viernes, 1 de mayo de 2009

EL CENTENARIO DE LA EXPULSION DE LOS MORISCOS. Por Ricardo García Cárcel

Fue hace cuatrocientos años. En abril de 1609, durante el reinado de Felipe III, el Consejo de Estado acordaba la expulsión de los moriscos. A partir de septiembre de 1609 se expulsaron los moriscos valencianos y en enero de 1610 fueron desterrados los moriscos de Granada y Andalucía; desde mayo de 1610 lo fueron los de Aragón y Cataluña, y desde julio de 1610 salieron los castellanos y extremeños. En total, tuvieron que exiliarse de España algo más de 300.000 moriscos. La operación se prolongó hasta 1614.

La valoración de la expulsión ha sido siempre polémica y ha pasado por muchas fluctuaciones. En el siglo XVII se buscó, ante todo, legitimar la expulsión con argumentaciones xenófobas y racistas. Hubo que esperar al reinado de Carlos III, en la segunda mitad del siglo XVIII, para ver emerger una cierta simpatía hacia los moriscos, a caballo de los renovadas ambiciones norteafricanas de algunos políticos ilustrados, lo que se pone de manifiesto en la encomiable empresa de catalogación de los manuscritos árabes de la Biblioteca de El Escorial que llevó a cabo Casiri. El romanticismo liberal, tan antiaustracista, considerará a los moriscos víctimas del absolutismo opresor. La fascinación por lo islámico arranca especialmente de los viajeros románticos franceses y anglosajones que sublimaron las huellas árabes en España y especialmente en Andalucía. La literatura romántica española estuvo muy influida por los tópicos europeos sobre el Islam. El drama Aben Humeya de Martínez de la Rosa y las novelas Cristianos y moriscos de Estébanez Calderón o Alpujarras de Pedro Antonio de Alarcón son feudatarias de esta maurofilia romántica. La generación de Cánovas volverá a defender y justificar la expulsión con la razón de Estado por bandera. Los primeros arabistas, con Gayangos y Saavedra a la cabeza, se deslizaron por su parte hacia la nostalgia de la brillante cultura musulmana.

El franquismo, en pleno aislamiento internacional, intentaría instrumentalizar el arabismo a favor de un pasado árabe a su manera. Ya que en Europa se rechazaba a España, España miraba a Africa. Eso sí, se consideraba a los musulmanes de Al-Andalus como españoles con vestimenta árabe, se hablaba de la «quintacolumna española en el Islam», se negaba la posibilidad del Islam de evolucionar desde dentro, sino sólo a través de las influencias cristianas... Se glosó el mozarabismo, concepto que había subrayado Simonet, a fines del siglo XIX, para subrayar la fuerza del cristianismo sobre la cultura musulmana. La obra de Ribera, Asín Palacios o García Gómez, demostrando las raíces árabes de la épica y la lírica española fue muy útil para conocer la imagen de una España, matriz de cristianos, musulmanes y judíos, que se ve obligada a desprenderse en 1609 de quienes no son capaces de asumir el «hechizo español». La maurofilia del primer franquismo, por influencia del «marroquismo», es patente. Como ha recordado Payne, el embajador británico en Madrid se quedó desconcertado cuando el ministro de Franco, Beigbeder, le dijo que los españoles y los moros son un mismo pueblo. Incluso Franco intentó hacerle entender a Hitler en Hendaya la singular identificación de los españoles con los árabes.

En definitiva, la valoración de la expulsión de los moriscos ha estado tradicionalmente marcada por la bipolaridad, más emocional que racional, de los maurófilos y los maurófobos. Los primeros consideran que fue posible la asimilación o integración de los moriscos, que eran posibles alternativas distintas a la expulsión (ya en 1609 el extremeño Pedro de Valencia sugirió siete alternativas distintas aparte de la expulsión). Y reconocen en los moriscos una plasticidad política y cultural, una capacidad de adaptación, que podía conjugarse con los cristianos en el marco de una España tolerante, que la hubo. Los segundos, han partido siempre de la inasimilabilidad de los moriscos por su estructural capacidad conspirativa y lanzan un diagnóstico fatalista: no fue posible otra solución. Contraponen a los sueños alternativos de la España que no pudo ser, el implacable pesimismo de la España que fue.

Me temo que no hemos avanzado mucho en estas posiciones. Los atentados terroristas islamistas de los comienzos de nuestro siglo han condicionado una radicalización de la actitud ideológica. Hoy unos defienden la alianza de civilizaciones, otros el choque de culturas. Unos se mecen en el idealismo de la España de las tres culturas. Otros se lanzan por la vía del apocalipticismo catastrofista. El sueño de la tolerancia, el mundo feliz de la convivencia entre cristianos, musulmanes y judíos, impregna de buenismo banal muchos análisis que ya no sólo lamentan la expulsión sino que parecen subrayar que la legitimidad histórica se halla en el Al-Andalus medieval que tendría derecho a recuperar el territorio perdido a lo largo de la Reconquista. La mirada complacida y complaciente hacia la dominación musulmana en España lleva hasta extremos tan políticamente correctos como querer borrar todo signo de expresiones racistas o violentas antimusulmanas en España expurgando incluso iconos representativos de aquella violencia como el de Santiago Matamoros y, desde luego, a exaltar el andalucismo como un puro reflejo del legado cultural musulmán. La expulsión de los moriscos, desde esta óptica, sería una avanzadilla de las «soluciones finales» dramáticas tomadas en nuestro siglo contra comunidades culturales por imperativos racistas.

En el otro lado, no faltan los que parecen no haber superado la literatura de cruzada, deteniéndose en los contenidos más integristas del Corán y exaltando la yihad como el supuesto eje que marca la vocación expansionista del Islam.

La verdad es que la atribución de connotaciones progresistas sólo a la maurofília es absolutamente ingenua, si recordamos la flamante guardia mora de Franco o las connotaciones reaccionarias de muchos aspectos de la cultura islámica.

El nacionalismo andaluz, recogiendo la semilla sembrada por Blas Infante, ha reasumido el patrimonio histórico musulmán soñando con la identificación de Andalucía con el global Al-Andalus musulmán y dejándose llevar por la nostalgia de una presunta prosperidad andaluza cortada en seco por los Reyes Católicos y los «castellanos invasores» y definitivamente liquidada con la expulsión de 1609.

Es obvio que Andalucía no sería igual sin los árabes, pero es absurdo pretender explicar Andalucía sólo en clave musulmana. Nadie puede negar la trascendencia de las aportaciones culturales de los musulmanes en España y en Andalucía en particular, pero es delirante el simplismo maniqueo que ha llevado a la mitificación de lo musulmán como intrínsecamente bueno y lo cristiano como intrínsecamente malo.

Sinceramente confío que el aluvión de congresos y exposiciones que nos viene (al respecto, sobresale especialmente el Congreso de Granada, del 13 al 16 de mayo de este año) con motivo del centenario de la expulsión nos ayudará a recuperar la sensatez ante tanto desparrame ideológico.

ABC - Opinión

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