lunes, 21 de diciembre de 2009

Carta de Pilar Bardem dirigida a MªTeresa Fernández de la Vega, Vicepresidenta del Gobierno

Bardem prometió apoyo político a cambio del Canon Digital
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Alfacar legendario. Por Gabriel Albiac

LOS muertos no están en ninguna parte. O están en todas, si se prefiere. Los muertos habitan sólo en la memoria. Que inventa su narración, a la medida del presente, al invocarlos. Vivimos todos con nuestros muertos a cuestas: somos ellos. Pero nadie que esté en su sano juicio puede confundir el indispensable subjetivo mundo de sus afectos con la fría objetividad de la historia. Amalgamar ambos planos tiene un nombre: apologética. Sus consecuencias son funestas.

Lorca existe en sus obras. Nada más. El polvo de los hombres muertos es polvo sólo. Indistinto de cualquier otro. Dos mil seiscientos años después, la voz del gran Heráclito de Éfeso debiera conmovernos: no hay nada en los cadáveres. La plenitud de un alma noble, si la hubo, está sólo en todo aquello intemporal que por ella fue forjado. Los monumentos funerarios son sórdidos homenajes a la superstición más negra: esa que prima muerte sobre vida. ¿Qué me importa el lugar donde revuele el polvo que una vez fue Aristóteles? Dejo correr los ojos sobre el texto prodigioso de la Metafísica y allí está cuanto de Aristóteles permanecerá inmune al horadar del tiempo; Aristóteles es esas letras; como es Rembrandt esos golpes brutales de pincel; como sólo hay Monteverdi en el sosiego de la voz con la cual Cathy Berberian pone, en este presente en el que escribo, la insoportable melancolía de Ariadna. La obra maestra abole cualquier presencia corporal de quien la hizo: es la obra de todos, la de nadie. Y por ello es eterna.


Pero el historiador, el historiador debe sobreponerse a sus afectos. Su tarea es áspera y glacial, o bien no es nada. Por eso su enemiga es la memoria, que está hecha sólo de afectos proyectados hacia atrás desde el presente; de esos afectos en los cuales inventamos retrospectivamente un sentido legendario a nuestras vidas. En la memoria habla el mito. La historia empieza donde el mito calla y al sentido se opone el seco dato. No existe obligación de hacer historia. Pero quien quiera hacerla está forzado a una ascética sentimental estricta. Y esa ascética puede ser muy dolorosa. Y no hacerla puede ser que nos consuele. Pero buscar consuelo al precio de ajustar los datos a la medida que nuestros deseos nos exigen, es la vía más segura al desastre. La historia legendaria es siempre coartada de algo. Jacques Le Goff advertía de su peligro a los historiadores: «La memoria no busca salvar el pasado más que para servir al presente y al futuro». Y de esa servidumbre todo poder hace uso rentable y odioso.

Le lección -ruda lección- de lo que acaba de suceder en Alfacar debiera, al menos, hacernos entender eso para lo cual Todorov nos dejó una fina herramienta en Les abus de la mémoire: que «memoria histórica» es, en rigor, un oxímoron, una frontal contradicción en los términos; que la personal memoria es una red de mitologías coherentes, en cuyos nudos construye un sujeto su identidad simbólica e imaginaria; que la impersonal historia busca tejer con constancias materiales, archivos y monumentos la red de determinaciones múltiples que permite fijar un hecho, desnudo de valoración, de afecto, de deseo. Que la historia comienza donde la memoria calla.
La lección -ruda lección- de Alfacar es que no se puede trocar un relato oral en verdad histórica, por muy respetable que el sujeto que nos habló sea. Porque todo sujeto que recuerda miente. Sin saberlo siquiera. Porque no hay memoria humana que no sea leyenda del pasado a su medida. Y todo lo que de conmovedor tiene el afecto para aquel que en él vive, se trueca en fraude cuando del sólo afecto se pretende hacer historia. Como en Alfacar.


ABC - Opinión

Viva Francia (con perdón). Por Félix Madero

ME han gustado los toros hasta el punto de que durante muchos años calenté el cemento en Las Ventas del Espíritu Santo de Madrid. No llamé a la tauromaquia Fiesta Nacional porque nunca vi una fiesta y sí una expresión artística que me llevó a la pintura, a la literatura, al periodismo y a encontrar en el albero la gran metáfora del hombre solo frente a la vida. Nunca hablé de Fiesta Nacional porque conocía a españoles que sin tener una Constitución por Estatuto vivían al margen de los toros: vivían y dejaban vivir. Las únicas fiestas nacionales que conozco son la siesta, la paella, nuestra secular tendencia a la pereza y el puente de la Inmaculada.

Ahora unos parlamentarios desnortados por la borrachera identitaria creen que el problema son los toros, y en eso nos tienen entretenidos. Un día son las consultas separatistas, otros los crucifijos, ahora los toros. Es lo más moderno, prohibir. Prohibido ser español, prohibido el Cristo encima de un encerado, prohibido que José Tomás se vista de tabaco y oro en Barcelona. Habrá que hacer algo, porque no contentos con meter la mano en nuestras carteras, ahora acometen contra nuestras conciencias. Y ahí ya no. Y ahí no hay por qué soportar que tipos con la facha intimidatoria de Joan Tardá te llamen asesino cuando vas a una plaza.

Habrá que reconocer sin embargo que la lidia no pasa por su mejor momento. Le falta verdad. El diestro de Galapagar es un hombre solo frente a tanta mediocridad vestida de luces. Aquí a cualquier sota de espadas la llamamos maestro; a una mona, toro; a una afición excitada y borracha, respetable; a un junta duros, empresario; al periodista sobre-cogedor (separo la palabreja con toda la intencionalidad) revistero. Así, los enemigos de la lidia han ganado su batalla apoyados por unas decenas de políticos que odian a España. Pero aquí estamos, aguantando. Ocurre que los defensores de la lidia han bajado la guardia de un espectáculo que no se sostiene con trampas, y de todas, la peor es la de la mediocridad. Hace años en Las Ventas un aficionado harto de ver cómo un torpe varilarguero se empleaba contra el burel envío al público este mensaje lleno de angustia y desesperación: ¡Y el caballo, qué estará pensando el caballo!

Nos quedará París siempre. París nos pone una silla en el G20, nos trae a los nuestros del Chad, nos limpia las calles de etarras, nos soluciona el problema de Aminatu Haidar, sus políticos firman manifiestos de apoyo a los toros. En Francia no cierran las plazas, las llenan los aficionados que perplejos se preguntan lo mismo que el caballo de Las Ventas: Y estos españoles, qué están pensando estos españoles.


ABC - Opinión

Instrucciones para hacer el indio. Por José García Domínguez

El ecologismo ha sabido buscar alojo en esa región del cerebro donde el miedo y el sentimiento de culpa incuban un microclima moral apto para la más pura irracionalidad.

Tras la soberbia escena cómica de Zapatero en Copenhague, cuando dio en hacer el indio parafraseando la famosa carta ful del piel roja Seattle al presidente de los rostros pálidos, hay algo más que simple indigencia cultural. De hecho, bajo la estomagante cursilería de la frasecita yace, incólume, el mito que alimentó el discurso prometéico de la izquierda a lo largo de las dos últimas centurias: la fantasía del buen salvaje. Esa leyenda urbana que ansía recrear la memoria atávica de un hombre "natural", magnánimo, generoso, libre y gozosamente feliz; idílica criatura cuya inocencia primigenia habría de ser corrompida por la vida en sociedad y sus funestos corolarios: el Estado, la división en clases y la propiedad privada.


Desde que aquel trilero de las ideas que respondía por Rousseau ingeniara ese tocomocho antropológico, legiones de traficantes de sentimientos no han cesado de hacer negocio con la misma estafa. En el siglo XX, la utopía, nombre artístico por el que también es conocida, llenó de cadáveres las cunetas de la Historia gracias a los dos hermanos gemelos que entonces la encarnaban: el comunismo y el nazismo. Ahora, el ecologismo, ideología que mantiene una relación con la ecología pareja a la de la velocidad con el tocino, se ha convertido en la nueva expresión política de una fábula siempre igual a sí misma. Y como todas las creencias que se sustentan en emociones, ha sabido buscar alojo en esa región del cerebro donde el miedo y el sentimiento de culpa incuban un microclima moral apto para la más pura irracionalidad.

Es ese milenarismo apocalíptico lo que late detrás de la gansada zapateril, algo en las antípodas doctrinales del muy prosaico principio de que quien contamina, paga. Lejos de eso, se trata de una actualización de la vieja retórica mesiánica de la "explotación del hombre por el hombre", con la nimia salvedad argumental de que al capital opresor le ha dado por extraer la plusvalía directamente de la Naturaleza. No obstante, amigos, "cuando el último piel roja se desvanezca de la tierra y su memoria sea solamente una sombra de una nube atravesando la pradera, estas riberas y praderas estarán aun retenidas por los espíritus de nuestra gente", que diría el ectoplasma de Seattle. O Zapatero, que tanto monta.


Libertad Digital - Opinión

Los monseñores del nacionalismo, a por el obispo

Se supone que la misión de la Iglesia (la del País Vasco también) es ayudar al prójimo y salvar almas, no liderar proyectos políticos.

LAS MANIFESTACIONES del obispo saliente de San Sebastián valorando críticamente la elección de su sucesor son un suma y sigue al calamitoso papel que una parte de la Iglesia ha tenido y tiene en el País Vasco. Que Juan María Uriarte diga ahora que es «deseable una mayor participación» de las comunidades cristianas en los nombramientos de sus prelados, sencillamente por el hecho de que no considera a monseñor Munilla uno de los suyos, causa vergüenza. Podría haber planteado esa revolución antes, e incluso solicitar que se hicieran primarias, si se permite la broma; por ejemplo, para haber utilizado la fórmula cuando él mismo fue designado obispo de un lugar tan ajeno a sus raíces como Zamora.


Uriarte raya en el cinismo cuando señala que le preocupa «la situación reflejada» en la carta de los párrocos guipuzcoanos disconformes con la llegada de José Ignacio Munilla, cuando incide en que «la comunión está herida» y cuando añade que él mismo informó a las «instancias» oportunas del «perfil» que era «conveniente» para la diócesis. No se puede usar una fórmula más jesuítica -en el peor sentido de la palabra- para echar leña al fuego y azuzar la inquina contra su sucesor.

En cuanto a lo del «perfil», ¿a cuál se refiere Uriarte?, ¿al de quien contemporiza y gasta medias tintas con los asesinos de ETA? Si está poniéndose como modelo, habrá que recordarle que fue él el obispo que reclamó el acercamiento de los presos etarras en el propio funeral de López de Lacalle, el periodista de EL MUNDO asesinado por la banda terrorista. No cabe mayor ignominia. También fue él quien, este mismo año, ha obviado cualquier alusión al terrorismo en la homilía del funeral por el empresario Ignacio Uría, como si hubiera muerto por causas naturales y no tiroteado por ETA.

Las palabras de Uriarte dan verosimilitud a la tesis expresada ayer por la alcaldesa de Lizartza, Regina Otaola, que señala al obispo emérito de San Sebastián, Setién -mentor de su sucesor-, como la persona que «está detrás» del documento contra Munilla.

Califica Uriarte de calumnioso que se haya dicho de él que está «más cerca de los verdugos que de las víctimas», pero aunque es cierto que en la entrevista publicada ayer en un diario guipuzcoano reconoce que las familias de los asesinados merecen «una atención mayor» que los familiares de los presos de ETA, sorprende que siempre saque a colación el «sufrimiento» de éstos por tener que desplazarse para visitar a los reclusos, como si fuera indisociable una cosa de la otra y ambas estuvieran en un mismo plano.

El PNV, por tradición tan apegado a las sotanas -esta misma semana ha propuesto, sin éxito, que el Ayuntamiento de San Sebastián le diera a Uriarte la Medalla al Mérito Ciudadano -ha entrado de lleno en la polémica suscitada por el nombramiento de Munilla. Urkullu se puso ayer del lado de los curas rebeldes y acusó a «los jerarcas de la Iglesia católica del Estado español» de ser responsables del conflicto por haberse «entrometido en el ejercicio de la política». Al margen de que bastante ha callado la Iglesia española estos años sobre el comportamiento de destacados prebostes del clero vasco, es un sarcasmo decir que éste se ha mantenido al margen de la política. A la hora de la verdad, son los monseñores del nacionalismo -el PNV y una parte de la Iglesia vasca- quienes alimentan el rechazo a un obispo guipuzcoano, vascoparlante y con un expediente impecable, por el hecho de no estar comprometido con los objetivos nacionalistas. Pero se supone que la misión de la Iglesia es ayudar al prójimo y salvar almas, no ideologías ni proyectos políticos.


El Mundo - Editorial

Que descontaminen otros. Por José María Carrascal

IMAGINEN un viejo edificio donde unos vecinos, tras haber acondicionado su piso con todo confort, dicen al resto que no pueden hacer lo mismo, porque a la larga el inmueble se desplomaría. Es lo que ha ocurrido en Copenhague entre los países desarrollados y los emergentes. Después de haber talado los bosques propios, es muy fácil decir a Brasil que no tale los suyos porque los necesitamos como pulmón del planeta. Con dos coches por familia, es muy fácil decir a los chinos que sigan con la bicicleta por la contaminación. Pero nadie renuncia al coche, ni a la calefacción, ni al aire acondicionado, si puede permitírselo, ni ningún Gobierno renuncia a industrializarse, si representa puestos de trabajo. Creer otra cosa es desconocer la naturaleza humana o pedir a los demás lo que no nos pedimos a nosotros mismos.

La contaminación es producto del desarrollo, y si los ya desarrollados pueden permitirse el lujo de refrenar el suyo, el resto tiene que hacerlo a lo bestia, como lo han hecho todos, sin que nadie pueda impedírselo. Esa es la realidad y eso es lo que se ha impuesto en Copenhague. No ha habido cuotas de emisiones de CO2, ni mecanismos de supervisión, ni castigo para los más contaminantes. Cada país se fijará sus normas, con el objetivo común de que la temperatura de la atmósfera no suba arriba de dos grados. Un acuerdo de mínimos. Lo máximo que podía alcanzarse con tan diferentes perspectivas sobre un mismo problema. Mejor algo que nada se han dicho todos, menos los cinco bronquistas de Chávez.

Que Obama decidiera hacer causa común con los países emergentes en vez de con sus aliados naturales, los desarrollados, indica dos cosas: que Estados Unidos ya no es la única gran potencia mundial y que su nuevo presidente tiene más sentido de la realidad que los líderes europeos. Porque la demanda de energía va a seguir creciendo, nos guste o no, como advierte la última noticia «contaminante»: en 2025, India sobrepasará a China en población. Imagínense a todos pidiendo lo que nosotros tenemos.

Que puedan tenerlo o no dependerá de si seguimos utilizando las viejas fuentes de energía -el carbón, el petróleo- o si usamos otras nuevas. No me refiero a la eólica o la solar, que aparte de contaminar también, son carísimas, sino a las aún desconocidas. Pero para eso hay que descubrirlas. Quiero decir que el problema del medio ambiente no se resuelve con frenar el desarrollo, como piden los autodenominados ecologistas, sino con más desarrollo, con tecnología más limpia, más barata, más eficiente que la actual. Que seguro la hay. Es lo que ha venido haciendo el hombre a lo largo de la historia, pero últimamente parece haber olvidado.

Puede que necesitemos empezar a tener dificultades respiratorias para que nos decidamos a ello. Antes, difícilmente.


ABC - Opinión

El misterio de la tumba dispara el mito de Lorca. Por Antonio Casado

“Lo mataron en Granada una tarde de verano y todo el cielo gitano recibió la puñalada”, dice Rafael de León en su famoso poema sobre la muerte de Lorca. Pero no reina el verano precisamente en este diciembre del año en curso, que no pasará a la historia asociado al pinchazo del mito lorquiano. Será justo al revés, como conviene a los grandes mitos. Su consagración es la consagración del misterio de su tumba. Una especie de panteísmo que a partir de ahora otorga a los mitómanos la consabida licencia para fabular sobre el paradero de sus restos.

De la Junta de Andalucía depende la continuidad del pulso entre la ciencia y la historia. No ha hecho más que comenzar la marea especulativa. El Caracolar, el Valle de los Caídos o la tumba sin nombre en cualquiera de los cementerios de la zona. Tres hipótesis que pueden ser trescientas cuando el misterio levante el vuelo entre los devotos del poeta, más interesados en la leyenda que en su suporte científico e histórico. Acabarán santificándole, a pesar del ambiente sensorial y absolutamente laico que se respiraba en los ambientes donde se fraguó la amistad de Lorca con Salvador Dalí y Luis Buñuel.


De momento, los arqueólogos nos han vuelto a poner en la pista de la insoportable levedad de ciertas manufacturas históricas. La que acaba de derrumbarse había convertido el barranco de Víznar en lugar de culto. Y se forjó hace apenas medio siglo (confesiones del enterrador, Manuel Castilla, a Agustin Penón en 1956). Imaginemos las ya inaccesibles a la verificación científica por razones de calendario. O las que forman parte del discurso religioso, como la ubicación del portal de Belén, las huellas del pie de Mahoma o la tumba de Santiago. Debe haberlas a patadas, pero eso también alimenta la historiografía. Mejor dejar las cosas como están, aunque los grupos de recuperación de la memoria histórica no parecen dispuestos a resignarse.

En cualquier caso, se corre el peligro de que Lorca (Fuente Vaqueros, 5 junio 1898, hijo de Federico García, agricultor terrateniente, y Vicenta Lorca), acabe siendo más conocido por su muerte que por su vida. En realidad ya casi es así. En la muerte, tanto o más que en la vida, fue donde creció hasta extremos inconmensurables la figura del poeta más representativo de la generación del 27. Lo cual no significa que hasta ese momento fuese un perfecto desconocido, como se llegó a decir. En 1936, el año de su muerte, Federico ya era uno de los poetas, y sobre todo uno de los autores dramáticos, más famosos dentro y fuera de España.

A principios de aquel año todo el mundo hablaba del triunfo de “Doña Rosita la Soltera”, que se acababa de estrenar en Barcelona. Y por aquel entonces su obra “Bodas de Sangre” ya era famosa y ya había pasado de las cien representaciones en Buenos Aires. No es verdad, por tanto, como algunos sostuvieron en algún momento, que de no ser por su trágica y prematura muerte, Federico García Lorca hubiera pasado a la historia como un poeta del montón. De todos modos es justo reconocer que, aunque ya era muy conocido como autor dramático y como poeta antes de morir, con su trágica muerte creció la figura y se forjó el mito de García Lorca. El misterio de la tumba no hace más que echar leña al fuego que alimenta la leyenda.


El confidencial - Opinión

Más ley, menos humo

Las lagunas de la actual norma antitabaco y la evolución social propician su reforma.

Cuatro años de una ley ampliamente incumplida es tiempo suficiente como para abrir un debate sobre sus carencias y su necesaria reforma. Así lo ven la titular del Ministerio de Sanidad, el Congreso de los Diputados y la mayoría de los españoles: hasta el 70% de la ciudadanía está a favor de la prohibición total del consumo de tabaco en todos los lugares públicos cerrados, endureciendo la norma.


La ley antitabaco que entró en vigor el 1 de enero de 2006 permite fumar en los bares pequeños (de menos de 100 metros cuadrados). Algunos Gobiernos del PP, como los de la Comunidad Valenciana y Madrid, no han perseguido nunca las infracciones y liberaron a los establecimientos más grandes de la obligación de separar con barreras físicas las zonas de fumadores de las de no fumadores. El resultado, favorecido por las lagunas de la ley, es que no hay una norma clara que los ciudadanos puedan esgrimir para exigir su cumplimiento y que en el 90% de los bares y restaurantes o se puede fumar o no hay áreas reservadas al humo.

Con la entrada en vigor de la norma se redujo modestamente la venta de tabaco y el porcentaje de fumadores está en torno al 24% de los mayores de 18 años. Pero analizada en perspectiva ha demostrado consecuencias positivas en el terreno sanitario y social. En su primer año de aplicación se registró una menor incidencia de infartos y los españoles fuman, en general, más moderadamente que antes. La mayoría de los centros de trabajo (excepción hecha de los de ocio) han quedado liberados del humo y se han despejado los temores de crispación social. Entre los extremos que clamaban contra la nueva inquisición y los fundamentalistas antitabaco se ha instalado una aceptable convivencia y unos hábitos de respeto antes inexistentes. Consecuencia de la ley es, en definitiva, un cambio de mentalidades que favorece un debate mucho más sosegado que el que se produjo en 2005 y el apoyo popular con que cuenta una reforma que promulgue una prohibición drástica y, por tanto, nítida.

El Ministerio de Sanidad ha prometido acometer la reforma durante el primer semestre del año entrante. La prohibición total del tabaco en todos los establecimientos públicos cerrados homologaría a España con otros países europeos y aplicaría las recomendaciones que partieron en su día de Bruselas.

Neutralizada la industria tabaquera, menos activa que en el pasado, escollo importante es el sector hostelero, que calcula en 11.000 millones de euros sus pérdidas en 2010. Hay estudios que sostienen que ni aquí ni en otros países las medidas antitabaco han lesionado sustancialmente sus intereses. Su inquietud es legítima, pero difícilmente asumible frente a la debida protección de la salud pública y la voluntad ciudadana y sus representantes políticos. Al menos, con la reforma, el supuesto perjuicio será igual para todos, dado que ahora sólo los grandes bares y restaurantes están concernidos.


El País - Editorial

El fiasco danés del catastrofismo climático

Lejos de Copenhague ha quedado la pretensión ecologista de elevar las restricciones de gases de efecto invernadero para así poder influir directamente sobre la economía asignando cuotas de emisión a los distintos sectores empresariales.

La Cumbre de Copenhague se ha saldado con un rotundo fracaso para sus promotores y para todos aquellos que pretendían aprovechar las conclusiones más radicales y alarmistas sobre una controversia científica para sacar adelante su agenda política; una agenda liberticida que muy poco tenía que ver con salvar a la humanidad de sí misma y sí mucho, en cambio, con ponerle los grilletes que no pudieron acabar de colocarle durante todo el s. XX.


Apenas un compromiso muy genérico de que las temperaturas no aumenten más de dos grados con respecto al nivel de 1900 y, eso sí, un reguero de miles de millones para los países pobres con los que supuestamente mitigar los efectos de su adaptación a menores emisiones de CO2.

Lejos, por consiguiente, ha quedado la pretensión ecologista radical de elevar los objetivos de restricciones de gases de efecto invernadero para así poder influir directamente sobre la estructura productiva de una economía asignando cuotas de emisión a los distintos sectores empresariales. Los políticos no podrán racionar la creación de riqueza más de lo que ya lo están haciendo con Kioto. Al menos, hay que celebrar que no habrá en principio mayores recortes a la libertad.

Claro que tampoco conviene echar demasiado pronto las campanas al vuelo. Desde luego, los ecologistas están muy decepcionados porque no existirá ningún instrumento jurídico internacional que obligue a todos los países a reducir sus emisiones. Sin embargo, eso no significa que cada país, en su propósito de contribuir a que la temperatura global no aumente en dos grados, no vaya a adoptar unilateralmente cualquier paquete de medidas intervencionistas que les permita a sus políticos controlar porciones mayores de la economía.

En España no podemos sentirnos precisamente reconfortados. Además de estar insertos en la Unión Europea, una comunidad política que en los últimos lustros ha adoptado un perfil claramente antiliberal y calentófilo en la mayoría de sus decisiones, nuestra clase política parece entusiasmada con cualquier iniciativa legislativa, por absurda y suicida que sea, que apele al cambio climático.

Así, nuestro jefe de Gobierno proclama expropia en un delirante discurso la expropiación de todas las propiedades del planeta para entregárselas al viento; una abstracción que equivale a decir que los bienes materiales no son de nadie y que, por tanto, deben ser gestionados irrestrictamente por nuestros representantes colectivos: él mismo.

Y en competencia directa con nuestro socialista presidente, la secretaria general del principal partido de la oposición, María Dólares de Cospedal, se queja de que en Copenhague se hayan adoptado "pocos acuerdos" al tiempo que pide más "concienciación" sobre el cambio climático. Por lo visto, en Elche también se invitó a abandonar el PP al primo de Rajoy.

Puede, por tanto, que el acuerdo de mínimos de Copenhague le sirva de poco a España, asfixiada por una partitocracia intervencionista que se pelea por ser los pioneros en Europa a la hora de restringir libertades. Pero sin duda les será de gran ayuda a muchos otros países con unos políticos más prudentes.

Al final, pues, parece que de la capital danesa sólo ha salido una declaración de buenas intenciones que costará a los países occidentales alrededor de 100.000 millones de dólares en ayudas a los países del Tercer Mundo. Es decir, en volver a demostrar aquella máxima de Lord Bauer que calificaba las ayudas públicas para el desarrollo como la manera de redistribuir el dinero desde los pobres de los países ricos a los ricos de los países pobres. Elevada factura que sin embargo palidece ante otros posibles resultados de la cumbre como habrían sido un control aún mayor de las economías occidentales o la creación de un Gobierno mundial.


Libertad Digital - Editorial

Los toros y la resistencia. Por Ignacio Camacho

SI el argumento más tranquilizador de que dispone el Gobierno para pronunciarse sobre la polémica de los toros en Cataluña es el de que no le gusta prohibir nada -Fernández de la Vega dixit-, los partidarios de la amenazada Fiesta no tienen demasiados motivos para el sosiego. Más o menos como los fumadores, los conductores o los frioleros. Si por algo se caracteriza esta gobernanza líquida del zapaterismo es por su tendencia intervencionista, por su propensión a inmiscuirse en las decisiones individuales de los ciudadanos en nombre de vagos principios de bienestar colectivo. Este Gobierno prohíbe, y prohíbe bastante, y esa ductilidad moral de la que presume para relativizar los grandes principios se vuelve, a la hora de hacer leyes, una dogmática y poco dialogante firmeza interdictoria. De modo que si hay que esperar a que sea el Partido Socialista el que ponga pie en pared en la deriva antitaurina de los soberanistas catalanes es bastante probable que los aficionados barceloneses a la lidia tengan que ir pronto a Zaragoza o a Perpignan como quien peregrina en busca de un placer secreto.

De hecho, la posición del PSC en la ya célebre votación secreta del Parlament ha resultado de una ambigüedad cautelosa y vergonzante. Un pronunciamiento contundente de los socialistas catalanes cerraría casi por completo cualquier posibilidad de triunfo de la tesis prohibicionista del nacionalismo. Pero no se atreven por temor a ser tildados de reaccionarios españolistas, de rancios adalides de la bárbara tradición celtibérica. Y han dado libertad de voto como si se tratase de una insondable cuestión ética relacionada con las más íntimas convicciones de la moral individual y no de un asunto de identidad cultural, social y estética.

Es probable que a día de hoy haya más españoles indiferentes que aficionados a los toros -a mí tampoco me gustan; me aburren, lo siento-, pero la inmensa mayoría los reconoce como una seña de la cultura colectiva, presente en el acervo común del arte, las costumbres y el lenguaje, que es quizá el ámbito donde más profundamente ha arraigado la tradición taurina. Y la mayoría se limita a no ir a las corridas, o a ir muy de vez en cuando como quien se suma a un rito arcaico, incluso decadente, felizmente vivo a través del tiempo y de la Historia, que enriquece el patrimonio inmaterial de la nación con su despliegue ceremonial de ritos y su riqueza simbólica. Pero si los soberanistas catalanes los prohíben precisamente para abolir su carácter de lazo de identidad nacional, empezaremos a reconsiderar nuestra indiferencia como gesto de solidaridad con una libertad cuestionada. Y volveremos a empatizar con la lidia y a defenderla como una amenazada heredad. Quién iba a pensar, como dice el colega David Gistau, que ir a los toros podría convertirse, en pleno siglo XXI, en un acto de resistencia cívica.


ABC - Opinión