jueves, 18 de febrero de 2010

Enmienda a la totalidad. Por Ignacio Camacho

NI pactos de Estado, ni cabildeos de salón, ni enredos de alcoba. A Rajoy es menester agradecerle su sinceridad de negarse a los paripés y poner las cartas boca arriba. Su enmienda a la totalidad lo aboca al vértigo solitario y sin red de una apuesta a todo o nada, pero al menos tiene el mérito de dejar caer las caretas y abandonar el disimulo. En circunstancias como las actuales, ganar tiempo es la manera más deshonesta de hacérselo perder a los demás. Zapatero ya no tiene nada que ofrecer; se le han acabado las ideas, los argumentos y hasta las excusas, y al reprochárselo de manera tajante y desabrida el jefe de la oposición ha dicho lo que piensan muchos millones de españoles. Él corre con el riesgo de que sean menos de los que necesita o calcula.

El presidente ni siquiera lució a la altura dialéctica que suele cuando se faja. Agotados sus célebres trucos de ilusionismo político, se limitó a adormecer las críticas con una letanía de vaguedades favorecida por el formato lánguido del debate. Se mostró inmune a la autocrítica y persistió en sus recetas indoloras -ni ajuste ni sacrificio- prometiendo para pasado mañana la recuperación de una crisis que estuvo negando hasta anteayer. No anunció nada, no concretó nada, no definió nada: sólo acuerdos genéricos que apenas se molestó en precisar. Fue una versión espesa de sí mismo; era el Zapatero autocomplaciente, vaporoso e irreal de siempre en los conceptos, pero no el Zapatero ágil, resuelto y brillante en las formas. Trataba de jugar a estadista moderado para ahorrarse palos, y lo logró a medias porque en la víspera había sedado a CiU con el cloroformo del pacto. Pero con cuatro millones de parados, once puntos de déficit, un tejido social devastado y una crisis de confianza financiera internacional, el tipo no encontró mejor medida que... ¡una comisión! para seguir hablando de la nada. Olé tus c..., Romanones.

Rajoy hubiese embestido igual ante otro discurso porque había decidido plantear un órdago sin matices, pero encontró a su rival tal como lo deseaba; impermeable, estático y satisfecho. Liquidó cualquier especulación pactista y eligió descargar un vapuleo. Señaló al presidente como el primer problema e invitó a acabar con él hasta a los propios socialistas, una frase que acabó acaparando el ruido de los titulares y provocando un cruce surrealista sobre la moción de censura; Zapatero, la presunta víctima, le retó a presentarla «si tiene coraje» (traducción: «si tiene huevos»), mientras el presunto interesado la descartaba porque aunque tenga coraje, o lo otro, no le sirve sin apoyos. La alternativa apenas apareció, salvo la de esperar y quedarse al margen; áspera honestidad que prefigura otros dos años de bloqueo y desgaste en los que está por ver quién resistirá más: si un Gobierno calcinado, una oposición despechada o una ciudadanía arruinada y harta a la que nadie pregunta por su límite de aguante.


ABC - Opinión

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