martes, 2 de marzo de 2010

Laporta y el «nacionanismo». Por Tomás Cuesta

EL guía de la brigada del amanecer, el camarada que cierra los bares, el que paga las botellas (de champán, por supuesto), Jan para los amigos, o sea, Laporta, no acaba de dar el salto a la política. Dice que está dispuesto a dar los mejores años de su vida a la vida pública y «a Cataluña, el país que me estimo», pero se resiste a dejar el palco y la visa, a poner el punto y final a los tiempos de copas y rosas, a los amores menos prosaicos, a las patrias de seda. Su sola mención produce terror en la Barcelona asentada y bien pensante, que cree en un supuesto «efecto Laporta» de dimensiones electorales catastróficas para el nacionalismo moderado. En esa clave basan los propagandistas de Jan el nada sutil chantaje que tratan de ejercer en la política catalana, más siciliana que florentina, bastante más basta de lo que se creen sus apologistas. La cuestión es que mientras en los pueblos de Gerona y Tarragona se producen sublevaciones populares a la francesa entre propios y extranjeros, en los mismos pueblos cuatro gatos, acérrimos de Laporta, votan por la independencia de Cataluña sin que a nadie, salvo a la prensa catalana, se le altere lo más mínimo el apetito, autoridades locales incluidas.

En este contexto extraño en el que según un periódico local, en Cataluña -y cito textualmente- hay dos generaciones de inmigrantes, la española y la extranjera, Laporta tiene un gran predicamento en los medios de comunicación, casi más que en los restaurantes laureados por la guía roja. Es más, en ambos ámbitos se considera que el ex alumno de los Maristas del paseo de San Juan dispone de un base doctrinal, de un discurso estructurado, de unas lecturas ordenadas, lo cual es mucho suponer habida cuenta del carácter e inconsistencia de algunas influencias filosóficas y gastronómicas del país vecino. En el plano político, las enormes posibilidades de Laporta se fundan en la circunstancia de que alguien acabe por ofrecerle alguna bicoca empresarial, en Barcelona o en la Filfa, para que el bueno de Arturo Mas no gane por tercera vez en balde unas elecciones catalanas y se formen un tercer tripartito que devuelva Cataluña a la edad del bronce, con el diputado Joan Tardá al frente de la consejería de Instrucción Pública y Buenas Costumbres. El sector financiero observa los devaneos de Laporta con preocupación y al hablar de devaneos no se refieren precisamente a los asuntos del corazón, flanco en el que el presidente del Barcelona es un fajador rocoso, sino a sus pronunciamientos independentistas, a la violencia demagógica de su teorías, a la brutal ingenuidad de sus planteamientos, a la chocante estupidez de su ignorancia, a la pretenciosa vanidad de su estética, a lo extraño y sospechoso que resulta, en general, todo lo que procede de este individuo aparentemente simpático y agradable.

Laporta en política dejaría en ridículo al mismísimo Chávez y tardaría dos minutos en proclamar la república desde una farola de las Ramblas acompañado del tipo de las chaquetas de colores como secretario del tesoro, de ahí el pánico en las cajas y el punto siciliano del asunto.

De modo que el problema catalán no es Montilla. Ni siquiera es Salt. El problema se llama Laporta, el hecho de que alguien así, capaz de quedarse en calzoncillos en medio de un aeropuerto o despedir a un chófer en público, pueda plantearse dar el salto a la política. Menos mal que nadie se plantea dar el salto al periodismo, salvo Sofía Mazagatos. Bromas aparte, Laporta amenaza con extender su «nacionanismo», así como suena, ese asunto de cuatro gatos, al terreno de la inmigración, donde puede hacer daño y ganar votos hasta del PP. Y Jan para los amigos no hace amenazas, tu sabes.


ABC - Opinión

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