miércoles, 15 de diciembre de 2010

Fulgores, mortajas, bautizos. Por Alvaro Delgado-Gal

«No es exagerado afirmar que, bajo el mandato del todavía presidente, se han concebido los derechos bajo dos especies divergentes: como franquías de inspiración libertaria y como cédulas o licencias que la Administración consideraba oportuno expedir en favor de los ciudadanos».

LA crisis económica nos tiene a todos los españoles tan distraídos que ya no recordamos qué demonios estábamos haciendo antes de que se pusieran cuesta arriba las cosas de comer. Bien, ¿qué estábamos haciendo? La pregunta no va dirigida, por supuesto, a cada español en particular. La vida es difícil, y nunca faltan tareas, con frecuencia enojosas, en qué ocuparse. La cuestión se refiere a los españoles en su conjunto, o, si se prefiere, a los españoles en cuanto ciudadanos. Reitero la pregunta : ¿qué diantres, qué carajo estábamos haciendo?

Mientras ustedes palpan el fondo de su memoria, como se palpa uno la ropa intentando adivinar qué objeto, provisionalmente olvidado, hace presión contra la pierna a la altura del bolsillo, yo me apresuro a recuperar de los archivos la versión oficial del Gobierno: los españoles estábamos multiplicando nuestros derechos. Nuestro derecho a una vivienda digna —tal es el motivo de que se instituyera el ministerio correspondiente—; nuestro derecho a la igualdad —con su ministerio adjunto—; y nuestro derecho a la libertad, no encarnado por un ministerio concreto aunque sí por el presidente del Gobierno. Los españoles, en fin, nos consagrábamos a promover nuestra autonomía. A promoverla rápidamente, a golpe de BOE y engrasando los engranajes de la vida social con un dinero entonces abundante y que ahora no alcanza, ¡ay!, a mantener el nivel de las pensiones o terminar las carreteras.


Ya hemos encontrado el objeto escondido en los hondones de la faltriquera. Ya podemos echarle una ojeada. ¿Qué vemos? Algo verdaderamente peregrino. Reviva el lector la imagen de Bibiana Aído o de Leire Pajín, dos de los arietes ideológicos de Zapatero. Repare en lo que dicen, o mejor, en lo que decían. Lo que decían es que querían hacernos libres. Después, fijemos la atención en sus rostros. Sus rostros eran solemnes, su ceño estaba fruncido, y extendían el brazo y estiraban el índice en la actitud del que conmina: «¡Ay de aquel que no quiera ser como nosotras queremos que sea!». Palabra y ademán, mensaje y gesto se conjuntaban, como en un fundido cinematográfico, para producir el efecto de que teníamos que ser libres… por decreto de la autoridad. No es exagerado afirmar que, bajo el mandato del todavía presidente, se han concebido los derechos bajo dos especies divergentes: como franquías de inspiración libertaria —aborto sin consentimiento de los padres, píldora del día después sin receta, etcétera—, y como cédulas o licencias que la Administración consideraba oportuno expedir en favor de los ciudadanos. Esto entraña una contradicción, si no en los términos, sí de tipo situacional. No es posible hacerse libre y que, a la vez, le fuercen a uno a ser libre. En achaques de libertad, es vital determinar quién lleva la iniciativa.

Detrás del equívoco, subsistía una noción en extremo cruda de la política. Uno: lo propio de un gobierno es suministrar bienes y servicios. Dos: en esta categoría, la de bienes/servicios, se inscriben las franquías libertarias. Tres: nada más natural, en consecuencia, que darles curso, incluso cuando son contenciosas, alteran gravemente el statu quoheredado y entran en pormenores de la vida familiar en los que no es evidente que deba inmiscuirse una Administración. La resulta ha sido una combinación peregrina: el bombeo de consignas libertarias… a través del mecanismo estatal, caiga quien caiga y con redoble de tambores. Este ha sido el perfil ideológicamente más sobresaliente de la etapa española que se inició en 2004 y que ahora está naufragando en la marejada de la deuda y el desmadre autonómico. No me negarán que se trata de un perfil asombroso. Y no me discutirán que no está de más verter sobre el caso algunas reflexiones, aunque sean póstumas.

Iré directo al grano. El autoritarismo libertario de los últimos gobiernos socialistas revela que la izquierda ha mutado bajo la presión de dos corrientes por entero distintas. La primera surgió por un fenómeno de saturación, o, siendo más exactos, de superfetación. Después de que las políticas socialdemócratas, en sentido amplio, hubieran sido incorporadas en Europa a las agendas de cualquier partido con opciones a formar gobierno, la izquierda dio un paso más y decidió llevar el experimento revolucionario al terreno de las costumbres. De los mores sexuales, del género, de la emancipación de los adolescentes, etcétera. El giro fue brusco, y, más importante, sorprendió a la izquierda clásica descolocada y a contrapié. La izquierda clásica había desarrollado un discurso muy elaborado sobre pensiones, justicia en el trabajo, acceso universal a los beneficios sanitarios. Pero no tenía mucho que decir sobre sexualidad o familia. Los que sí tenían mucho que decir sobre estas cosas eran los anarquistas de izquierda y derecha, indistintamente. Son estos los que han escrito el guión de la última ofensiva socialista. Cabría decir, rozando la paradoja, que los socialistas jóvenes han determinado ser más revolucionarios que específicamente socialistas. O si se prefiere, que han transitado hacia formas de socialismo inéditas y difícilmente reconocibles por quienes leían El capitalcomo si fueran las Sagradas Escrituras.

El segundo movimiento es estrictamente reaccionario. En contra de lo que se suele decir, el Estado de bienestar no surge, como por arte de ensalmo, en la Gran Bretaña de la posguerra mundial. Precedente inexcusable del welfare state es el Wohlfahrsstaat alemán, una criatura típica del Absolutismo. En esencia, el Wohlfahrsstaat constituye un departamento del Polizeistaat —o Estado de Policía— creado por los príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico a lo largo de los siglos XVII y XVIII a fin de abrirse un espacio propio de soberanía entre el emperador y la sociedad estamental. El Polizeistaateliminó privilegios, impulsó la igualdad e intentó fomentar la felicidad de los súbditos. Pero lo hizo de arriba abajo, por vía administrativa y dando de mano a las libertades políticas.

Al revés que el Wohlfahrsstaat, el Estado de bienestar teorizado por Beveridge es un artificio democrático, compatible, por tanto, con la libertad. La concentración de poder que para sí reclama una acción social continuada y eficaz provoca sin embargo que los gestores del Estado Benefactor se hallen expuestos a recaer en los reflejos autoritarios que en origen inspiraron el invento. Me atrevo a conjeturar que el ocaso del marxismo, con ser bueno en sí, ha generado en la izquierda una deseconomía no prevista y peligrosa. Un izquierdista por encima de los cincuenta años es todavía proclive a representarse el cambio social como algo que empieza en los sótanos de la vida colectiva y va ganando impulso hasta permear la cúpula del Estado. Uno de cuarenta o menos años concibe el cambio social como resultado del activismo administrativo. Se ha deslizado hacia atrás, desde el Estado Social moderno al Polizeistaatde los príncipes del Sacro Imperio.

Únanse los dos movimientos, y se comprenderá lo que han simbolizado Zapatero y Leire Pajín: las figurerías del 68, «autenticadas» o visadas por el poder político. Probablemente, estoy hablando del pasado. Pero todo empieza a ser pasado. Todo se conjuga en pretérito, y nada en tiempo futuro. Así son los grandes cambios. Se amortaja a los muertos antes de que el niño haya sido llevado a la pila bautismal.


Alvaro Delgado-Gal es escritor

ABC - Opinión

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