domingo, 26 de diciembre de 2010

El quinto malo. Por M. Martín Ferrand

La Transición tuvo el talento de, recuperada la legitimidad del poder, mantener vivo el juego de las expectativas.

AUNQUE el día sabe a turrón y se acompaña con ecos de pandereta y zambomba, no es cosa de andarse con nostalgias y entregarse a los gozos de la fiesta en que se centra una fe, una religión, y sirve de referencia a una cultura que, agigantándose en el tiempo, se ha convertido en una civilización, la nuestra. Algo que nos sirve de soporte y debiéramos defender con orgullo diferencial, marcando las distancias con otras civilizaciones vinculadas a otras religiones, por respetables que sean todas ellas. La valoración de lo propio no conlleva el desprecio de lo ajeno, pero obliga a mantenerlo en las mejores circunstancias de conservación.

De hecho, la originalidad de la civilización cristiana reside en su capacidad para generar expectativas. Francisco Franco lo vio claro y mantuvo su poder precisamente en ello. Bajo el palio reservado al Santo Sacramento, en autoafirmación de grandeza compensatoria de otras miserias, se mantuvo durante cuatro décadas a base de crear expectativas diversas y, siempre, a la medida de una ciudadanía a la que arrebataba derechos fundamentales. Durante la Guerra la expectativa fue, naturalmente, la de la paz y el orden que la República no había sabido mantener. La cartilla de Racionamiento fue la expectativa moderadora del hambre y así, sucesivamente y al ritmo del crecimiento nacional, vivimos estimulados por las expectativas de un empleo sin incertidumbres, una vivienda propia, un cochecito...

La Transición tuvo el talento de, recuperada la legitimidad del poder y establecida la democracia, mantener vivo el juego de las expectativas. Desde la segunda vivienda a los viajes turísticos al extranjero pasando por el ahorro y la inversión. Así lo entendieron e impulsaron, con mejor o peor maña, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González y José María Aznar. Y se acabó. La gran torpeza política de José Luis Rodríguez Zapatero —el quinto malo—, atrapado por una saña retrospectiva que le empujó a ganar una guerra que su abuelo habría perdido, fue romper la inercia de las expectativas. Así estamos ahora. No son solo los cuatro millones y medio de parados y cuanto de pobreza y déficit les acompaña; sino que los ciudadanos ya no se instalan en la expectativa de la solución y se refugian en las triquiñuelas de la defensa personal, no en las prácticas de la colectiva. Y al fondo, como anuncian los sucesos de Murcia de esta pasada semana, un matonismo sindical dispuesto a impedir las expectativas en beneficio del mantenimiento de los privilegios. Una gran insensatez que toma razón de las limitaciones de un líder que parece odiar a la mitad de sus ciudadanos.


ABC - Opinión

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