiría alguna recóndita prevención hacia el uniformado, al entender (con cierta razón) que un fuerte y eficaz «poder» militar erosiona los valores democráticos y complica el ejercicio del «poder» civil. Y el militar recelaría del político al barruntar (no sin algún fundamento) que el interés del «poder» civil no va siempre más allá de procurar perpetuarse, al margen de la eficacia de su gestión. Sin embargo, cualquier militar de un país democrático suscribe, sin restricción mental alguna, la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder ejecutivo en los términos previstos en las leyes. Tampoco cuestiona que la actividad militar debe estar sometida al control político. Lo cuestionable sería la manera como este dominio es ejercitado. En román paladino: hasta qué punto el Mando, especialmente en operaciones, debe estar intervenido por quienes, desde fuera de la cadena de mando, no solamente intentan imponerle lo que debe lograr sino incluso cómo tiene que hacerlo. Y en el argumento de McChrystal subyacen dos relevantes aspectos ignorados por los «analistas»: la legítima defensa de la razonable libertad de acción que todo militar necesita para cumplir las misiones encomendadas; y la serena protesta por la permanente intrusión en la cadena de mando, de políticos intermedios que medran metiendo su cuchara en la sopa del mando militar. Por cierto, ¿no es algo cínico que algunos que después de abroncar a los militares si, en situación de activo, osan filtrar la más mínima crítica sobre el poder, también les increpen si el comentario lo hacen estando en otra situación, por no haberse manifestado públicamente cuando estaban en activo? ¿En qué quedamos?

En Afganistán, la capital importancia de algunas cosas en juego —las vidas de nuestros soldados y guardias civiles en primer lugar— exige de nuestros responsables que, de una vez por todas, abandonen toda ficción. El nuevo comandante de ISAF, el general Petraeus, está tratando de armar su propia estrategia de contrainsurgencia, la cual, aunque me tilden de herético (ya estoy acostumbrado), demanda también ciertas dosis de contraterrorismo. Y para tener éxito necesita un mayor volumen de tropas y más tiempo. El primero parece hoy fuera de cuestión y, al menos de momento, el general no lo ha mencionado. Sí lo ha hecho con el segundo, el tiempo, que es el talón de Aquiles de la actual estrategia, de la que forma parte integral. No ha aclarado Petraeus si el tiempo del que habla ha de medirse con el reloj digital de la OTAN o con el de arena del talibán. En cualquier caso, tampoco será fácil obtenerlo y la negativa verbal ya ha salido de Washington. Obama está atrapado por su compromiso público sobre los plazos de repliegue. Promesa que sirvió de palanca impulsora para la adhesión a la nueva estrategia de los gobiernos contribuyentes a ISAF. Alguno, como el español, llegó a más: se abalanzó, en diciembre de 2009, a santificar la nueva estrategia que iba a ser presentada oficialmente a los aliados en la conferencia de Londres un mes después. Y así, España, ausente de la elaboración de esa estrategia, se co-responsabilizó de ella a tope innecesariamente, bajo el eslogan «vamos más para volver antes». En este escenario, si al final, el Gobierno estadounidense quebrara su compromiso con los plazos de repliegue de sus fuerzas ¿estaría dispuesto el español a hacer lo propio? Desgraciadamente, el estancamiento de las operaciones —Helmand y Kandahar son dos ejemplos, que tienen mucho que ver con la salida de McChrystal— no está aportando más efectos visibles que el incremento de los muertos y, como mucho, una cierta contención. Esta «vietnamización afgana» está reventando las costuras de algunos países que, participando en el esfuerzo de guerra, son paradójicamente incapaces de aceptar bajas; pero no ya solo las propias, sino incluso las del adversario. En la retaguardia, la guerra es percibida como excesivamente larga y, al no estar ganándose, se está perdiendo. Las filtraciones publicadas por «WikiLeaks» sobre presuntos crímenes de guerra, y que confirman la complicidad de los servicios pakistaníes con el talibán, incrementan exponencialmente el cansancio general.

No nos engañemos, el relevo de comandantes significa la revisión de una estrategia que, vendida hace unos meses como longeva panacea, está resultando estéril y fugaz terapia. El reciente repliegue del contingente de los Países Bajos, uno de los Estados históricamente más comprometidos con la OTAN, es una señal de grave deterioro de la solidaridad que cimenta el edificio atlántico. La credibilidad de la Alianza está amenazada en Afganistán y, consecuentemente, también lo está la de la defensa colectiva en Europa. En todo caso, sería conveniente contraponer las consecuencias de la no ampliación de los plazos de repliegue, con las de minar los fundamentos de la Alianza por hacer lo contrario. El espectador piensa que la estrategia inteligente pasa ahora por encontrar pronto una ventana de oportunidad para, salvando la cara, evadirse de la prisión afgana. Con la opción Petraeus, Míster Obama ha introducido en el tambor de su coltel último cartucho disponible hasta su próximo año electoral. Antes de gastarlo, tendrá que calibrar cuidadosamente lo que uno de sus antecesores en la Casa Blanca, Abraham Lincoln, afirmaba: «Una papeleta de voto es más fuerte que una bala».

Pedro Pitarch, es Teniente General del Ejército Español.


ABC - Opinión

Reforma sin consenso

La reforma laboral es insuficiente y nace lastrada por la falta de consenso político y social, porque los empresarios no avalan las propuestas incoherentes y los sindicatos se sienten obligados a reaccionar con una huelga general.

JUGANDO al límite de la aritmética parlamentaria, el PSOE sacó adelante ayer en el Senado su proyecto de reforma laboral. Gracias a la abstención de CiU y PNV y aplicando en comisión el voto ponderado correspondiente al número total de escaños de cada grupo parlamentario, los socialistas lograron rechazar todas las propuestas del Partido Popular e introducir, entre otras cosas, una reducción de cien a treinta días del «periodo de gracia» de los parados para rechazar cursos de formación. Nadie pone en duda la necesidad de una reforma del mercado laboral y los sectores más conscientes de la sociedad española saben que la crisis exige actuar sobre la edad de jubilación o el cómputo del tiempo para calcular las pensiones si se quiere impedir una quiebra técnica del sistema a medio plazo. Sin embargo, una vez más, Rodríguez Zapatero impulsa una política errática a base de una política de ocurrencias, y sólo pretende salir del paso «como sea» al servicio de fines oportunistas.

En efecto, esta reforma es insuficiente y nace lastrada por la falta de consenso político y social, porque los empresarios no avalan un conjunto de propuestas incoherentes y los sindicatos —antes complacientes— se sienten obligados a reaccionar con una huelga general convocada con sospechosa antelación. La reforma laboral merece un gran acuerdo de todos los partidos y agentes sociales, pero el Ejecutivo ha preferido dejar al margen incluso el Pacto de Toledo y jugar otra vez a la improvisación, el lanzamiento de «globos sonda» y las contradicciones permanentes. Insuficiente en el fondo y deficiente en la forma, ésta no es ni mucho menos la reforma laboral para flexibilizar un mercado de trabajo excesivamente rígido exigida por la grave situación de la economía española.

ABC - Editorial

La verdad sobre Afganistán

La guerra contra el terrorismo islamista se cobró ayer tres nuevas víctimas españolas en un atentado en la antigua base de Qala-i-Now, en la provincia afgana de Badghis. Un talibán infiltrado, que trabajaba como chófer del jefe de policía afgano, disparó contra el capitán José María Galera Córdoba, el alférez Abraham Leoncio Bravo y el intérprete nacionalizado español Ataollah Taefi Kalili, que murieron prácticamente en el acto. Los talibán reivindicaron el atentado.

Por encima del resto de valoraciones, nos parece de justicia en estas horas de intenso dolor, especialmente para las familias y los compañeros de las víctimas, agradecer y reconocer el trabajo y el sacrificio de los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y de las Fuerzas Armadas destacados en el país asiático, y su compromiso en la defensa de la libertad y la seguridad en un escenario bélico a miles de kilómetros de casa.

Muy distinto, y mucho más complejo, es el debate político sobre la participación española en la guerra de Afganistán. Superados los tiempos en los que el Gobierno insistía torpemente en hablar de misiones de paz, el ataque de ayer y el día a día de la operación siembran cada vez más dudas sobre la evolución del conflicto y la gestión del mismo por parte del Ejecutivo.


Algunas circunstancias han dejado en evidencia en las últimas horas la verdad oficial. Sólo un día antes del atentado, se ofreció la imagen de la entrega de sus armas por parte de unos talibán en la base de Qala-i-Now. El mensaje de la propaganda era que los islamistas casi comenzaban a rendirse. La maniobra de desinformación se desmontó dramáticamente con los disparos del talibán infiltrado y, en un hecho de honda repercusión y sin precedentes, con la revuelta popular posterior al atentado contra los guardias civiles, cuando cientos de afganos intentaron tomar la base española y se desató una dura refriega.

¿Cuál es la verdad de Afganistán? Los hechos han demostrado de forma contumaz que el Gobierno oculta o «cocina» la dureza de un conflicto en un territorio que demuestra una hostilidad creciente. En LA RAZÓN hemos informado de numerosos incidentes armados de nuestras tropas que no habían trascendido públicamente, de las durísimas condiciones en las que los militares desarrollan su trabajo y de una seguridad mejorable, tanto operativa como material. Duran i Lleida reclamó ayer un debate para «valorar» la presencia española en el territorio, pero ése es un atajo equivocado. España está obligada a cumplir con sus compromisos internacionales desde el convencimiento de que la guerra contra el terrorismo no se ganará mirando para otro lado, aunque es cierto que el errático discurso de Barack Obama sobre la futura retirada no ayuda.

Lo que toca ahora es analizar de forma crítica si los militares españoles disponen de lo necesario para alcanzar los objetivos de la misión y si los intereses políticos del Gobierno no están perjudicando a ésta. Y también hay que abordar el deber público de la transparencia. Se dice que la verdad es la primera víctima de la guerra, pero en una democracia los ciudadanos tienen el derecho a conocerla. El Parlamento está para eso.


La Razón - Editorial

Luto en Afganistán

El atentado en Qala-i-Naw y la revuelta posterior prueban el éxito de la estrategia talibán

Dos guardias civiles y su intérprete murieron ayer en la base española Qala-i-Naw, en Afganistán. Pese a tratarse de una acción individual y perpetrada por el chófer de uno de los agentes, el Gobierno la interpretó desde los primeros instantes como una acción terrorista premeditada, un extremo confirmado apenas unas horas después por un portavoz de los talibanes. Los compañeros de los dos guardias civiles muertos abatieron al agresor, lo que desencadenó una manifestación de civiles afganos y un intento de asaltar la base española.

El capitán José María Galera y el alférez Abraham Leoncio Bravo realizaban labores de adiestramiento de las fuerzas de seguridad afganas. El atentado y la reacción posterior de los civiles afganos demuestran hasta qué punto los talibanes se proponen explotar en su propio beneficio la presencia de fuerzas extranjeras con distintas misiones. Algunas de ellas, como la que realizaban los dos guardias civiles asesinados, no están en relación directa con la guerra, sino con el intento de la comunidad internacional de reconstruir el país.


De todas las dificultades a las que se enfrentan las fuerzas desplegadas en Afganistán, esta coincidencia entre la misión de guerra y la de reconstrucción es una de las que más está dificultando los progresos en la lucha contra los talibanes. No porque las fuerzas internacionales no hayan perfeccionado la coordinación, sino porque los talibanes se apuntan como éxito militar acciones que no van dirigidas contra tropas en misión de guerra, sino contra las dedicadas a la reconstrucción. Al mismo tiempo, y como consecuencia de los errores que provocan bajas civiles, extienden el rechazo a la presencia de fuerzas extranjeras, sea cual sea su misión. La manifestación contra la base española, resultado, al parecer, de un rumor interesado, prueba la eficacia de esa estrategia.

La presencia de tropas españolas en Afganistán tiene fecha de salida, como la tienen las fuerzas estadounidenses y de las restantes nacionalidades. Para la comunidad internacional, y para el presidente Obama en particular, se trata de una operación más delicada que la de Irak. Desde el punto de vista político, esta última guerra se consideró como parte de la herencia de Bush que convenía desactivar; la de Afganistán fue, en cambio, asumida desde la Casa Blanca y sus aliados como un conflicto propio, en el que había que desterrar el fracaso. Las cosas no están marchando como se esperaba, y es difícil que se produzca un vuelco radical.

Ayer, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad españoles añadieron nuevas víctimas a su abnegada contribución a la estabilidad de Afganistán, por lo que merecen el máximo reconocimiento. El esfuerzo debe continuar, pero es importante haber fijado un plazo. Tanto para que los afganos puedan asumir las responsabilidades en las que ninguna misión internacional podrá sustituirlos, como para evitar que las fuerzas desplegadas en el país se eternicen en una situación cada vez más estancada.


El País - Editorial

Más caídos en una guerra silenciada.

El hecho de que Chacón no haya comparecido junto a Rubalcaba, al margen de sus muy desiguales capacidades, no es más que un intento –uno más– de disimular la situación bélica en la que está inmerso nuestro contingente destacado en Afganistán.

El capitán de la Guardia Civil José María Galera, el alférez Abrahm Leoncio Bravo y el intérprete nacionalizado español, Ataollah Taefi Kalili, han fallecido este miércoles en el noroeste de Afganistán después de que un talibán infiltrado, que trabajaba desde hacía cinco meses como chófer del jefe de la policía afgana, les disparará con un fusil de asalto durante una clase de formación a policías afganos.

Aunque lo primero que hagamos sea transmitir el pésame a las familias y unirnos al merecido elogio que el Gobierno y el principal partido de la oposición han hecho de la labor que lleva a cabo todo el contingente destinado en Afganistán, no podemos dejar de criticar la ausencia de la ministra de Defensa en la rueda de prensa que, abierta a muy pocas preguntas, ha ofrecido Rubalcaba, no sin antes haber dado la primicia de la noticia a la cadena SER.


Es cierto que la Benemérita es un cuerpo dependiente del Ministerio del Interior, pero no es menos cierto que los guardias civiles han caído en Afganistán, en el interior de una base militar y llevando a cabo una misión de adiestramiento de la OTAN. El hecho de que Chacón no haya comparecido junto a Rubalcaba, al margen de sus muy desiguales capacidades, no es más que un intento –uno más– de disimular la situación bélica que padece Afganistán y en la que participan nuestros soldados. Otro tanto se podría decir del intento del Gobierno por silenciar las informaciones sobre el posterior intento de asalto de la base española por parte de un nutrido grupo de integristas, y que nuestros soldados habrían repelido abriendo fuego y causando una veintena de heridos.

Lo que es evidente es que Rubalcaba no debe remplazar a Chacón en lo que a la ministra de Defensa le compete ni, menos aun, al presidente del Gobierno, quien debe dar una inmediata explicación en el Congreso, no ya sólo para ofrecer detalla información de lo que ha ocurrido, sino también para que los ciudadanos tengan todos los criterios para valorar el sentido de permanecer o no en Afganistán. Como bien ha señalado el portavoz de CiU, el Gobierno, y especialmente Zapatero y Chacón, actúan "como si el Ejército hiciera de ONG en Afganistán e ignorando la existencia de una guerra que muy posiblemente la comunidad internacional tenga perdida".

No sabemos si perdida, pero desde luego la de Afganistán es una guerra y, ciertamente, hemos de advertir que la decisión del Gobierno de Obama de fijar en 2011 la fecha de la retirada no augura nada bueno. Como recientemente advertían nuestros analistas del GEES, "lo cierto es que no hay guerra en el mundo que se haya ganado con fecha de caducidad".

Es por ello por lo que Zapatero debe dar inmediatas explicaciones sobre la presencia española y sobre el nivel de coordinación con nuestros aliados, muy especialmente con los EEUU. Nosotros, a diferencia de los socialistas y de los que les secundaron, no salimos ahora con el "no a la guerra", como sin duda ellos estarían haciendo en estos mismos momentos si el PP estuviera en el Gobierno. Seguimos considerando que esta guerra es justa y que ganarla es esencial tanto par el futuro de los afganos como para la seguridad del mundo libre. Pero, para que el sacrificio de nuestros soldados y guardias civiles no resulte estéril, nuestro Gobierno, como el conjunto de los gobiernos aliados, debe demostrar que hay voluntad y determinación a la hora de hacer de Afganistán un sitio más libre y más seguro. Gracias a ellos se ha podido celebrar elecciones en el país, tal y como las que se celebrarán el próximo septiembre. No son las primeras, esperemos que no sean las últimas.


Libertad Digital- Editorial

Una guerra sin estrategia

Las muertes de ayer en Qala-i-Naw testimonian que en la guerra —sí, guerra— de Afganistán no hay frentes definidos y que todas las tropas de la fuerza aliada están en misión de combate.

EL asesinato de dos guardias civiles y un traductor iraní nacionalizado español demuestra que en Afganistán no es posible diferenciar la intervención militar de la misión humanitaria, y que empeñarse en hacerlo, tras el atentado ayer en la base de Qala-i-Naw, sólo es una forma de engañar a la opinión pública. El atentado terrorista, ya asumido por los autores, fue perpetrado por un conductor local al servicio de un oficial de la Policía afgana acreditado para acceder a la base. Fue, en palabras del ministro del Interior, «un atentado premeditado». En efecto, lo fue porque el asesino llevaba varios meses infiltrado en la base sin levantar sospechas y porque, después de ser abatido por miembros del propio Ejército de ese país, decenas de civiles afganos se enfrentaron a ellos, como una segunda parte de la jornada criminal que habían preparado los talibanes. Estas muertes testimonian que en la guerra —sí, guerra— de Afganistán no hay frentes definidos y que todas las tropas de la fuerza aliada están en misión de combate. La extrema gravedad de la situación queda reflejada en esta novedosa hostilidad contra nuestras tropas, en una zona donde se decía oficialmente que su trabajo de reconstrucción y aseguramiento contaba con el respaldo de la población. Pese a la evidencia de la situación crítica que se vive en Afganistán, el Gobierno no asume su responsabilidad de informar a la opinión pública con sinceridad y transparencia sobre la gravedad de todo lo ocurrido. En vez de este ejercicio de rigor democrático, que descarga en Rodríguez Zapatero, y sólo en él, el compromiso de dar cuenta a la sociedad en sede parlamentaria, el Gobierno se ha instalado además en una estrategia de subversión de sus ministros, entregando al de Fomento mensajes más propios de uno de Hacienda; y al Interior, credenciales que correspondían al de Exteriores (Melilla) o Defensa. Es comprensible en cualquier ciudadano la tendencia a huir de las malas noticias, pero no en el presidente del Gobierno.

Además de información, para Afganistán hace falta una estrategia, que es lo que prometió el presidente Obama para ganar las elecciones, hace ahora un año y nueve meses, y que tanto entusiasmó a Zapatero, dispuesto a preguntarse en público qué podía hacer él por Obama y no al revés. Pues bien, en Afganistán no se sabe cuál es la estrategia que se está aplicando y esta incógnita es la primera que hay que despejar no sólo para recabar apoyo político y social, sino para seguir allí. Porque lo que hace falta es una planificación auténticamente militar, y no más discursos ocurrentes sobre el carácter seráfico de nuestra presencia en un tierra hostil, donde el enemigo es implacable y ataca alevosamente.

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