jueves, 11 de diciembre de 2008

El valiente cabal. Por Herman Tertsch

EL próximo 23 de diciembre cumple nada menos que noventa años. Hace un cuarto de siglo que dejó el poder tras una derrota parlamentaria que fue su trago más amargo, pero que un año más tarde había olvidado por completo. Con su implacable lucidez intacta, con su rigor exento de todo el peligroso sentimentalismo de la nueva izquierda, Helmut Schmidt es realmente un icono de la política de altura que tuvo Europa en momentos muy duros, de peligros existenciales. La que ahora, en estas nuevas turbulencias y angustias, tanto se echa de menos. Fue el canciller socialdemócrata que plantó cara a uno de los terrorismos más dementes y desquiciados de Europa, el de la Fracción del Ejército Rojo (RAF). No dudó en llegar al límite en su exposición propia para que el Estado jamás quedara de rodillas ante aquella marabunta totalitaria enloquecida. Y fue el artífice de la derrota de este terrorismo alemán que, según se supo muchos años más tarde, había gozado de la protección y el apoyo logístico de los regímenes comunistas del este de Europa.
Este hecho tantas veces negado y despreciado por la izquierda de Europa occidental, demuestra hasta qué punto había recurrido a «armas no convencionales» la ofensiva de desestabilización de las democracias occidentales por parte de Moscú y sus satélites. La siguiente ofensiva del totalitarismo contra Europa occidental también se encontró enfrente a Helmut Schmidt. Fue este socialdemócrata, firme aliado de Estados Unidos, el que impuso frente a toda la resistencia de su propio partido y gran parte de la opinión pública alemana, aquella famosa «Doble Decisión» que supuso la reacción de la OTAN a la creciente amenaza de los misiles soviéticos. Frente a toda la oleada pacifista, en gran parte también dirigida y financiada desde las terminales del Kremlin, Schmidt impuso el despliegue de los misiles «Cruise» y «Pershing». Se desbarató así la última gran ofensiva de Moscú para chantajear a Europa.


La URSS intentaba garantizar su veto en la política europea, fraccionar la alianza atlántica y mantener firme su yugo sobre los pueblos de centroeuropa que ya había comenzado a resquebrajarse por su eslabón más débil que era Polonia. Nada muy diferente de que lo que intenta ahora el nuevo zar de las Rusias Vladimir Putin, de momento al parecer con mayor éxito. Estamos en otra era. No hay desde luego nadie en la política europea hoy que se acerque ni de lejos a la visión histórica y moral que tenía este estadista, el último de la generación que había participado activamente en la guerra.

Schmidt hizo así frente a las dos grandes amenazas del mismo totalitarismo que se cernían sobre la Alemania fronteriza y dividida. Las tentaciones de hacer concesiones en aquellas dos cuestiones vitales de seguridad eran muy grandes en todo Occidente. Los llamamientos histéricos o interesados a la «paz sin condiciones» se multiplicaban por todo el continente. «Besser rot al tot» (mejor rojos que muertos), decían los manifestantes partidarios de la armonía infinita que sólo beneficiaba a los enemigos de la democracia. Schmidt dijo que no a la paz a cualquier precio. Todo el mundo, especialmente todos los europeos, le debemos mucho a este sabio y valiente nonagenario.

ABC - Opinión

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